En el interior de una mina de hierro abandonada de Minnesota, a 800 metros bajo el suelo, protegidos de perturbaciones, y enfriados a temperaturas cercanas al cero absoluto, los científicos enterraron 30 detectores formados por cristales de silicio y germanio. Allí estaban aislados de rayos cósmicos y de interferencias con la mayoría de partículas convencionales. Sin embargo, “algo” interaccionó con ellos.
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