Nostromo

En la época de la dominación española, y por muchos años después, la ciudad de Sulaco —de cuya antigüedad da testimonio la lujuriante belleza de sus huertos de naranjos— no había tenido nunca más importancia comercial que la de un puerto de cabotaje con un tráfico local, bastante amplio, en pieles de buey y añil. Los pesados galeones de alto bordo usados por los conquistadores, naves cortas y anchas que necesitaban para moverse el empuje de un viento tempestuoso, solían yacer encalmados allí donde los modernos barcos, construidos al estilo de clipers, avanzan con el mero aleteo de sus velas; de ahí que esos galeones hubieran sido ahuyentados de Sulaco por las predominantes calmas de su vasto golfo.

Algunos puertos del globo son de difícil acceso por sus traidores bajíos y arrecifes y por las tempestades de sus costas. Sulaco había hallado un santuario inviolable contra las tentaciones de un mundo comerciante en el augusto silencio del profundo Golfo Plácido, en cuyo fondo quedaba protegido, como dentro de un enorme templo semicircular y sin techumbre, abierto al océano, con sus muros de altas montañas, que ostentan por colgaduras enlutados cortinajes de nubes.

En un lado de esta dilatada curva, en el litoral rectiforme de la República de Costaguana, el último saliente de la sierra costera forma un cabo insignificante, llamado Punta Mala. Esa lengua de tierra no es visible desde el centro del golfo; pero puede divisarse débilmente, como una sombra proyectada en el cielo, la mole de una escarpada colina.

En el lado opuesto flota levemente sobre la clara línea del horizonte algo que parece una mancha aislada de bruma azul. Es la península de Azuera, caos bravío de agudas rocas y pétreos llanos, cortados aquí y allá por simas verticales. Yace a gran distancia mar adentro, presentando el aspecto de un tosco cabezo de piedra, que se extiende desde una costa vestida de verdor en el extremo de una delgada faja de arena, cubierta de densos y espinosos chaparros. Es un lugar de desolada aridez, porque las lluvias ruedan inmediatamente al mar por todas partes, y carece de tierra que produzca una sola hoja de hierba —según se dice—, como si pesara allí el esterilizador influjo de una maldición.

Joseph Conrad, "Nostromo."