Casi todos seremos resucitados

Cuando mi madre murió maldije mi inteligencia que me impedía creer en ninguno de esos relatos religiosos que me hubieran podido dar la esperanza de volver a verla, así que decidí crear el mio. Un relato escrito desde una mente atea y científica que me diera una posibilidad de poder volver a verla, de poder volver abrazarla. Cuando me puse a ello me di cuenta de que esa posibilidad no era tan pequeña y que probablemente todos seremos resucitados… o casi todos.

Cuando María llegó al mundo yo tenía cincuenta y tres años. En su momento tuve remordimientos: tener una hija siendo tan mayor, con una esperanza de vida de apenas ochenta años… No sé, me parecía que la estaba condenando a perder a su padre demasiado joven, pero cuando cumplió los cuarenta yo todavía estaba ahí. Tenía noventa y tres años y en la fiesta estaban también mis tres nietos, Jorge con catorce, Andrea con doce y David con diez. Hoy a los pies de mi cama están todos, incluyendo Lidia, la hija de David, una mujercita preciosa de dieciséis años. Raúl, el hijo de Jorge, no ha podido estar aquí, pero aunque hubiera llegado a tiempo tampoco sería una familia muy grande para alguien que ha vivido ciento veinticuatro años.

Sé que afuera una multitud espera mi muerte con lágrimas en los ojos. La verdad es que me hace ilusión. Después de veinte años sin escribir un solo libro pensé que se habrían olvidado de mí. Aunque de cierta manera es lógico, no deja de ser extraño que alguien famoso se convierta en el hombre más viejo del que se tiene constancia. Pero bueno, al final por mucho que intentes alargarlo, la muerte siempre gana.

En mi cara se dibuja una mueca de dolor y, como si de una señal se tratara, la enfermera que observa todo desde la puerta se pone en marcha. Se acerca a mí con una bandeja. En ella solo hay una jeringuilla. María empieza un gesto para detenerla, pero con una esforzada sonrisa la detengo. Lidia da un paso apartando a su padre y se sienta a un costado de la cama para agarrar mi mano entre sollozos. Andrea, su madre, se mete el puño en la boca y sale de la habitación apresuradamente.

Sonrío en mi mente, ya no tengo fuerzas para hacerlo con mi rostro. Ella siempre fue vulnerable a las emociones demasiado fuertes. Los chicos aguantan el tipo, pero sus ojos húmedos y sus puños apretados los delatan. La enfermera inyecta algo en el vial con los ojos llorosos. Es una chica muy cariñosa y con un sentido del humor muy particular. Lo sé porque lleva tres meses cuidándome en el turno de la mañana y nos hemos cogido cariño. Me ha dicho que los otros están en el pasillo y sí, hace un rato me ha parecido ver al grandullón de Jasón asomándose por el marco de la puerta.

El líquido ya debe estar entrando en mi torrente sanguíneo. Debo elegir con cuidado mis últimos pensamientos porque ya no habrá más. Sin duda se los dedico a todos los que he amado. Recuerdo a mi abuela llorando preocupada cuando, con catorce años, llegaba a las tantas a casa. Recuerdo a mi madre exultante de felicidad mientras me sostenía en brazos cuando era pequeño. Por mi edad, seguro que es un recuerdo extraído de alguna fotografía más que de la vida real, pero me da igual, para mí es absolutamente verdadero. Mis amigos, mis amores, cada uno con su momento, cada uno con esa arcada de llanto que logras dominar... van pasando uno a uno por mis últimos instantes. Todos están muertos. Es lo que tiene ser el hombre más viejo del mundo.

Ya no puedo mantener mis párpados levantados. Es una sensación agradable de somnolencia. Mi conciencia se diluye y se funde poco a poco en la nada. Esa nada de la que surgió hace ciento veinticuatro años... cierro los ojos, esta vez para siempre. Apagada la vista, un coro de llantos que se atenúa lentamente me despide. Hasta el silencio absoluto. Hasta la oscuridad absoluta. Hasta el vacío de sentidos. No hay tacto. No hay peso, ni sabor ni aire circulando por mis bronquios... pero yo sigo aquí. Solo he tenido la sensación de desvanecerme por un microsegundo. Pero sigo aquí, estoy seguro.

Y, como si llevara mucho tiempo bajo el agua, siento ansia por respirar. Siento mi boca abrirse y el aire entrar por mis pulmones con una fuerza arrolladora. Siento mi pecho hincharse como hacía años no lo sentía. Siento que puedo abrir los ojos, pero no me atrevo. Antes examino todo mi cuerpo. Sé en qué posición están mis brazos y piernas. Sé dónde está arriba y abajo. Noto que estoy recostado y que el colchón donde estoy tumbado es más duro que antes, y que ninguna sábana... ni ropa cubre mi cuerpo. Finalmente me atrevo a abrir los ojos.

Aunque no es exactamente igual, reconozco la bahía que me ha visto crecer. Estoy en Masnou, en un espacio que da a la playa. Debe estar atardeciendo, y el mar está tranquilo. Miro mi mano, un manojo de huesos enfundados en una piel de papiro viejo, arrugado y lleno de manchas que cuelga de un bracito con apenas algo de carne.

—Hola —dice alguien a mi izquierda—. ¿Eres Vicens Jordana?

—Sí —articulo sin dificultad. Hacía una semana que no era capaz de decir nada y antes de eso me cuesta recordar cuándo fue la última vez que hablé sin tener que esforzarme.

La mujer que me ha saludado salta de la silla como un fanático del fútbol ante un gol en el último minuto. Alguien viene por detrás y la abraza llorando. Los dos saltan y yo no entiendo nada.

—Lo hemos conseguido, lo hemos conseguido —repiten y repiten en una lengua que no entiendo mientras lloran y saltan.

En ese momento yo estaba muy desorientado. Pero lo habría estado aun más si hubiera visto las imágenes que he visto ahora. Billones de personas de todas las razas se agolparon en las plazas de todos los planetas habitados de la galaxia para asistir a ese momento. Algunos me miraban en un pequeño holograma que se fraguaba ante sus ojos, otros preferían renunciar a esa calidad en pro de la colectividad para prestar atención a las diferentes versiones de mí que se proyectaban sobre las plazas. Pero cuando ese viejo de las imágenes respondió que sí ante la pregunta: “¿Eres Vicens Jordana?”, todos explotaron en júbilo. Se abrazaron saltando y llorando. Destaparon botellas de los licores más diversos y se dispusieron a celebrar toda la noche el que, de forma unánime, se había declarado el logro más importante de la humanidad desde que unos monos en un rincón de África empezaron a contarse historias. La humanidad, por fin, había derrotado a la muerte.

Pero en ese momento yo no sabía nada de eso y solo miraba anonadado a mi alrededor. Estaba en el salón de casa de mis padres, pero todavía decorado como cuando ellos estaban vivos. Mi cuerpo se recostaba en una cómoda butaca que miraba hacia los gigantescos ventanales. Aunque la bahía con Barcelona al fondo era inconfundible, también era muy diferente a como era hace apenas unos meses, antes de que me ingresaran en el hospital. La vía del tren y la carretera habían desaparecido. Tampoco veía el puerto, y el skyline de Barcelona era muy diferente.

A mi derecha los dos desconocidos seguían celebrando lo que fuera que estuvieran celebrando. Ella se puso a hablar mirando a un punto determinado del espacio en un idioma que no entendía. Yo no comprendía nada, debería estar muerto, pero estaba claro que no lo estaba. Tampoco podía deducir que en mi momento final hubieran encontrado la manera de alargarme la vida, aunque se parecía mucho, ese no era mi mundo. No solo era la línea costera o el skyline lo que había cambiado, no había barcos ni gente en la playa y unas aves enormes surcaban los cielos en bandadas. ¡Joder! Es que eran pterosaurios. ¿Será que al final sí existe el cielo y resulta ser un lugar mucho más surrealista de lo que jamás ningún gurú pudo imaginar?

Me giré hacia el hombre y pregunté:

—¿Dónde estoy? ¿Estoy vivo?

—Estás en la Tierra; y sí, estás vivo —me puso una mano sobre el antebrazo con cariño y prosiguió—. No te apresures queriendo entender, con cuidado te lo iremos explicando todo, si eres el Vicens que hemos conocido no te costará comprenderlo y aceptarlo.

Levanté mi brazo esquelético y lo moví por delante de mi rostro. Me sentía cansado, pero no sentí ni una pizca de dolor. Mi capacidad para hablar sin esfuerzo y moverme sin que me doliera ya era de por sí extraña y, pese a lo irreal que parecía todo, era indudable que yo pensaba, yo hablaba y me movía. ¡Yo existía! Así que decidí darle una oportunidad a ese misterio.

—¿Y no me puedes dar una pista? Prometo no desmayarme ni ponerme a gritar.

El hombre soltó una pequeña carcajadita y dijo:

—Indudablemente eres tú. A ver, ¿cómo lo resumo? Llevas muerto más de diez mil años y has sido resucitado con éxito. Eres el primero, detrás de ti vendrán todos los demás. Al menos quienes lo merezcan.

—¿Como en mi libro?

—No exactamente, pero casi. Tú popularizaste el concepto. Esa fue una época muy peligrosa, sobre todo los doscientos años siguientes a tu muerte. La humanidad estuvo al borde de desaparecer y son muchos los que creen que, si no hubiera sido por la esperanza que le diste a la gente, nunca se hubiera superado esa etapa.

—Pero yo solo escribí un pequeño relato de ciencia ficción...

El hombre rio.

—Ja, ja, la historia se ha movido siempre a caballo de relatos que alguien escribió.

Han pasado dos años desde ese día y ya entiendo bastante bien todo lo sucedido. Estoy un poco nervioso, en un rato van a resucitar a mi madre. Ella murió mientras dormía así que va a ser un poco chocante despertarse en este mundo. En ese momento yo tenía cincuenta años, así que creo que de entrada no le diré que el viejo que la acompaña es su hijo. Pero como queda un poco de tiempo voy a aprovechar para contaros un poco todo lo que he averiguado hasta ahora.

Estamos en el año 12 348 después de Cristo; y sí, pese a que ahora sabemos con seguridad que ese Cristo del que nos hablaron nunca existió, seguimos contando los años igual por pura tradición. En los últimos dos años se han resucitado en la Tierra a veintidós personas. No son muchas, el sistema todavía se está puliendo, pero el plan es resucitarlas a todas, bueno, a casi todas. Hay gente en la historia a la que nadie quiere resucitada. Pero mejor empiezo por el principio.

Julio de 2021. Ya en los suburbios de la pandemia de covid-19 que asoló el mundo por esa época. Una llamada de madrugada, una carrera al hospital, nervios, miedo y, al final, muerte. Nada por lo que no hayan pasado millones antes que yo, pero no por eso menos duro. Mi madre se había ido y yo maldecía mi inteligencia que me impedía creer en ninguno de esos relatos absurdos llenos de incongruencias y agujeros de guion a los que llaman religiones y que dan esperanza a la gente en una vida después de la muerte.

Pese a haberme criado en colegios de curas siempre fui ateo. Me siento cómodo navegando en un mar de dudas y normalmente no tengo la necesidad de una instancia superior a la que implorar ayuda en momentos duros. La existencia de dios siempre me pareció irrelevante, si hubiera un dios creador Mínimamente justo ahí arriba nunca podría juzgarme por ser de la manera en la que me ha creado. Pero la muerte siempre fue una espinita clavada en mi corazón.

Me encanta la vida y aun siendo el hombre más viejo de mi tiempo seguía pareciéndome extremadamente corta. El dolor que me producía la muerte de la gente querida era muy grande. Mientras caminaba arriba y abajo de la habitación donde mi madre lentamente se apagaba, pensaba que debía haber un relato coherente que me diera la esperanza de volverla a ver.

Pensé en que lo mismo que sentía yo ese momento lo debía sentir cada ser humano con un mínimo de corazón, al menos unas cuantas veces a lo largo de su vida. La muerte al fin y al cabo siempre fue el gran enemigo a batir. Esa guerra en la que superamos batalla tras batalla y victoria tras victoria al final perdemos. Todos. Siempre.

Necesitaba un relato diferente, algo que me pudiera creer y que me diera una esperanza en la vida eterna. Tenía que construir una historia creíble que me abriera la posibilidad de volver a ver a mi madre y a todas esas personas que he amado y se han ido, o se irán. La esperanza de ser eterno, de vivir hasta cansarme.

Debía ser creíble y, para ser creíble, debía ser posible. Y entonces me di cuenta de que todo estaba ahí. Al contrario de las gentes de otras épocas que nacieron y murieron en un mundo muy parecido, a mí y a mis contemporáneos nos pasó lo contrario. A mis cincuenta años, edad en la que escribí el libro, ya el mundo no se parecía en nada al de mi infancia. Eso me daba una sensación de vivir en un mundo en progreso constante que, al igual que en el mundo de la Reina Roja de Alicia en el país de las maravillas, tenías que correr para quedarte en el mismo sitio.

Éramos una civilización con ínfulas de hiperevolucionada. Mirábamos orgullosos a esos hombres y mujeres de hace apenas un par de siglos y nos sentíamos la hostia solo porque podíamos surcar los cielos en un avión o conectarnos a un streaming japonés a través de nuestro portátil. Estábamos tan orgullosos que no nos dábamos cuenta de que en términos de civilización éramos en realidad un niño de dos años que se siente muy mayor al mirar a esos bebés de meses que apenas gatean.

Nuestra civilización estaba en pañales. Pese a que los humanos llevaban más de cincuenta mil años sobre la Tierra, la era de la ciencia apenas contaba con cinco siglos de vida. Esa era científica había hecho que en menos de quinientos años pasáramos de ver las lunas de Júpiter a través de un telescopio a posar sondas en ellas. Si habíamos recorrido todo ese camino en tan poco tiempo, ¿cómo sería el mundo dentro de medio milenio más? ¿Y en mil años más? ¿Y en diez mil años más?

Si cogiéramos una línea recta que partiera del renacimiento, pasara por el aterrizaje de las primeras sondas en marte y la proyectáramos hacia el futuro, el progreso sería brutal, pero la experiencia hasta ahora nos ha demostrado que el crecimiento suele ser exponencial. En ese momento tenía claro que si no nos aniquilábamos a nosotros mismos, los humanos llegaríamos a conquistar todo el conocimiento conquistable. En algún momento llegaríamos a la omnisciencia.

En ese camino hacia la omnisciencia habría algunos hitos por los que pasaríamos irremediablemente, siempre y cuando, repito, no nos autoextinguiéramos. Todo el avance de la humanidad sucede principalmente en dos campos: comunicación y, sobretodo, salud. Lo demás es decoración. A quien crea lo contrario le bastará con un buen dolor de muelas para que cambie de opinión.

Ya cuando era joven se hablaba de que la ciencia estaba a punto de parar el envejecimiento y convertirnos en seres amortales, es decir, que no moriríamos de forma natural. Pero cuando morí con 124 años esa utopía parecía tan lejana como la primera vez que oí hablar de ella a finales del siglo XX. La cosa no iría tan deprisa como me hubiera gustado, pero era indudable que ese hito iba a superarse en los próximos quinientos años.

Pese a ser amortales, de vez en cuando moriría alguien. En un mundo amortal la muerte se viviría como la más grande de las tragedias. El siguiente gran hito, por tanto, sería resucitar a los muertos. Obviamente esto sería mucho más difícil de conseguir. No sería una cuestión de siglos, sino de milenios. Si no nos autoextinguiéramos o nos extinguiera otra raza que evolucionara antes que nosotros, ese hito, por cojones, tendría que llegar.

Unos años antes, para Historias de Lantana escribí sobre una religión llamada homodeuxismo. Sus feligreses creían que los humanos crecerían y se extenderían por el universo formando una red de comunicación e inteligencia tan vasta que un día cobraría consciencia de sí misma. Esa inteligencia se daría cuenta de que el universo en el que existía no era posible sin la intervención de una voluntad, viajaría en el tiempo hasta el principio del universo y haría lo necesario para que exista un universo donde la humanidad nazca, se expanda y culmine dándose a luz a sí misma.

Con todo esto me senté a escribir un relato en el que, conmigo como protagonista, exploraba un futuro en el que todos los humanos eran resucitados. Hay que decir que en su momento no tuvo mucho éxito. Tampoco acerté demasiado en el transcurso de las cosas ni en la forma. En mi disculpa reivindico que los escritores de ciencia ficción no somos futurólogos. Nuestra misión no es predecir el futuro, y cuando lo hacemos es pura casualidad. Nosotros exploramos las posibilidades científicas y tecnológicas, no solo en el futuro sino en el pasado o en otras distopías. No elegimos una u otra porque nos parezca más probable. Nuestro objetivo es explorar el alma humana en otras realidades que estén dentro de lo científicamente posible y, sobre todo, escribir una buena historia. Y sí, haciendo esto a veces aciertas cositas.

En mi caso acerté en que, una vez que la humanidad superara la vejez y la muerte, la resurrección se convertiría en el gran objetivo. En todo lo demás fallé. Ni se me hubiera pasado por la cabeza que Yang Lu, cincuenta años después de mi muerte, con una túnica amarillo pálido se sentaría en una granja a las afueras de Yzaj en Uzbekistán, encendería su streaming y, con mi pequeño libro en una mano, formularía su famosa pregunta: ¿A quién resucitaremos primero y a quién no? He aquí lo que hemos de decidir.

Esa primera emisión fue seguida por veintidós personas, pero años más tarde muy poca gente en el mundo no la había visto. Yang Lu creía que no debíamos dejar que esa decisión fuera tomada en el futuro con criterios del futuro, sino que debía ser tomada con criterios actuales. Según su creencia los preceptos morales de una época eran el resultado de toda una línea de tiempo y que, así como nosotros juzgamos el mundo influidos por nuestros pasados religiosos que no habían entrado en contradicción con la actualidad, el futuro lo haría basado en los preceptos que nosotros decidiéramos. Si elaborábamos hoy unos criterios de selección que se ajustaran al mundo por venir, serían respetados por nuestros descendientes.

Yang Lu usaba muchas frases de mi libro y adoptaba totalmente mi tesis de que la futura resurrección era un hecho inevitable siempre y cuando la humanidad siguiera existiendo y evolucionando. La verdad es que, pese a que en su momento me tomé muy en serio esta hipótesis, luego prácticamente me olvidé de ella y solo la recuperé durante un tiempo cada vez que se moría alguien cercano. Con la edad fui dándole menos importancia, hasta tal punto que cuando yo mismo me apagué ni siquiera pensé en ello.

Pero para Lu no fue una simple hipótesis. Ella no creía que la humanidad fuera una hoja bajando por un torrente un día de lluvia. Decía que nosotros éramos los dueños de nuestro destino y que el futuro se desarrollaría en función de las acciones que tomáramos en nuestro tiempo. No valía sentarse a esperar una futura resurrección. Que esta fuera posible o no, aunque fuera dentro de miles de años, iba a depender de lo que hiciéramos hoy.

Y cuando la resurrección llegara, quienes habían hecho más para hacerla posible serían los primeros en resucitar. Por contra, quienes hubieran ido contra el progreso, las malas personas o los que hubieran atentado contra la naturaleza que nos sostiene nunca lo harían.

El problema es que esta premisa, en principio simple, se llenaba de conflictos, paradojas y complicaciones cuando se la desarrollaba en profundidad. Por otro lado, Lu tenía claro que la lucha por esa futura resurrección resultaría infructuosa si no se contaba con una comunidad fuerte y cohesionada. Una de las cosas que decía en mi libro era que, contrariamente al pensamiento ateísta general, el problema del mundo moderno no eran las religiones. Las religiones han estado presentes en todas las culturas de la Tierra desde que surgió el pensamiento abstracto. Son una necesidad humana y nunca desaparecerán, el problema no es propiamente que exista la religión, el problema viene de que en pleno siglo XXI seguíamos funcionando con religiones de la Edad Media. Necesitábamos una religión moderna que encajara en un mundo donde los milagros y las respuestas vienen de la ciencia, del esfuerzo de investigadores y científicos. Donde la verdad es una dirección y no un lugar.

En mi relato este punto solo aparece en una reflexión del personaje principal, pero Lu lo hace suyo y basa en ese párrafo la mayoría de su esfuerzo. Ella se da cuenta de que si no logra una comunidad cohesionada que convierta la idea de resurrección en su corpus, todos sus esfuerzos se acabarán desvaneciendo de la misma manera que, pese a haber sido el instigador, la idea se desvaneció en mí con el tiempo al no tener una comunidad que la respaldara. Para ser claros, la intención de Lu era crear una religión moderna que cumpliera con todas las necesidades de una religión, pero sin chocar con el conocimiento y la filosofía de su tiempo.

En esa primera emisión, en la que se planteó lo que luego se conocería como la gran cuestión, toda la puesta en escena estuvo muy pensada. Unos meses más tarde ya eran doce personas las que se juntaban en el exterior de la granja con sus túnicas amarillas. Se sentaron en círculo y recitaron por primera vez las sesenta y dos falacias lógicas y los veintidós sesgos que debían ser evitados. Cuando los escuchabas era como una oración en la que no se rendía pleitesía a nadie, sino que se identificaban los obstáculos que debían salvarse para avanzar hacia el futuro. Esas doce personas fueron conocidas como los primeros debatientes.

Al cabo de un tiempo, otras comunidades debatientes fueron surgiendo por el mundo hasta que después de unos años se publicó el catecismo de la vida eterna. En él se concretaban todos los rituales, preceptos, creencias y dogmas que debían marcar la vida de los creyentes en pos de la futura resurrección. Muchos lo criticaron, pero desde el tiempo en que ahora me encuentro se ve ese catecismo como la razón por la que la humanidad sobrevivió a su adolescencia tecnológica. Los dogmas para la conservación del medio ambiente y la naturaleza, los preceptos de resurrección, no los recuerdo todos, pero a grandes rasgos se basaban en ser una buena persona, cuidar del medioambiente y trabajar para el progreso de la humanidad.

A finales del siglo XXII, el que ya era conocido como lumanismo, con sus diferentes versiones y escisiones, fue la primera religión en el mundo. En ese momento ya había colonias en la Luna, en Marte, en la órbita de Venus y se estaba construyendo una en Titán, Júpiter, pero la población exterior apenas llegaba a las 20 000 personas y era totalmente dependiente de la Tierra. Uno de los preceptos del lumanismo era: “Cuida de tu hogar y de tu gente”. En ese momento en el planeta había dos mundos. En mi tiempo también era así. Estaban los del mundo rico y los del mundo pobre. El clima era muy cambiante y extremo, cosa que —traducida al mundo pobre— significaba desertización, hambre y desgracia. Regenerar espacios naturales o mejorar la vida de ese mundo pobre para que dejara de ser pobre eran, según el lumanismo, las formas más eficaces de avanzar puestos en el orden de resurrección. Ya no valía solo con la bondad cercana, tus decisiones en lo social ahora eran tan importantes como en lo personal.

Las personas realmente creyeron que alguien desde un futuro observaría sus acciones y decidiría si resucitarlos o no en función de su comportamiento. La humanidad se volcó como nunca antes hacia la recuperación del medio ambiente para asegurar condiciones de vida dignas para todos. La mejora de las condiciones de vida de la gente ya no era una cuestión altruista ni de justicia, era una cuestión de progreso. Cuanta más gente obtuviera una vida digna, más gente tendría acceso a estudios y más rápido evolucionaría la sociedad o, dicho de otra manera, llegaría antes a la resurrección.

En esa idea de progreso del lumanismo la expansión por el universo era fundamental. Así que también se invirtió mucho esfuerzo en colonizar todo lo colonizable en el Sistema Solar. Poco a poco, como Lu predijo, los preceptos del catecismo de la vida eterna fueron permeando a la humanidad e integrándose en la moral pública más allá de la religión. Y hay que decirlo, por lo poco que he podido conocer de este mundo en los dos años que llevo resucitado, todavía siguen aquí y realmente están decidiendo el orden de resurrección.

Doscientos años después de la muerte de Yang Lu, fue el primer año en la historia en que no murió nadie por muerte natural, es decir, ni de vejez ni de enfermedad. Esa estadística se repitió los años siguientes solo perturbada por el aumento de la tasa de suicidios. A partir de ese momento la sociedad se volvió muy conservadora en lo que respecta a la seguridad. Cada muerte significaba un titular en un periódico. Ahí se dio la paradoja de que, pese a que la creencia en la resurrección se volvió hegemónica, el miedo a la muerte aumentó tanto que supuso una deceleración de la exploración espacial. Se impusieron leyes muy restrictivas que prohibían cualquier actividad peligrosa. A ese siglo se lo llama ahora la Edad de Barro. El progreso se frenó y, a pesar de su persecución, el suicidio se convirtió en la principal causa de muerte, muy por encima de los accidentes.

Afortunadamente, a partir de ahí se estableció el derecho a la propia vida y la libertad individual se convirtió en el derecho más fundamental, dejando la seguridad en segundo plano. Después de vivir doscientos años, una vida sin riesgos se hacía insoportable. Desde ese momento la exploración espacial se reanudó con mucha más intensidad que antes.

Por otro lado llegaron las impresoras de materia. Fue una evolución de las impresoras 3D. Ya no se construía —como antes— con una serie de materiales que servían de base, sino que se podía modificar la estructura molecular de un material para convertirlo en otro, y a partir de ahí se imprimía.

Al principio eran muy rudimentarias, y la cantidad de materiales que podían transformar y su precisión dejaban mucho que desear, pero un par de siglos más tarde ya podían reproducir moléculas complejas indiferenciables del material biológico. Para el cuarto milenio ya se había conseguido reproducir un pollo a la perfección. Sin embargo, aunque nada diferenciaba ese pollo impreso de su original, la copia nacía muerta y cuando la resucitaban el pollo era una carcasa vacía sin instintos que se dejaba morir por pura desidia. Cada célula, cada molécula de su organismo estaba haciendo algo antes de ser copiada, tenía un vector de movimiento. Pero la copia, pese a contener exactamente la misma materia en la misma posición, no tenía esos vectores de movimiento. Para explicarme, podíamos copiar el hardware pero no el software. El nuevo ser vivo era físicamente igual que el otro, pero sin el sistema operativo instalado.

Este problema tardó todavía un milenio en solucionarse. Las nuevas impresoras podían copiar no solo la materia hasta niveles cuánticos sino también sus vectores de movimiento. Esta vez el pollo estaba vivo y se comportaba exactamente igual que el original. No tardaron en clonarse humanos. Aunque no era habitual, muchas personas se dividieron. El nuevo clon era tan indiferenciable de uno mismo que no se podía considerar ni un original ni una copia. Ambos obtenían estatus de ciudadanos por igual, por eso se consideraba una división. Sin embargo, a la mayoría de la gente no le hacía demasiada gracia la idea de un clon de ellos mismos corriendo por el mundo.

En esa época comenzó la colonización de planetas fuera del Sistema Solar, pero el viaje duraba décadas y muy pocos estaban dispuestos a emprenderlo. Las nuevas impresoras se revelaron como la posible solución. La materia podía tardar décadas en cruzar distancias interestelares, sin embargo la información se transmitía instantáneamente saltándose los límites espaciales. Si se cogía la información de clonado y se la enviaba al lugar más lejano del universo donde hubiera llegado una impresora de materia era posible imprimir ahí una persona. Para esta persona la sensación sería la de haberse teletransportado.

Por otro lado, la gente solía guardar respaldos de su cuerpo en momentos determinados, es decir, se guardaba la información de clonado. Si después de eso ocurría una muerte inesperada era posible resucitar a un ser humano a partir de esa información. Las personas sentían lo mismo que sentí yo cuando fui resucitado. Había una ligera sensación de desvanecimiento momentáneo, casi como cuando tienes un déjà vu, y cuando salían de la sala de respaldos descubrían que en ese pequeño desvanecimiento habían pasado meses, incluso años. Esto supuso la segunda gran victoria contra la muerte. Después de la amortalidad, había llegado la inmortalidad. Si una persona creaba respaldos cada cierto tiempo, aunque se lanzara de cabeza al corazón de una estrella, sería resucitada en el último guardado.

La gente seguía temiendo a la muerte, puesto que por mucho que la resucitaran y no recordara nada, morir se sentiría de la misma manera. Sin embargo, el miedo al teletransporte desapareció. Hoy la Tierra es una especie de santuario para la galaxia, un parque temático del pasado y un gran campus científico al mismo tiempo. No está permitido permanecer aquí mucho tiempo, salvo que estés trabajando en alguno de los cientos de programas de recuperación de vida antigua que hay o en la recepción de turistas. Así que una vez resucitado mi entorno cercano, todos deberemos emigrar a otro rincón de la galaxia.

La idea me aterroriza. El método de transporte es teleportación, y aunque aquí todo el mundo parece muy tranquilo con esto... yo no lo veo nada claro. Desde mi punto de vista, lo que hacen es desintegrarte y resucitarte en otra parte, y aunque ya haya pasado por eso y haya comprobado de primera mano que la continuidad de consciencia es absoluta, sigue impresionándome bastante.

Por otra parte estaba la arqueología espaciotemporal. Nuestra vida es un viaje en el tiempo en el que solo podemos caminar en una dirección, el futuro, pero aunque no podamos retroceder nunca sí podemos mirar hacia atrás. Bueno, en realidad caminamos de espaldas. No es que podamos ver el pasado, es que solo podemos ver el pasado. Por muy cerca que esté alguien y por muy rápida que sea la luz cuando vemos algo ese algo ya ha sucedido.

En su momento predije que no habría viajes al pasado. Sabía de forma segura que nadie del futuro iba a viajar hasta mi presente a sentarse delante de mí a tomar una cerveza mientras escribía ese relato porque no había nadie del futuro frente a mí bebiéndose una cerveza mientras lo escribía. Si en un futuro fuera posible viajar al pasado sería una de esas pocas cosas que de seguro sabríamos.

Lo que sí podía asegurar es que podríamos mirar hacia atrás en el tiempo. Ya en mi época lo hacíamos, y no me refiero a las estrellas de las que observamos el pasado, a veces miles de años atrás en el tiempo, hablo de historia y arqueología. Desde siempre hemos tenido una gran curiosidad por tiempos anteriores y hemos buscado la manera de conocerlos mejor. A partir del tercer milenio apareció la arqueología espaciotemporal.

Aquí no os voy a poder dar muchos detalles. En mi época me consideraba una persona más o menos culta, podía entender los principales conceptos científicos de mi tiempo, al menos superficialmente, pero cuando intento entender la ciencia actual me siento como un mono intentando entender la ley de la relatividad general. Parece que aunque nuestra percepción se mueve en tres dimensiones la realidad es demasiado compleja como para ser reducida a una cuestión dimensional.

Os lo voy a contar como me lo explicaron a mí, que es más o menos como yo le hubiera explicado la cuántica a un niño de tres años. Parece que el tiempo es algo que sucede en una especie de río de espacio multidimensional que fluye desde cada punto en todas direcciones a una velocidad de trescientos mil kilómetros por segundo, la velocidad de la luz, que es en realidad la velocidad del tiempo. Ese río en su fluir hace girar esos puntos como norias. Esas vueltas de noria son nuestra percepción del tiempo. Por eso, cuando aceleramos, el tiempo fluye más despacio para nosotros. Es como si montáramos una noria sobre un coche y aceleráramos río abajo, la velocidad del coche debería restarse de la velocidad del río para saber a qué velocidad gira la noria. ¿Qué? ¿Habéis entendido algo? No, claro, yo tampoco, pero tengo que reconocer que tampoco es que entendiera demasiado cuando me decían que la luz de una linterna iba a la misma velocidad para dos objetos que se estaban moviendo a diferentes velocidades respecto a esta.

Bueno, la cuestión es que cada noria que penetra el flujo del espaciotiempo deja una huella en él, que se puede medir en el futuro. O, dicho de otra manera, permite a los arqueólogos espaciotemporales ver el pasado. Esta tecnología lleva ya unos cuantos milenios evolucionando y ha permitido a la gente de esta época ver perfectamente el pasado. Sí, amigos, siento deciros que esos momentos de intimidad con vuestro ordenador en los que creíais que nadie os veía son fácilmente visibles desde esta época. Tranquilos, no os asustéis y corráis a borrar vuestros archivos secretos y a cerrar “esas” páginas, aunque es fácil verlo todo desde esta época, una IA interpreta vuestra moral y pensamiento y censura todas esas imágenes que la IA cree que no os gustaría que fueran vistas. Y hay que decirlo, al menos en mi caso funcionó bastante bien.

El hecho es que hace dos años esta tecnología alcanzó el nivel suficiente como para poder copiar toda la información de clonado del pasado a nivel cuántico y con todos sus vectores, como si fuera un respaldo, es decir, la capacidad de resucitar a cualquier persona o ser vivo que haya vivido a lo largo de la historia de la Tierra. Y con esto, por fin, la muerte fue del todo derrotada por la humanidad.

Por ahora solo somos veintidós resucitados. La tecnología todavía es muy reciente y hace falta mejorarla bastante para que se pueda resucitar a grandes masas. Se calcula que se tardará entre doscientos y quinientos años en resucitar a todos los humanos que han existido desde que se desarrolló el pensamiento abstracto. También hay planes de recuperación para épocas anteriores, pero se considera vida animal y, por tanto, se preparará un hábitat con encaje ecológico al que se adapten y se les permitirá permanecer en la Tierra.

Pienso que es curioso que, pese a llevar ya dos años en este mundo, todavía estoy contando esto a personas de mi tiempo, como si pudieran leerlo. Me gustaría acceder a mi imaginación en ese agosto de 2021 para explicarme todo lo que sucederá realmente. Bueno, al fin y al cabo todo ha salido bastante bien, yo he sido resucitado y todos vosotros, al menos los que encajéis en los preceptos lumanistas, seréis resucitados en este mundo donde viviréis hasta hartaros, sin guerras, sin enfermedades, sin tener que trabajar y con una tecnología que, de verdad, hace la vida muy interesante.

Cuando a principios del siglo XXI escribí mi texto prediciendo la resurrección ni si quiera podía imaginar la tecnología que la haría posible. Cuando imaginamos el futuro solo podemos estirar la tecnología ya existente, así en el siglo XVIII Bergerac imaginaba un viaje a la Luna en un barco que surcaba los cielos sostenido por globos y en el XIX Verne nos colocaba dentro de la bala de un gran cañón que nos dispararía contra la Luna. Ninguno de ellos acertó en el método, pero de la misma manera que para ellos era indudable que un día los humanos pisarían la Luna aunque no supieran cómo lo harían, estaba igual de claro para mí, cuando escribí ese texto, que un día todos seríamos resucitados aunque no supiera como iban a hacerlo.

Hoy he estado comiendo con Yang Lu, la segunda persona resucitada después de mí. Ella tenía mucha más fe en mis predicciones que yo. Ha sido una conversación muy interesante. Discrepamos en el orden de resurrección. Yo no creo que mereciera ser el primero, pero no me voy a quejar demasiado.

El cuerpo de mi madre se está imprimiendo en la habitación de al lado y el contador de tiempo ya me da solo dos minutos. Estoy nervioso. Tengo ciento veintiséis años y el aspecto de cuando tenía noventa. Estoy en proceso de rejuvenecimiento. En aproximadamente cuatro o cinco años tendré el aspecto que tenía a los cuarenta. Creo que me plantaré un tiempo ahí. Si quisiera, podría seguir rejuveneciendo hasta los catorce. Ir más atrás podría romper mi continuidad de consciencia. No está prohibido, pero se corre el riesgo de dejar de ser uno mismo.

Madria, la líder de recuperación de la humanidad, como la llaman ellos, me hace pasar a la habitación y mi corazón da un vuelco. Ella está como dormida, del mismo modo que estaba en la habitación donde la vi con vida por última vez, estaba estirada y parecía tan dormida como lo había parecido en las últimas horas, pero en ese momento todos los monitores estaban apagados y pensé que nunca la volvería a ver. Hoy, al igual que en ese momento, estoy llorando, pero hoy lloro de alegría.

Me siento y le cojo la mano. Está fría y siento cómo va recuperando su calidez lentamente. De repente en una convulsión que le arquea la espalda, abre la boca y toma una gran bocanada de aire. Queda inconsciente sobre la butaca otra vez, pero esta vez su pecho se hincha y deshincha con suavidad. Abre sus ojos desconcertada. Y yo, aunque me había prometido no hacerlo, me seco las lágrimas y le digo: “Hola, mama”.