El abuelo que jugaba al Counter Strike

Ernesto mira fríamente la pantalla y aguarda la menor debilidad de su adversario para lanzarse sobre él. Economiza las municiones y sabe encontrar rápidamente el mejor escondite para protegerse de un ataque por sorpresa. Ernesto es un tipo peligroso en los juegos de ordenador.

Su nieto creía que se aburriría jugando con él, pero ya hace tiempo que lo toma en serio, e incluso lo teme como adversario. Sus amigos se sorprenden cuando les dice que su abuelo juega al Day of Defeat y al Counter Strike, y más aún cuando les asegura que es una verdadero hacha. Los abuelos de los demás no son así.

A Ernesto no le dan miedo las novedades, y menos si lo ayudan a tener de qué hablar con Jairo: cualquier cosa es buena para pasar unas horas con el nieto. Además, no es tan difícil manejar el mando de una consola, sobre todo si se ha pasado media vida tocando el piano. 

Su vieja idea de seguir tocando cuando se jubilara se difuminó por sí misma a medida que fueron desapareciendo los cafés de variedades y los pequeños teatros en que amenizaba en ocasiones los entreactos. Ahora sólo algunos hoteles tienen piano: los demás, música en lata.

Al principio se sintió inútil, pero desde que ha visto cómo están las cosas en otras familias ya no le importa: le basta con cuidar de su nieto mientras los padres trabajan. Bastante tarea es esa, y bastante provechosa. Un sueldo vale, y eso les cuesta a muchos que no tienen un viejo en casa. 

A Ernesto le hubiera gustado enseñar a su nieto a jugar al trompo, pero como lo que se lleva ahora es el videojuego, pues dale que te pego al videojuego. No hay problema. Si no se sabe, se aprende. Y es divertido: para qué decir lo contrario.

Ernesto se fija en la pantalla y espera. Es cuestión de sangre fría y de no ser el primero en delatarse. Ataques por sorpresa, sí, pero cuando el enemigo no tenga donde guarecerse. Lo ideal es una mezcla entre la agilidad y el desgaste: acabar con la paciencia del otro hasta que su irritación lo conduzca a una trampa. Exasperar al contrario sin darle ocasión de que se desquite a no ser asumiendo un riesgo excesivo. Esa es la clave.

Los dos jugadores se acechan con intenciones criminales en los laberintos del escenario virtual. Llevan más o menos las mismas armas, y pronto se encontrarán, después de aniquilar regimientos enteros de enemigos, legiones de monstruos y enjambres de engendros mutantes.

Son las dos y media de la mañana y los padres de Jairo hace rato que deben de estar dormidos. Aún así, Ernesto aguza el oído en busca de algún ruido sospechoso. De hecho, su instinto no le ha engañado: suenan pasos en el pasillo, pero son zancadas largas, pesadas. Es el yerno. No hay problema.

Está usando el ordenador de su despacho sin permiso, pero aunque lo encontrase allí no diría nada. Es un tipo que nunca dice nada, que todo le parece normal, que se ríe cuando el chaval llega tarde, que sólo grita en el fútbol y sólo piensa cuando trabaja.

El yerno pasa de largo. Bebe un vaso de agua en la cocina y vuelve a su cuarto.

Si hubiera sido Julia seguro que habría entrado a ver lo que hacía. Seguro que le habría apagado al ordenador y le habría echado una buena bronca, por incitar al chico a jugar a aquellas cosas tan violentas, con sangre y vísceras por todas partes. Julia sabe de sobra que no hay necesidad de incitar al chico para que juegue a eso, porque es a lo que juegan todos sus amigos, pero es igual: es inútil entrar en esas explicaciones con Julia. El chico no tiene que entretenerse con juegos violentos porque si ve esa clase de cosas se traumatiza y nadie sabe lo que puede hacer luego. 

Y si se le da una torta por una mala contestación se traumatiza y siente que sus padres no lo quieren, y vete a saber qué consecuencias tiene eso en su futura familia.

Y si se le castiga sin salir por haber sacado malas notas se traumatiza, y pierde su vida social, y se convierte en una especie de marciano en su grupo de amigos, lo que puede llevarlo a convertirse en un muchacho marginal y a caer en las drogas. Como poco. 

Y si se le obliga a estudiar delimitándole claramente un horario, se consigue que odie la cultura, se impide su desarrollo personal y a lo mejor, vete a saber, también se traumatiza y se convierte en un feroz neonazi deseoso de quemar libros en alguna plaza.

Traumas, traumas y más traumas. A saber quién le metería a Julia semejante palabra en la cabeza.

Cuando oye la palabra trauma, Ernesto se sonríe. Que le vayan a él con esas, que vio como fusilaban a su padre y se pasó la infancia entre hambre y bombardeos, que de los dieciséis a los veinticinco estuvo tirando de pala por el día y estudiando piano por las noches, que se ganó el pan de la familia tocando en toda clase de tugurios, a veces entre putas y borrachos, esperando a que en cualquier momento entrase la Guardia Civil y los moliese a palos, porque los guardias de entonces no distinguían entre putas, borrachos y pianistas.

Que le contasen a él milongas de traumas.

¡Bah! 

Media Europa creció bajo las bombas, entre la injusticia, las privaciones y las muertes prematuras. Media Europa vio destruida su casa y durmió a la intemperie. Y aquellos niños, ¡qué coño!, ¡parecía que no se traumatizaban! En vez de acudir al psicólogo reconstruyeron Francia, Inglaterra, Alemania, Bélgica, Holanda.... y se hicieron científicos, banqueros, escritores, obreros, artesanos, ¡y padres de otros niños que nacían con todo hecho y el pellejo demasiado fino!

—¡Hay que joderse! —murmura Ernesto entre encías, porque los dientes los tiene en un vaso, sobre la mesilla de noche.

Se acerca el momento crítico y tiene que dejarse de historias y poner toda su atención. Escudriña la pantalla en busca de su adversario pero no encuentra ni rastro. Debe de haberse escondido en los subterráneos para tratar de sorprenderle, como otras veces, saliendo por alguna trampilla oculta o por alguna boca de alcantarilla. Tiene que estar por ahí, pero no lo ve. Jairo acaba de escribir en la línea de mansajes que va a por él.

«Te estoy esperando», responde Ernesto con calma, atento al anunciado ataque. Avanza entre las rocas mirando hacia abajo y se detiene junto a un puente. De pronto el personaje manejado por Jairo emerge de entre los peñascos del otro lado y abre fuego con el lanzagranadas. Ernesto esperaba algo así y logra esconderse a tiempo. Ha recibido bastante daño pero Jairo debe ir ya flojo de munición; sólo es cuestión de esperar a que gaste alocadamente lo que le queda y machacarlo después. Concienzudamente.

«Reza lo que sepas» escribe el abuelo en la línea de mensajes, justo antes de proceder a la devastación final.

A pesar de los mejores reflejos del nieto, casi siempre gana Ernesto: pertenece a una generación poco acostumbrada a que la única consecuencia de un error sea tener que echar una nueva moneda a la máquina o picar una vez más sobre el botón de “iniciar juego”.

Ernesto cuando ve llover los tiros se los cree.

Por eso gana.