edición general
  1. Mi infancia está muy ligada a un pueblo de Castilla y León, en los años 60, donde convivían 8 o 10 mil personas, en su mayoría muy humildes, y donde los métodos de subsistencia estaban ligados a la tierra: la huerta, la parcelita de cereal o legumbre y el corral eran el sustento esencial de muchas familias. En todo corral tenían, al menos, gallinas y algún cerdo, sus fuentes esenciales de proteínas. Era lo más próximo a la riqueza que podía tener un pobre.

    Mi vecina, por ejemplo, situaba la cochiquera en un pasillo tenebroso entre la cocina y el corral, y alimentaba al cerdo con todos los desperdicios orgánicos. Los condiciones de salubridad eran espantosas: mierda y orines se concentraban en un espacio muy reducido donde el cerdo engordaba sin casi posibilidad de movimiento. El ambiente era insoportable: olor, moscas, barro mezclado con excrementos... y eso en cientos de hogares.

    Llegaba diciembre, mataban y llenaban la despensa. No menos de 2000 matanzas en el pueblo, con cuadrillas de vecinos y vecinas que se organizaban y rotaban por las casas. Se aprovechaba todo. Fueron tiempos tristes y felices, y aunque los añore en mi interior, felizmente han acabado.

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