El maestro y Margarita. Variaciones sobre una desgracia rusa

En la época más dura del estalinismo, cuando las personas podían desaparecer de sus casas una noche cualquiera, un escritor ruso cometió la osadía de pretender escribir una novela sobre Poncio Pilatos. No contento con lo que entonces era casi una locura suicida, se dirigió además al propio Stalin para rogarle que permitiese su publicación. No lo consiguió, pero su atrevimiento hizo gracia al dictador, que lo premió con un puesto en el teatro de Moscú después de telefonearle personalmente. El escritor era Mijail Bulgakov y el libro se titula El Maestro y Margarita.

No pretendo volver a aquellos años, ni recrear su ambiente, pero les quiero contar la historia de cómo Margarita encontró a Pilatos.

Esta Margarita no es la de Bulgakov, ni se le aparecía el diablo para llevarla de fiesta, pero en su mundo también se amontonaban los suspiros y las ventanas de espejo, en las que seguía viendo su propia cocina y su tabla de planchar al mirar hacia la calle. Todo su entorno le parecía un exilio y a veces se sorprendía a sí misma tratando de recordar el delito que había cometido para merecer aquella clase de vida.

Margarita, a sus veinte años, trabajaba en una empresa de limpieza. La aburrían los teoremas, las leyes y los idiomas y escapó de los bostezos de las aulas para no seguir siendo un peso un peso muerto, ni en la Universidad ni en su casa, donde nunca reconocerían en voz alta que su sueldo era fundamental para evitar las estrecheces de antes. Su familia eran su madre, con jaquecas permanentes, su padre, siempre al volante, y un gato medio pelado. Su familia eran también, una a una, las grietas del techo de su cuarto, y las vetas de la madera del suelo, que recorría con la mirada hasta extraviarse en mundos nuevos, aún por explorar. Su familia eran la araña de la esquina, y la naftalina de los cajones, y las cajas de pastillas de su madre, abandonadas por cualquier parte después de comprobar que tampoco aquella novedad anunciada como milagrosa le aliviaba las jaquecas.

A Margarita le gustaba su trabajo porque la alejaba de casa. Trabajó primero en un par de sucursales bancarias, sin poder desarraigar, ni con lejía, la fatiga acumulada de los últimos empleados, que se iban ya de noche, a las nueve o a las diez. Luego la mandaron a un cine, a barrer mondas de pipas, vasos de refrescos y montones de tópicos, banalidades, palomitas y cacahuetes revenidos.

Pero después su empresa la envió a limpiar el conservatorio, y allí perdió el placer de trabajar poniendo la mente en otro lado. Margarita, desde niña, siempre había querido tocar el piano, y aunque sus padres se rieron del capricho preguntándole con sorna dónde colocaría el suyo en un piso de cuarenta metros cuadrados, aprendió a solfear de todos modos y llegó a reunir dinero para una guitarra. La tocaba bastante bien, pero su pasión era el piano, y un piano era más difícil de encontrar.

A veces, cuando podía, tocaba en su casa un pequeño órgano electrónico, que era todo lo que se podía permitir. La música era un capricho de ricos y en su casa los caprichos sólo se permitían si producían algún dinero, como los bordados de la madre, o no lo costaban, como las partidas de dominó del padre. Incluso discutían de vez en cuando si el gato no sería un lujo intolerable en un piso sin ratones.

Para Margarita un piano era un objeto casi mágico. Había un piano en un viejo café del centro de la ciudad y comenzó a acudir al local sólo para verlo y que la vieran. Después de varios meses trabó confianza con el dueño, pero cuando le pidió que le dejase probarlo descubrió que casi la mitad de las teclas no sonaban, porque lo que parecía un piano era sólo una ruina, un mueble decorativo sobre el que poner las copas sin que el dueño tuviese que pagar impuestos por unos metros más de barra. La decepción fue tan grande que no volvió más a aquel café, como si la hubiesen estafado o le hubiesen echado lejía en la cerveza.

Nunca había vuelto a ver otro de cerca, pero allí, mientras ella barría y fregaba los pasillos, mientras vaciaba las papeleras y aclaraba los cristales, sonaba el piano bajo otras manos. Y mientras limpiaba cuartos de baño tarareaba a Chopin. Y a Liszt. Y a Debussy.

Un día, un maestro ruso emigrado de su patria se fijo en ella, y a través de un ventanal la vio fruncir el ceño o apretar los labios cada vez que la alumna cometía un error. Cuando acabó la clase el maestro hizo una seña a la limpiadora, que seguía en el pasillo, y le pidió que intentase tocar la pieza sobre la que había estado trabajando con la última alumna. Margarita no tuvo tiempo de sorprenderse ni de preguntar al maestro cómo había adivinado su afición por la música: la urgencia de ponerse ante el teclado pudo más que cualquier convencionalismo y lo hizo sin dudarlo.

No tenía estilo, ni técnica, pero ponía toda el alma en lo que tocaba. Tenía talento: con un poco de pulido, aquella chica podía llegar a ser muy buena, a pesar de la edad. El maestro se pasó la mano por el pelo y sacó de su carpeta algo más difícil. Margarita lo interpretó también sin cometer un sólo fallo.

El maestro le dedicó un aplauso y Margarita se sonrojó. Luego él le pidió que fuera una tarde a su casa para que la oyera tocar su mujer.

Fue una tarde maravillosa para Margarita, sentada ante un piano y tocando para el reputado maestro. Su actuación no fue tan impecable como el primer día, pero el maestro quedó prendado de la emotividad con que la muchacha revivía los sentimientos del compositor. Tocaba con la vista fija en la partitura, pero no parecía leerla: era como si dialogara con el autor de aquellas notas y quisiera traerlo de nuevo al mundo de los vivos para aplaudir o criticar su interpretación. A la esposa del maestro le gustó también.

Aquella tarde se despidieron animándola a seguir practicando por su cuenta y le recomendaron unas cuantas obras que estaban seguros de que le gustarían y encajaban muy bien con su modo de tocar. El maestro se comprometió a buscarle las partituras y aseguró que haría cuanto pudiera por que la dejasen utilizar de vez en cuando un piano del conservatorio. No se podía consentir que una chica como ella tuviese que practicar en un organillo casero habiendo siempre aulas libres. Lo prometió y cumplió.

Eso fue todo.

Si hubiera sido fea la hubiese invitado de nuevo a su casa o se habría preocupado de pulir algunos aspectos de su técnica. De ese modo no le hubiera importado dedicarle un rato cada día, en las horas de tutoría a las que nadie acudía, o enseñarle verdadera técnica en el piano del salón durante las interminables semanas que su esposa pasaba de gira con su grupo de cámara. 

Si la chica hubiera sido poco agraciada, perfectamente hubiese podido sentirse limpio al intentar ayudarla, y ofrecerle su protección sin temor a que su reputación, su mayor y único capital, cayera bajo el vaho de las comprensibles murmuraciones.

Si Margarita hubiera sido fea, no hubiese levantado las sospechas de la esposa del maestro, y habría podido volver a su casa otra tarde.

Porque aquellas manos aún incultas acariciaban el piano con más sensibilidad que todas aquellas otras que pagaban sus clases por prestigio social, lo despedían por aburrimiento y lo saludaban por la calle con la esperanza de ser recordadas.

Le hubiera gustado ser su maestro, pero Margarita era hermosa y sólo pudo ser Pilatos.

Lástima.