Kumadumán

Ésta es la historia de Bakaridjan y lo que le sucedió en tiempos de los Templos Sagrados de Massala, cuando el árbol Sanké era el dios de la palabra, cuando madre sol y padre tierra bailaban al son del tambor del tiempo marcando el latido de los seres vivos.

Bakaridjan era un joven que soñaba con tallar en madera todas y cada una de las estrellas del firmamento, por las noches subía al monte Badougou Bara y miraba las estrellas. Bakaridjan las reconocía por su nombre verdadero: Dahuj (la Grande del Norte), Kabugao, Bojaé Duni (la Brillante Sangre), Cankaossono (la Perla del Sur), sabía de memoria todos sus nombres, las reconocía y las amaba. Todas las noches soñaba que las tocaba, las acariciaba, recreaba cómo eran y hacía suyas las esbeltas formas de esos dioses inalcanzables, esos que él deseaba tallar.

En el poblado muchos se burlaban de Bakaridjan. Los ancianos del poblado miraban tanto a los que se burlaban de él como al propio Bakaridjan con esa mirada enigmática que da la sabiduría y con ese silencio que todos conocían como bangao, “el silencio del sabio”, mientras la brisa de la noche olía a madera de kolimazá y a palabras silenciosas.

Una noche, un joven de su misma edad, Ségoukoro, le pidió acompañarle a ver las estrellas. Los dos, sin mediar palabra, subieron al monte sagrado Badougou Bara y desde allí soñaron juntos. Bakaridjan le contó cómo había comenzado a tallar las estrellas en madera, del cuchillo nacían las formas de cada obra mientras iba susurrando el nombre verdadero del astro. Ségoukoro le dijo que quería contar la historia de los dioses de África, soñaba con ser griot, ser el encargado de transmitir la cultura de generación en generación; sabía que sólo unos pocos elegidos por el consejo de ancianos eran llamados griots, los únicos que podían narrar la historia de los antepasados a los más jóvenes, contarles que el agua y la luna crearon del barro y de un rayo lunar a Baumbali y a Limpukonó: la primera mujer, fuerte y sabia, y el primer guerrero, noble y valiente; y que ese mismo día crearon la muerte para que los hombres no se creyeran dioses. Sólo los griots podían recordarle al consejo de ancianos, en la noche más larga del verano, cómo el cocodrilo perdió su hermosa piel dorada, lisa y bella, por pavonearse ante todos los animales saliendo del agua al tórrido sol. Cómo la vanidad hizo que su piel se le cuarteara y quebrara hasta convertirse en lo que es ahora la piel del cocodrilo; y cómo desde entonces, avergonzado por el castigo a su soberbia y altanería, cuando alguien se le acerca, se sumerge a toda prisa, dejando fuera del agua sólo los ojos y la nariz.

Un día, Ségoukoro hizo un pobre hatillo con un cuenco de madera, un pañuelo miburu y dos sandalias de piel, se despidió de su padre y de su madre y se marchó al norte, a las tierras del dios hipopótamo, tras las colinas de Niono y más allá del río Coulibalé; quería aprender en la tierra de los griots a ser uno de ellos. Bakaridjan fue a despedirlo, le dio un abrazo de guerrero para entregarle parte de su fuerza y le regaló una estatuilla de madera, la estrella Grande del Norte. Ségoukoro le devolvió el abrazo de guerrero y le recitó las palabras de su padre: "Quizambougou estará contigo, hijo mío, no olvides a los que te han amamantado, a la tierra y a la luna".

Bakaridjan siguió haciendo hermosas estatuillas de madera, las más bellas eran las que creaba cuando nadie le veía: estrellas del firmamento. Las tallaba con madera de gobeh y un sencillo cuchillo le bastaba para reproducir las formas que veía en el cielo. Pasó el tiempo, y el joven Bakaridjan creció, cada vez se acercaba más a las propias estrellas, cada muesca en la madera era más perfecta, hecha con más precisión, con el amor que sólo un maestro tallista puede sentir por la obra bien hecha. Ya conocía por su verdadero nombre a todas las estrellas que su vista alcanzaba, las del frío invierno y las del cálido verano, las del sur y las del norte, las de más allá del río Coulibalé, las del alba y las del atardecer.

Un día, un pastor que llevaba vacas desde el norte hasta el sur del río Bamtata, le contó que Ségoukoro seguía aprendiendo a ser un buen griot. El pastor le dijo que donde él vivía ahora era tierra de hombres sabios que comprarían todas sus estatuillas sin dudar un instante, ya que no existía nadie que conociera las estrellas por sus nombres verdaderos como Bakaridjan. El joven tallista eligió la más hermosa de las estrellas de madera -Akwaba, el corazón de África-, la  envolvió en tela y se la dio a un comerciante que iba todos los inviernos más allá de las colinas de Niono a vender cuencos de barro, para que se la entregara a su amigo Ségoukoro. La estatuilla de Akwaba gustó tanto que le pidieron más, nunca habían visto una estrella de madera tallada por alguien que supiera su nombre verdadero.

Bakaridjan se sentía feliz sabiendo que sus noches mirando estrellas, aprendiendo sus nombres, habían dado dulces frutos como el amibara en verano. La primavera siguiente recibió palabras de su amigo más allá del río Coulibalé, le decía que aún no era griot pero sí kumasigi -que en lengua bambara significa “el que hace sonar la palabra”-, y que mirando las estrellas había soñado con una nueva, una que no existía en el firmamento sino en su corazón, Bakaridjan también creía haberla soñado, en un momento fugaz, en un instante perdido entre la noche y el alba. Ségoukoro le contó la estrella haciendo sonar la palabra desde más allá de las colinas de Niono y del río Coulibalé, al instante Bakaridjan sabía su nombre verdadero y se puso a trabajar esa misma tarde, cortó la madera que tallaría de un árbol anciano de noebe, afiló su cuchillo en brasas de miambo, y a la mañana siguiente comenzó a trabajar la talla, despacio, respetando la madera con el cariño que sólo un gran tallador siente, modelando con cada corte, con cada hendidura y con cada muesca. Tres días más tarde ya tenía una nueva figura de madera con una estrella que nadie había visto jamás, una que decía la leyenda en idioma bambara que uniría a los pueblos de más allá del océano verde, de más allá de la roca rugiente, de mucho más allá del desierto perlado, uniéndolos para siempre con esa nueva estrella de madera, de la que sólo Bakaridjan sabía su nombre verdadero: “Kumadumán”, la Buena Palabra.