La leyenda equivocada (I)

Hay quien piensa que en tiempo de guerra y de tormento se suspenden las vidas de los hombres, hasta que de nuevo impera al fin la paz y es posible regresar a las pequeñas alegrías y las navegables cuitas cotidianas.

Hay quien cree que las batallas y las grandes hecatombes congelan los años y los alientos a la vez que hacen correr la sangre, y que los tiempos de tumulto y desolación pertenecen a otra cuenta diferente de los días y los siglos, ajena al cómputo somnoliento que rige el transcurrir de las existencias comunes.

Pero están equivocados: nada interrumpe el curso de la vida. Durante el mayor seísmo o la mayor erupción, cuando la tierra eclosiona en grietas y llamaradas, prosigue la primavera, y el arbusto que está en flor se resiste a marchitarse por mucho que la muerte haya devorado ya a todos sus vecinos. 

Lo mismo sucede con los hombres y sus anhelos.

Porque el amor no descansa, como no descansa el odio, y hasta en los años sombríos de terror y destrucción, en los más escondidos rincones de la Tierra, donde la historia y la leyenda se confunden en un aquelarre de sangre, florecen apasionados testimonios de que siempre hay un espacio y un momento para olvidar los pesares y mirar con esperanza los años venideros.

La guerra es entonces un instante entre paréntesis, y cada cual, espada en mano, mientras aguarda el momento de cargar contra el enemigo, piensa en su dama o en sus tierras, en la ofensa del vecino o la herencia del padre anciano, porque morir en la batalla sólo mueren los demás, y en pocas horas todo habrá terminado y cada cual regresará a su casa, al entorno que cada uno haya sido capaz de procurarse.

Porque no hay guerra que valga la pena si no es por defender un hogar, aunque sea una cueva, o un modo de hacer las cosas. Sólo se lucha por lo que se ama, y nadie ama lo que le es ajeno.

« Cada paso que retrocedáis, la muerte se acercará a vuestras casas». Eso les dijo el conde, y señores y villanos, caballeros y escuderos, supieron que era verdad, que no había más remedio que resistir día a día, o pasar a la ofensiva para morir de una vez y quitarse de tanto trasiego como estaban padeciendo.

Pero incluso en los peores momentos, acosado por el hambre y la fatiga, con las manos desolladas de manejar el arriaz, con los hombros en carne viva de sujetar el escudo, cualquier soldado lleva impreso en su cerebro o en sus tripas que hay que volver.

Siempre hay que volver para seguir viviendo, incluso cuando se va a la guerra tras la bandera de un hombre como Vlad el Empalador, hijo de Vlad Dracul, El Demonio. Hay que pensar en el amor y en las cosechas incluso después de haber empalado a cien hombres y cortado las cabezas de otros tantos para dejarlas como mojones sobre el camino. Hay que olvidar para volver.

Y para poder olvidar no hay que ofrecer resquicio a la duda: hay que estar siempre seguro, convencido hasta la médula de que cuando faltan los diez mil soldados precisos para plantar batalla, sólo queda el terror como aliado. 

Y es difícil convencerse de tal cosa porque repugna a la conciencia. Pero los que quedaron en sus casas no esperan deber sus vidas y sus haciendas al peso de tu conciencia, sino al peso tu espada. Y te imaginas el día en que tu esposa o tus hijos sean los degollados, como tantos otros que has visto, y te imaginas ante sus cuerpos exangües tratando de explicar que tal cosa sucedió por temor a ser tachado de salvaje. Y te rebelas. Y comprendes que sólo importa volver y tener un hogar al que volver. Y comprendes que si no es posible alejar a los turcos por las armas se los ha de alejar por el espanto.

Un espanto inolvidable. Un horror tan desmedido que hasta los nervios se aflojen y la historia se estremezca. Eso es lo que está a punto de desatarse. Suenan como tambores los cascos de los caballos: va a comenzar la hecatombe.

A la misma hora, al mismo tiempo que Miguel Ángel nace en Caprese y le es concedido a Da Vinci el título de maestro, cuando Boticelli firma satisfecho su retrato de Giuliano de Medici. En esa inolvidable y precisa hora, Vlad Tepes el Empalador desenvaina su espada y ordena cargar contra el enemigo. 

Dirán de él que es un bárbaro en tiempo de luces, pero él es quien guarda la puerta para que la fiesta pueda continuar en los jardines. Él es quien se enfrenta al turco, batiéndolo por tierra antes de que los españoles lo detengan también por mar en Lepanto. Vlad Tepes no sabe a quién defiende. Ni lo sabe ni le importa: le basta con seguir llamando suya a su tierra. 

Y con perfecta ignorancia de lo que en su campaña se juega el mundo, asegura el broche de su capa, se cala el yelmo y con un horrendo grito se lanza al ataque. Le siguen los suyos, sedientos de sangre, o borrachos de miedo. No importa: le siguen.

El estruendo de los caballos se impone a todos los demás sonidos, y pronto entrechocan las primeras armas. Las mazas silban en el aire, gritan los hombres, arrojando gritos de dolor o maldiciones, y resuenan los escudos al parar cada mandoble. Los turcos tratan de imponer su mayor número, pero ya no hay fe en los ojos de sus soldados, ni sienten en sus corazones la ardiente y santa furia del combate contra los infieles. Porque no se enfrentan en esos campos helados la cruz y la media luna: lucha el mundo contra el infierno, la codicia contra el terror. 

Los turcos se ven perdidos. Son siete contra uno y se ven perdidos. Iban a la Guerra Santa a luchar contra las huestes de Satanás, pero se encontraron con Satanás en persona. Siempre fue así: la sombra negra detiene a la bestia hambrienta; lo que emerge del cementerio intimida a lo que sale del antro; lo feroz se asusta de lo siniestro. 

Ya no hay esperanza de victoria para los turcos, y pronto emprenderán la retirada mientras los heridos, los que no pueden huir, tratan de darse muerte a sí mismos para no ser hechos prisioneros. Esta es la hora que anunció el profeta en que los vivos envidiarían a los muertos. Esta es la hora.

Los capitanes de Vlad Tepes ordenan perseguir a los fugitivos, sin descanso, sin miedo a que puedan reagruparse y tender una emboscada. Saben que el enemigo ha perdido cualquier vestigio de coraje, cualquier voluntad de resistencia. Los que pueden, huyen hacia sus propias líneas; los que no, tratan de escapar hacia los bosques, o hacia los montes, a la espera del momento en que puedan abandonar sus escondrijos. 

Los hombres del conde Tepes no dan tregua en su cacería, celebrando su victoria, celebrando sobre todo que tampoco este año los musulmanes cercarán sus castillos, ni quemarán sus cosechas, ni le exigirán tributo alguno. Se acordarán de la sangre hirviendo, en vez de aceite, que les fue arrojada desde las almenas, y creerán más conveniente probar su fuerza en otro lado. 

Se arrancarán las barbas, rasgarán sus vestiduras recordando a los amigos, a los parientes empalados en los caminos, dejados a la merced de los cuervos y las fieras. Verán en sueños las manos cercenadas colgando de los árboles, pero aunque les arda el corazón de odio y deseo de revancha, no tendrán valor para volver, y la tierra de Valaquia será libre mientras siga bajo la protección de este fiero Lucifer de las montañas.

Tres días duró la persecución después de la batalla, hasta que al amanecer del cuarto llegó la nieve a poner punto final, por unos meses, a aquella orgía de espanto. 

Nieve cerrada, en tupidas cortinas, que en pocas horas cubría los caminos y las copas de los árboles. Nieve que absorbía las palabras de las bocas antes de que fueran pronunciadas, que allanaba las huellas de las pisadas y hasta el relieve del horizonte con su mortaja de frío.

Por fin la nieve de la paz.

—Volvemos a casa —anunció escuetamente el conde.