La victoria que nos mata

Ya había hecho el examen y me había salido bien. Demasiado bien.

Un ascenso es un traslado. Pero ella no vendría. 

Las ansias de compartir que no cuajan en proyectos comunes se llaman pasatiempos, pero nadie tiene coraje para decir eso a la cara.

El adiós es un veneno capaz de devastar las mejores biologías. Yo quise un anticipo del adiós: a eso se le llama homeopatía.

Me marché a donde jamás me encontrarían, a un lugar donde podría refugiarme si me buscara la justicia.

A la policía no le interesan los kilómetros: le interesan los contactos y las relaciones. Si un día huyera, no se les ocurriría buscarme en casa de una mujer que ni siquiera yo conocía.

Fue un encuentro confuso, de perfil difuminado, como el fondo de un espejo antiguo: no me esperaba. Yo tampoco me esperaba. Una farola en la calle alumbró la cortesía de las presentaciones, ayudó a fijar distancias cortas con el hambre de su luz.

Ya no eran horas de café, pero la cafetera se empeñó. No pudimos menos. Entre café y aguardiente, a la luz de un fuego con olor a campo, repasamos las querellas y los miedos, el Olimpo y el zodiaco, sosteniendo la ficción de que en verdad importaba algo más que compartir una balsa en medio de la tormenta.

La verdad sólo puede decirse a quien no le importa. Salió entre nosotros sin dolor, sin esfuerzo alguno, alimentando las llamas de la leña con su furia incandescente.

Nada tan sereno, y a la vez tan inquietante, como una conversación de amor entre dos personas que no se aman. Donde hay sentimientos de por medio, sólo brotan las miradas, se concatena el deseo. La poesía, para ser grande, necesita del amor que es sólo amor, del amor al que no está. La poesía necesita el miedo.

Se lo dije.

Estamos demasiado cerca para ser calmoso paisaje de árboles lejanos. Estamos demasiado cerca para ser horizontes y siluetas. Ya no somos árboles: somos leña para el fuego. Para otro fuego.

Es tarde para el amor. Es tarde para el café. Es tarde para el deseo. 

Mejor, ahora, seamos líricos.

Conservemos las miradas en un frasco de cristal, como moscas atrapadas por un niño que ya encontró otro juguete. Escondamos estas horas en un reloj de bolsillo, con otro nombre grabado, sobre la hora silente que sin campanada espera. Conservemos la memoria de este olvido, de la atroz extravagancia consumada al entregar la despedida a quien nunca conocimos.

Seamos líricos. 

Escribamos versos a lápiz sobre un casco de acero, en medio de la batalla. Escribamos versos en las bayonetas, en las granadas de mano, miles, millones de versos sobre el alambre de espino, en un poema sin fin bautizado en destrucción. Engendremos mariposas en los ojos de la muerte, pétalos de hambre, terciopelos y resedas sobre la herida aún sangrante, y en un enjambre de flores cosechemos el panal de las sonrisas de los amantes, las muecas de los mimos y las carcajadas de los locos. 

Es la guerra.

Es la vida.

Somos lo que nos vamos: tú esta noche. En marzo ella.

Ahora, mejor, seamos líricos.