Yo te creo, hija de puta

   Ni siquiera fue a cien kilómetros de Madrid. Yo creo que el pueblo está a algo menos, aunque me pase como a Cervantes y prefiera no recordar su nombre.

   Ni siquiera fue en tiempos de Franco. Fue en el año de Tejero, año tricornudo y melindroso que hizo Presidente al que menos lo esperaba, porque los demás esperaban aún menos verse a sí mismos cagados patas abajo.

   En medio de un secarral había una carretera, y en una curva de la carretera había un mesón que bien valía su nombre: una mesa de grandes proporciones con cuatro bancos corridos, servida por una perola que ablandaba en la cocina las vacas bisabuelas que cocinaba mi madre.

   Tenía yo entonces nueve años, pocas ganas de estudiar y menos aún de hacer los deberes. Las notas no habían sido buenas, el maestro era malo y borrachín, la escuela fría ty las noticias aún peores: mi padre no se había despeñado; sólo se había ido con otra.

   No sé que fue lo que hice. Derramar algo de vino, quizás, cuando fui a servir a un camionero. O dejar caer una taza. Recuerdo eso sí, la hostia que me llevé. Con la mano abierta. Y recuerdo el oído zumbante. Y recuerdo la segunda hostia, y a mi madre llamándome inútil, y piojoso, y maricón, y lamentándose de no haberme reventado contra el suelo el día que nací.

   No era la primera vez, y un par de parroquianos se removieron incómodos en sus taburetes.

   -No son maneras, mujer terció el camionero.

   -Tú come y calla. O marcha de aquí ahora mismo -respondió mi madre.

   -No son maneras, joder -insistió él.

   -Los palos que me dio su padre se los va a llevar él uno por uno, ¿o qué te crees? A este le arranco el pellejo, antes de que salga como el otro cabrón.

   El camionero se levantó y le rompió a mi madre la nariz de un puñetazo. Ella chilló, y el segundo golpe le saltó un diente. Se quedó en el suelo, sollozando.

   -¿Algo que decir? -preguntó el camionero a los otros parroquianos, que habían hecho ademán de acercarse.

   -Tengamos la fiesta en paz -dijo Segismundo, el vaquero.

   -Pues que haya paz. Y tú levanta de ahí, y ponme copa y faria.

   Y mi madre se levantó, le puso la copa y le trajo una faria.

   Recuerdo que me guiñó, detrás del humo.

   Y después de pagar, prometió volver. Y dejó veinte duros de propina.

   Y volvió.

   Y me dejaba veinte duros cada vez que venía. Hasta que un día que se quedó a dormir. Y allí vivió hasta el año 2016. Con mi madre. Que no volvió a levantarme la mano.

   La enterramos en febrero.

   No le guardo rencor.

   Te lo hicieron pasar mal.

   Yo te creo, hija de puta.