En el año 330 el emperador Constantino I el Grande traslada la capital del Imperio Romano a Bizancio – renombrada como Constantinopla -, que tras la escisión se convertirá en la capital del Imperio Romano de Oriente. Roma, la eterna capital del Imperio, queda huérfana del poder terrenal pero no del espiritual que asumió el obispo de Roma, Silvestre. Esta autoproclamación y reconocimiento de Roma como la sede del papado había que fundamentarla en argumentos “sólidos” para que nadie pudiera cuestionarla. Así que, manos a la obra...
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