Charcutería: lomo de ángel

Reunidos los dioses en el Walhalla, como era preceptivo según el riguroso turno establecido, iniciaron su banquete anual de puesta en común de sus divinos asuntos.

Odín, como buen anfitrión, ofreció a sus compañeros un par de hermosos ciervos, servidos impecablemente por dos de sus amadas Walkyrias, y les habló de su decisión de abrir la mano en cuanto a los suyos, pues a partir de ese momento recibiría también en su seno a los que murieran con el subfusil en la mano: desde que la espada cayera en desuso, las puertas de su morada se abrían cada vez con menos frecuencia y no podía tolerar tal abandono.

Todos aprobaron la enmienda, e incluso algunos propusieron un mayor relajo, a fin de que fueran admitidos también los integrantes de los comandos suicidas, aun cuando por causas de fuerza mayor no portaran ningún arma.

Aniquilados los ciervos por el voraz apetito de los señores celestiales, comenzó a correr el vino, acompañado por las exquisiteces que cada uno trajo de su reino: dátiles de Alá, uvas de Zeus, dulces de Júpiter y leche de Visnú.

Entonces, cuando la fiesta estaba en su apogeo, el dios de cristianos y judíos, Yaveh, se sacó de las entretelas un manjar que antes nadie había probado y prometía ser algo realmente fabuloso: lomo de ángel. No obstante, y por respeto a sus compañeros, el barbado señor cristiano advirtió que aquella golosina podía tener efectos alucinógenos mezclado con la ingente cantidad de vino que habían consumido.

Aunque no le hicieron caso en un principio, confiados todos en su inatacable omnipotencia, pronto se vio que los presentes empezaban a desvariar, hablando de cosas inexistentes y negando evidencias de su propio cuerpo dogmático, lo que se tradujo en tal confusión que por poco desemboca en un conflicto armado entre los mortales.

Entre aquellos desvaríos, Allah tuvo la gloriosa idea de hacer realidad al genio de la lámpara que los suyos inventaran para enjaezar su cotidiano aburrimiento con mejores arreos que el trabajo. La idea fue aprobada por unanimidad, pero Zeus, un tipo con muy poca gracia, logró introducir la enmienda de que el agraciado no se enterara de su su suerte y viera, simplemente, concedidos sus tres primeros deseos sin que pudiera saber que estos habrían de cumplirse.

De esta guisa, Baco, que era el que más borracho estaba, fue encargado de señalar a uno de los mortales para el juego, y la gracia le correspondió a un tal Cándido Pérez, que vivía en un país un trecho por encima del Ecuador.

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Blasfemaban las cigüeñas en las esbeltas agujas, acordándose del cernícalo que les dijo que ese año no volvería a nevar. Y blasfemaba también el pobre Cándido, peléandose con la enésima avería de su coche en los últimos meses. Para colmo de males, su jefe le estaba esperando y la gorda gruñona disfrazada de policía municipal parecía ignorar que no podía mover el coche, precisamente porque no funcionaba. No tardó en llegar un motorista de la misma cofradía, y el sufrido contable hubo de empujar su propio vehículo hasta la plaza cercana, donde había un par de huecos, para esperar tranquilamente a la grúa.

Realizaba tal hazaña cuando un desalmado, conductor de un cochazo rojo, pasó a su lado a más velocidad de la conveniente y lo remojó de pies a cabeza.

—Así te estrelles—. Gritó Cándido.

Y el conductor, obediente, siguió sus instrucciones.

Fue un batacazo descomunal, un tremendo porrazo que hizo sonar la farola de la plaza como un gong oriental.

Arrepentido de sus palabras, Cándido corrió hacia la plaza. De todas maneras, a su jefe le parecería mejor pretexto un accidente que una nueva avería mecánica.

El conductor, medio inconsciente, juraba a los viandantes, arremolinados a su alrededor, que no podía comprender lo sucedido. El coche, con el morro encogido como una anciana perpleja, humeaba ligeramente, agradeciendo el extintor del tapicero.

La ambulancia llegó varios minutos después de que Cándido se fuera como una flecha en dirección a la oficina.

Don Gustavo, siempre complaciente, dijo no creerse una palabra del accidente y que, además de ser la última vez que soportaba sus patochadas, le descontaría aquel tiempo de su salario.

Cuando el compungido empleado repitió por tercera vez que no se volvería a repetir, Don Gustavo se dio por satisfecho y le pidió que cerrara la puerta por el lado de afuera, si era tan amable, lo que Cándido hizo con mucho gusto, aún a sabiendas de la montaña de trabajo que le esperaba sobre la mesa.

La jornada no se le dio del todo mal, enfainado en la regularización anual, la liquidación del IVA y otras portentosas maravillas: una empresa como aquella siempre tenía mil emocionantes maneras de entusiasmar a sus empleados.

Peor fue la vuelta a casa, donde Antonia le esperaba con un plato de berzas de primero y un rabo de cerdo de segundo, aunque aquello, de cerdo no parecía tener más que la mano de obra. De todos modos, no hubiera estado mal de no ser porque parecía recién extraído de una mina de sal.

Y fue la sal precisamente la causa de los pesares de Cándido, pues sediento como estaba y acérrimo enemigo del agua, escanció más vino del debido y la siesta habitual de la sobremesa se prolongó unos cuantos minutos de más, los justos para saber que esa tarde volvería a llegar tarde al trabajo.

De nada le sirvieron sus ímprobos esfuerzos por batir la plusmarca de la milla, ni tampoco sus disculpas al llegar a la oficina: Don Gustavo, inexorable, señaló el reloj nada más verle aparecer por la puerta.

—¿Sabe qué hora es?

—Si, si señor.

Iba a decir algo más, pero la aplastante verborrea de su jefe secó todas sus fuentes de inspiración con una larga perorata sobre lo poco que le gustaba que le tomasen el pelo y sobre la cantidad de escaleras que tendría que fregar su mujer para mantener a un marido inútil, holgazán e irresponsable si eso volvía a suceder una, una sola vez más.

Cándido hizo otro par de inclinaciones y cerró la puerta con algo más de fuerza que la debida.

—¡Que te den por el culo!—. Masculló indignado.

Se dirigía a su mesa cuando le interrumpieron unos terribles gritos procedentes del despacho del jefe. Escucho un instante y no le cupo duda: era Don Gustavo. Los otros dos empleados, que habían contemplado la escena anterior con una mezcla de lástima y regusto placentero, le habían adelantado, camino del despacho. Los gritos eran tan estremecedores que hasta un par de empleados del almacén habían subido a las oficinas a ver qué ocurría.

La puerta estaba cerrada por dentro, pero no aguantó más que un par de empujones. Cuando Aquilino, un fornido ex-minero reconvertido, franqueó la entrada, se encontró con Don Gustavo, de bruces sobre la mesa y con los pantalones bajados, gritando que el hijo de puta se había ido por la ventana.

El suceso no quedó nada claro, pero todo el personal de la empresa supo enseguida que era mejor no tratar de averiguar lo sucedido. Don Gustavo, apenas recuperado, cerró la puerta y mandó a todo el mundo a sus puestos, pero aquella tarde se trabajó muy poco.

La escasa labor de la jornada vespertina y el hecho de que era jueves alegraron la cara de Cándido, que hasta se permitió una copa a la salida de la oficina mientras esperaba a Helena, un anteproyecto de ligue que no estaba dispuesto a dejar escapar, así le costara la vida.

Antigua compañera suya de escuela, cómplice incluso de algunos escarceos juveniles, Helena se había perdido en el marasmo de los años hasta la muerte de Eusebio, su marido, pero nunca era tarde para recuperar viejas amistades.

Ansiosa ella de compañía y él de variedad, empezaron a verse, sólo a verse, un par de meses atrás, y a pesar de lo inocente de su relación, Cándido había tenido que soportar el olfato de podenco de su esposa, siempre atenta a un perfume desconocido.

Aquella tarde Helena estaba particularmente atractiva cuando entró en el bar y el contable se las prometió muy felices. Y más que felices se las juró luego, cuando ella le pidió que la acompañara a casa para mostrarle la colección de mariposas de su marido. 

En tales felicidades estaba cuando, ya en el portal de ella, se abrió la puerta del ascensor y apareció Antonia, que acaba de salir de casa de una amiga.

—¡Trágame, tierra!—. Musitó Cándido.

  

Y los dioses se partieron de risa durante toda una era geológica.