Cuatro plumas y un relato (3): El club de los suicidas involuntarios [+18]

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Según hemos podido saber, la persona que se precipitó desde la azotea de nuestra redacción responde a las iniciales JCB y tiene 37 años. En estos momentos está siendo operado en el Hospital Martínez de Lesma, donde fue trasladado de urgencia en estado crítico. La extraña circunstancia de que cayese al vacío con el casco puesto parece que ha bastado para salvar, de momento, su vida, aunque aún es pronto para pronosticar el desenlace de este incidente. Varios agentes de Policía se han personado ya en esta redacción para recabar más datos.

Ampliaremos la información a medida que conozcamos más datos.

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Santiago Luna lee la noticia en su móvil como quien se informa de un diagnóstico funesto. Cáncer de glande, hay que joderse. ¿Cómo es posible que el hijoputa no se matara? Hay ratas que tienen un león como ángel de la guarda: otra cosa no se explica.

El encargo parecía fácil: echar mano a un mensajero, desvalijarlo a punta de pistola y embarcar hacia donde le dijeran con lo que llevase el tipo aquel. Lo que fuese. Un pendrive o una pizza: lo que fuese. Cogía el contenido, recogía los billetes donde le ordenasen y se iba a Barajas a tomar el avión que los billetes indicaran, daba igual si a Caracas, a Moscú o a Estambul. Lo mejor de cumplir órdenes es que, cuando te levantas de la taza del water por la mañana, puedes dejar que el cerebro se quede allí cagando, tranquilamente. No lo necesitas para nada.

Fácil. Sin riesgos.

Los cojones.

A los sicarios del cine no se le ponen los semáforos en rojo mientras la moto perseguida sigue avanzando entre la fila de coches atascados. Los sicarios del cine siempre encuentran, a la primera, un sitio libre para aparcar cerca de donde tienen que hacer el trabajo. Y no aparques en doble fila porque, si te pillan, encima te corta los huevos tu jefe. Y con razón. Por mequetrefe.

A Luna le había costado no perder a su presa. De hecho, perdió a la presa, aunque consiguió localizar la moto, esquinada de cualquier modo entre dos plazas de minusválidos. Putos minusválidos. ¿Por qué mierda se le reserva plaza un cojo pero no a un ciego? Sería cojonudo que existieran plazas de aparcamiento reservadas para ciegos, se dijo Luna a sí mismo, intentando espantar el mal humor. No tardarían en crearlas.

-Plazas para ciegos y rotondas para bizcos. Cago en la hostia -masculló mientras pulsaba el botón de llamada. Había que llamar a Alfaro, aunque le apeteciese tanto como una colonoscopia.

-¿Lo tienes? -preguntó Alfaro a los tres timbrazos.

-Ha habido problemas, jefe...

-O sea que no has sido capaz de echar mano a un puto mensajero...

-Es como si me deja en medio del campo, con un BMW, y me pide atrapar a a una liebre. No es tan fácil. En primer lugar....

-¡No quiero saber por qué fallaste! - lo interrumpió Alfaro-. Quiero que aparezca lo mío.

Luna mascó un inexistente chicle antes de responder. Un chicle con sabor a alpargata, más o menos.

-Le eché mano en el portal y lo subí en el ascensor hasta la azotea. Allí hablamos un rato hasta que se cayó. Pero ha sobrevivido.

Alfaro dedicó medio minuto a dejar que su subordinado saborease su propio páncreas. Sus silencios, según decían, sonaban a panteón.

-O sea que, si lo he entendido bien, el paquete se ha perdido y el mensajero no puede hablar, de momento.

Luna carraspeó.

-Ya habló. Entregó dos paquetes en el edificio. Uno en un despacho de abogados y otro en la redacción de un periódico de tercera fila. Luego intenté quitarle algo que llevaba en la mano y se puso violento. No quería tirarlo para abajo. Fue un puto accidente.

-Dos paquetes en la misma dirección... Me dices... ¿He oído bien?

-Hasta los perros tienen un día de suerte, jefe.

-Pues no es el tuyo -aseguró Alfaro.

-Ya me hago idea. Si me dice lo que buscamos, a lo mejor puedo intentar recuperar el paquete.

-Una llave. Una pequeña. La llave de una consigna en el aeropuerto.

-Me haré con ella. No paró antes en ningún otro sitio. Puede que aún le quedasen más paquetes por repartir. Le voy a echar un vistazo a la moto -intentó congraciarse Luna, que acababa de tener la idea, acuciado por el miedo. El miedo es un lubricante insuperable para los cerebros atascados.

Alfaro chasqueó la lengua.

-Si se puso violento es que algo sabía. No era un mensajero cualquiera. Voy a ver qué puedo averiguar de él.

-Lo acaban de ingresar en el Martínez de Lesma -aportó Luna, recordando el breve del periódico.

-¡Busca la puta llave! -se despidió Alfaro.

-Sí, jefe- respondió Luna a la nada, que siempre es un interlocutor agradecido.