El peor insulto

La vieja sirvienta de la familia acababa de dejar sobre la mesa la bandeja con el café. Mientras ella estuvo en el salón los dos hombres guardaron silencio, manteniendo hibernada en los labios la sonrisa que a ambos les convenía.

—Déjelo, Teresa. Ya sirvo yo —indicó don Antonio, el dueño de la casa.

—Como quiera el señor.

Teresa cerró con religioso cuidado la puerta del salón dejando solos de nuevo a los hombres.

El más joven agradeció con un gesto el café a su anfitrión, se sirvió una minúscula cucharada de azúcar y removió el oscuro líquido sin apartar la vista de su interlocutor. Ninguno de los dos quería ser el primero en hablar.

Don Antonio creyó que como anfitrión le tocaba a él sufrir esa desventaja.

—O sea que quiere usted casarse con Anita.

—Sí señor, así es. Y ella está de acuerdo.

A don Antonio le molestó la inoportuna observación acerca de la voluntad de su hija, pero no dio muestra alguna de ello.

—Como es posible que lleguemos a ser parientes, me gustaría que me respondiera con la máxima franqueza a lo que voy a preguntarle.

—Le doy mi palabra de que así será —respondió el joven envarándose un tanto en su asiento.

Don Antonio tomó un sorbo de café.

—¿Puede decirme qué encuentra usted de atractivo en mi hija?

—¿Cómo dice?

—Me ha entendido perfectamente. ¿Qué ve usted en Anita, además de su dote, para querer casarse con ella?

El joven apretó los labios.

—¿Se atreve a sugerir usted que soy un vulgar cazadotes?

—No lo sugiero: lo afirmo taxativamente. Pero lo hago ante usted y en privado, para que tenga ocasión de convencerme de lo contrario. ¿Qué es lo que ha visto usted en mi hija?

—No entiendo esa pregunta —trató de defenderse el joven, algo aturdido por la demasiada franqueza del padre de su novia.

—Pues no me parece difícil de comprender: usted es un hombre de mundo; ha viajado mucho y ha vivido mucho a pesar de su juventud; ha conocido mujeres de toda índole y condición, y pretende que me crea que se ha prendado de Anita hasta el punto de unir su vida a la suya.

—No se engaña en nada de lo que ha dicho.

—Lo sé. Pero Anita no es guapa. Soy su padre y sé que no es una muchacha agraciada. Anita no es inteligente. Ni siquiera es graciosa. ¿Qué ha visto usted en ella además de una buena renta? No se ofenda por lo que le digo: trato de expresar que creo que es usted mucho mejor que ella y no comprendo los matrimonios desiguales si no se ajustan en otro campo.

—He visto sencillez y cariño. ¿No basta con eso?

—Eso podría bastarle a cualquier petimetre, pero no a usted. El amor que usted dice sentir me parece sencillamente ridículo tratándose de una muchacha como Anita.

El joven juntó las manos intentando reunir a la vez sus pensamientos.

—¿Pretende usted decir que cualquiera que se enamore de Ana se enamora en realidad de su dinero porque ella no tiene más que ofrecer?, ¿quieres usted decir que los que la quisieran por sí misma serían unos inútiles y el resto unos interesados?

—Exactamente. No lo hubiera dicho mejor.

El joven se levantó indignado.

—Entonces me temo que no tenemos nada más que hablar.

—Eso mismo pienso yo. Buenas tardes —respondió don Antonio levantándose a su vez.