¿Democracia? Una máquina para aplastar las luchas sociales

Si hay un concepto al que todo el mundo se refiere, sea cual sea el lugar o el nivel de organización al que se dirija, es la democracia. Es imposible crear una asociación de vecinos, un sindicato, un club de petanca o de tiro con arco sin utilizar en algún momento la expresión para definir el proceso de toma de decisiones. Es imposible concebir la organización de la vida comunitaria sin que la palabra se utilice como garantía de justicia social. Es imposible que un Estado se integre en el "concierto de las naciones" sin esta etiqueta de calidad del respeto a las libertades individuales, que es la referencia a la democracia. La "democracia" es el concepto político en el que se basa toda la organización social de los llamados países occidentales, que hoy quisieran imponer al resto del mundo en nombre de una supuesta universalidad civilizadora.

No obstante, debemos cuestionar el contenido de la función de este modelo político, ya que es evidente que su práctica aquí deja que desear, por no decir otra cosa, y la mayoría de las veces parece ser el menos malo de los sistemas. ¿Podemos estar satisfechos con esto y afirmar que es un esquema universal? Hay serias dudas. El principio democrático se basa en la idea de que cada individuo puede y debe poder dar su opinión sobre la sociedad en la que está inserto. De hecho, esta idea no es específica del sistema democrático, sino que está presente en todos los continentes, porque de una manera u otra las necesidades y opiniones de cada individuo deben ser tenidas en cuenta en la regulación de las relaciones sociales, o de lo contrario la sociedad en cuestión explotará o implosionará.

El problema no es, pues, afirmar un principio, sino saber cómo las estructuras organizativas y de decisión que se derivan de él traducen las opiniones y necesidades expresadas por cada uno de los socios. En el modelo democrático, todo el mundo puede expresarse, eso es un hecho, pero este modelo afirma simultáneamente que se necesitan responsables de la toma de decisiones para poner orden en la cacofonía de opiniones expresadas, y este poder de decisión (reservado a personal con una fuerte tendencia a la autorreproducción) está legitimado por el voto del electorado. Esto es sencillo y limpio en sí mismo, si olvidamos que la elección de los votantes estará condicionada por muchos factores que desdibujan las cartas y lo que está en juego. En particular, el lugar y la función de cada uno en la estructura socioeconómica. ¿Tenemos realmente libertad de elección cuando nuestra supervivencia diaria depende de una red de relaciones económicas que no controlamos? ¿Tenemos realmente libertad de elección cuando toda nuestra educación social rompe la iniciativa individual y la capacidad crítica? Al final, la democracia es una máquina que aplasta y machaca las aspiraciones sociales para que, ante la inutilidad de nuestros esfuerzos individuales y colectivos por mejorar las cosas, abandonemos nuestras vidas en manos de las clases dirigentes.

Fueron las revoluciones francesas de 1789 y 1793 las que introdujeron la noción de igualdad política sin afectar a las relaciones económicas entre individuos y entre grupos sociales. Desde entonces, a través de reivindicaciones y discursos electorales, el derecho al voto se ha extendido a todas las capas de la población, presentándolo cada vez como un avance social decisivo. Incluso se habla en estos momentos de ampliar el derecho al voto hasta los 16 años (para los inmigrantes, ya veremos más adelante, ya que esta categoría está por definición fuera de la nación). Esta es la mejor manera que la burguesía ha encontrado para restringir, contener y limitar la noción de igualdad únicamente al campo político, sin que se plantee nunca la ampliación de esta igualdad al campo económico y social. La democracia ha sido y es la mejor garantía ideológica para la perpetuación de la sociedad de clases, por lo que no es de extrañar que nuestra sociedad capitalista promueva la idea de la democracia.

La impone internacionalmente exigiendo elecciones democráticas controladas en Sudáfrica, Argelia o Rusia, por ejemplo. Lo planea aquí, con proyectos de desconcentración de poderes llamados pomposamente "regionalización" o "profundización de la vida municipal", con referendos locales al final. Al mismo tiempo, intenta reintroducir viejas nociones, como el reparto, la equidad y la subsidiariedad. Tantas palabras huecas, destinadas a dar un sentido moral a las desigualdades. En estos temas, nuestros demócratas aún pueden encontrar algo que moler, pero como al mismo tiempo todas estas reestructuraciones provocan trastornos sociales que destruyen redes y tradiciones, no es seguro que encontremos algo que nos guste de ellas.

La democratización de la sociedad de clases tiene sus límites, y el número de los que ya no se dejan engañar por ella aumenta de forma espectacular. La democracia -es decir, el concepto de igualdad política- ha dado todo lo que tenía que dar. Ya no tiene nada que decirnos ni darnos esperanza.

Por otro lado, queda por conquistar la extensión de la noción de igualdad a los ámbitos económico y social. La idea de la igualdad económica sólo puede ser más importante e interesante para toda la masa de personas que sufren a diario los efectos de un sistema agotado y que aspiran a una mayor justicia en sus relaciones sociales. Para ello, tendremos que cuestionar radicalmente la democracia y sustituirla por otros conceptos de regulación social. Llamaremos a este devenir "comunismo libertario o anarquía". Queda por darle contenido.

BERNARD (gr. Dejacque - Lyon) 

Traducido por Jorge Joya

Original: 1libertaire.free.fr/RBerthier05.html