Tres mitos sobre el ejército romano

La primera imagen que acude a la mente de la mayor parte de personas cuando mencionamos al ejército romano es un ejército de señores impasibles, formando en muro de escudos, uniformemente uniformados (valga la redundancia) y aguantando impasibles la carga de vociferantes bárbaros. Sin embargo, la realidad tiene la desagradable costumbre de metérsela hasta el fondo al mito sin darle un besito antes ni nada. Algunos de estos mitos son más o menos conocidos dependiendo del interés de cada cual en el tema, pero seguro que el aficionado ocasional lo encontrará interesante.

Si algo bueno encuentro en esta nueva utilidad de los artículos es que favorece la interlocución directa con el autor; así que si encontráis algo con lo que discrepéis o tenéis alguna crítica, no os cortéis en ponerme a parir.

De la misma forma, como pretende ser un artículo divulgativo, pasaremos por alto que las legiones romanas existieron durante siglos y sufrieron profundos cambios. Por ello, y siempre que no se afirme lo contrario, estaremos hablando del ejército de finales de la República y altoimperial, ya organizado en cohortes -dejando a un lado los manípulos- y profesionalizado.

1-     Los romanos aguantaban firmemente las cargas en testudo.

Esta cuestión plantea un doble mito. En primer lugar, todos conocemos la forma testudo, tal vez la formación más peculiar y de mayor impacto visual de las tácticas romanas. Sin embargo, dicha formación sólo desplegaba su eficacia en asedios. Cuerpo a cuerpo era extremadamente vulnerable: poco flexible, sin espacio para maniobrar, sería una perita en dulce para el general o caudillo contrario.

Las ocasiones en las que se utilizaba en campo abierto su eficacia estribaba en la defensa de proyectiles; es decir, se trataba de una formación defensiva contra ataques a distancia. Y aun así, en algunas ocasiones (batalla de Carrhae) ni siquiera se mostraba suficiente. En dicha batalla, los partos se valieron de su polifacética caballería para acribillarlos cuando abandonaban el testudo; una vez lo formaban, los catafractos los arrasaban aprovechando la escasa capacidad cuerpo a cuerpo.

La segunda parte del mito se refiere a la asimilación estática de las cargas del enemigo. La batalla inicial de Gladiator nos da la imagen más icónica: sin formar en testudo, los legionarios forman una línea y esperan con los pies asentados el impacto de los bárbaros.

Lo cierto es que la tradición militar romana se basaba en la agresividad y la contraposición entre virtus y disciplina. Por lo habitual, ningún general renunciaría al impacto y la energía cinética que un legionario armado, aun al trote, podía infligir al enemigo, con su consiguiente ventaja.

Es, sin embargo, extremadamente difícil y requiere de soldadesca muy bien instruida y experimentada cargar manteniendo la línea. Si ya andar formando un frente sólido no era sencillo, a mayores velocidades mayores riesgos. Por ello en ocasiones, cuando la tropa carecía de suficiente experiencia, el legado o cónsul al mando prefería una recepción estática (si el terreno acompañaba) y sacrificar la pérdida de energía con la garantía de una línea frontal firme. Sin embargo, el modus operandi general, con conocimiento del terreno, era el de legionarios esperando en silencio -algo similar a lo que hacían los espartanos, cuya ausencia de gritos asustaba al enemigo-, proferir un barritus próximos a la línea enemiga y cargar -a poca distancia- empleando el impulso para arrojar los pila. El propio César, en su De Bello Civili, atribuye en parte la derrota de Pompeyo en Farsalia a que sus soldados se mantuvieron quietos y a la defensiva mientras las legiones cesarianas cargaban contra el enemigo.

2-   Los pila se doblaban al impactar

Uno de los mitos más extendidos y persistentes, sin duda, y muestra de lo que un par de malinterpretaciones pueden causar en el conocimiento histórico. Básicamente el mito es que el pilum estaba deliberadamente diseñados para doblarse al impactar inutilizando el escudo del enemigo. Para una información más detallada, puede leerse el monográfico publicado por Fernando Quesada Sanz en la revista Desperta, ferro!, donde, tras examinar no sólo las fuentes sino recrear las situaciones de combate, concluye que no hay veracidad en esa afirmación.

Son numerosas las fuentes que nos indican que, en caso de combate contra caballería, los legionarios romanos aguantaban las cargas con el pilum a modo de lanza o incluso lo emplean como arma de circunstancias en el cuerpo a cuerpo. No tendría sentido hacerlos deliberadamente fáciles de doblar y limitarlos únicamente al lanzamiento. La única fuente que menciona que el pilum se doblaba al impactar (César) en ningún momento hace pensar que fuese algo deliberado sino que, más bien, chocaban contra los escudos con tanta fuerza que los galos, al intentar quitarlos, terminaban por doblarlos. Lo cual es algo mucho más lógico: el mero hecho de arrancar semejante punzón de un escudo laminado es lo suficientemente complicado sin tener que modificar el arma para que se doblase y, además, perder el potencial cuerpo a cuerpo que tenía rechazando, en algunas ocasiones, a caballería enemiga.

3- La disciplina romana

Es éste un tema espinoso, dado que, incluso contemporáneamente, los romanos tenían idealizada su propia disciplina. Sin embargo, nuestra idea de un ejército diligente y férreo en el cumplimiento estricto de sus órdenes, nuestra visión “prusiana”, en suma, es radicalmente falsa. Sí que es cierto que los castigos por desobediencia o cobardía eran brutales, pero eso no quiere decir que la disciplina fuese siempre respetada y menos de buena gana.

Como anécdota, Flavio Josefo escribió de los romanos en su Guerra de los Judíos:

“No se desbaratan menospreciando el orden que deben guardar; no los espanta el miedo, ni los consume el cansancio, por lo cual siempre les sigue la victoria, y siempre vencen a los que no hallan tan ejercitados ni tan diestros como ellos”

Sin embargo, poco después, Josefo narra la huida de una unidad romana.

Esto es un ejemplo perfecto de cómo la disciplina propia del ejército estaba mitificada ya en su propio tiempo. Las loas de Josefo o de Vegecio hacia la disciplina romana han pervivido mitificándola, a pesar de que el primero escribía para congraciarse con Vespasiano y el segundo con la irreal mitificación del pasado, tan propia de la mentalidad romana, para la cual cualquier tiempo pasado fue mejor.

Sin embargo a lo largo de toda la historia militar romana, sobre todo en épocas de la República, asistimos a episodios como que un general tenga que intentar convencer no ya a sus oficiales, sino a sus soldados rasos, de que su estrategia es la adecuada. No pudiendo convencerlos, tiene que terminar aceptando su criterio, como le ocurrió a Emilio Paulo en su campaña macedónica, a Escipión el Africano, a César o al propio Tito en las campañas judías que narra Josefo. De hecho César, cuando tomaba un asentamiento –ya fueren ciudades u oppidium- asentaba a sus tropas en el exterior y les prohibía entrar a menos que quisiese masacrar, violar y capturar la población.

Como a estos y a otros tantos otros generales que siguieron la tradición helénica de la táctica y la estratagema, sufrieron la agresividad del soldado romano y latino. En efecto, para la mentalidad romana, el único trabajo del general era entrenar a sus legiones y llevarlas al enemigo. El uso de estratagemas, ardides y planificación podía ser considerado, incluso, una cobardía. Los repetidos episodios de desobediencias son demasiado largos como para condensarlos en un único documento. Lo cierto es que el general romano tenía que mantener un delicado equilibrio entre disciplina y virtus, palabra intraducible que podríamos definir como la virtud militar, la hombría, o la agresividad.

En resumen, y aunque la disciplina romana fuese superior a la de sus coetáneos, era una disciplina muy particular que desde luego no coincide con la mostrada en la mayor parte de novelas y películas, donde se sigue un régimen castrense yanqui en el que se puede ver a algún legionario respondiendo “Señor, sí, señor” a su centurión. La disciplina romana -incluso deificada- era una virtud competitiva y agresiva.