El planeta de los simios

El profesor Antelle nos hizo una seña para que nos calláramos y empezó a chapotear en el agua sin dedicar aparentemente ninguna atención a la joven. Adoptamos la misma táctica, que obtuvo un éxito total. No solamente volvió a acercarse, sino que pronto demostró un vivo interés por nuestras evoluciones, un interés que se manifestaba de una manera muy insólita, lo que excitaba aún más nuestra curiosidad. ¿Habéis observado alguna vez en la playa la actitud de un perro joven y asustadizo cuando su dueño se baña? Se le ve que se muere de ganas de unirse a él, pero no se atreve. Da tres pasos hacia un lado, tres hacia el otro, se aleja, vuelve, sacude la cabeza, se agita inquieto. Pues éste era exactamente el modo de comportarse de aquella muchacha.

Y, de repente, la oímos, pero los sonidos que profirió aumentaron la impresión de animalidad que nos había producido su actitud. Se encontraba entonces en el límite extremo de su pedestal, lo que hacía creer que iba a precipitarse en el lago. Por un momento había interrumpido su especie de danza. Abrió la boca. Yo me encontraba algo apartado y pude observarla bien sin que ella se fijara. Pensé que iba a hablar, a gritar. Esperaba una llamada. Estaba preparado para escuchar el lenguaje más bárbaro posible, pero no lo estaba para los sonidos extraños que salieron de su garganta. Y digo precisamente de su garganta, porque ni la lengua ni la boca podían tener parte alguna en aquella especie de maullido o de piada aguda, que parecía propio para expresar el frenesí alegre de un animal. En nuestros jardines zoológicos, los chimpancés jóvenes juegan a veces y se empujan profiriendo pequeños gritos semejantes a aquél.

Como que, a pesar de nuestra sorpresa, nos esforzábamos en seguir nadando sin preocuparnos de ella, pareció tomar una decisión. Se agachó sobre la roca y ayudándose con las manos empezó a bajar hacia nosotros. Tenía una agilidad asombrosa. Su cuerpo dorado se deslizaba rápidamente a lo largo de la pared y se nos aparecía, salpicado de agua y de luz, como una visión de ensueño a través del tenue velo del agua de la cascada. Agarrándose a unos salientes imperceptibles, en pocos momentos llegó al nivel del lago y se arrodilló sobre una piedra llana. Aún nos observó unos segundos y luego entró en el agua y se dirigió nadando hacia nosotros.

Comprendimos que quería jugar y, sin ponernos de acuerdo previamente, seguimos con ardor los retozos que tanta confianza le habían inspirado, modificando nuestra actitud apenas veíamos que empezaba a asustarse. Resultó de ello, al cabo de poco tiempo, una especie de juego cuyas reglas había determinado ella misma inconscientemente, un juego extraño en verdad que presentaba alguna analogía con las evoluciones de las focas en una piscina y que consistía en huir de nosotros y en perseguirnos alternativamente, apartándonos bruscamente cuando nos sentíamos a punto de ser cogidos y acercándonos hasta casi tocarnos cuando ella se apartaba, pero sin entrar nunca en contacto. Era un juego pueril, pero ¿qué no habríamos hecho nosotros para domesticar a aquella bella desconocida? Observé que el profesor Antelle participaba en aquel juego infantil con un no disimulado placer.

La cosa hacia ya mucho tiempo que duraba y empezábamos a perder el resuello cuando me di cuenta de un rasgo paradójico de la fisonomía de aquella muchacha que me sorprendió: su seriedad. Se veía que tomaba parte en el juego que ella había provocado con un placer desbordante y, sin embargo, ni una sola sonrisa había alterado la seriedad de su cara. Hacía rato que sentía un malestar confuso cuya razón concreta no llegaba a explicarme y experimenté una verdadera sensación de alivio cuando la descubrí. La muchacha no reía ni se sonreía: solamente, de vez en cuando, emitía uno de aquellos sonidos que le servían seguramente para expresar su satisfacción.

Quise hacer una prueba. Cuando se me acercaba, hendiendo el agua con aquella manera especial de nadar, parecida a la de los perros, con la cabellera flotando tras ella como la cola de un cometa, la miré fijamente y antes de que tuviera tiempo de volverse le dirigí una sonrisa con toda la amabilidad y toda la ternura de que yo era capaz.

El resultado fue sorprendente. Dejó de nadar, haciendo pie en el agua, que le llegaba a la cintura, y tendió hacia mí las manos crispadas, como en un ademán de defensa. Después volvió la espalda y huyó hacia la orilla. Una vez fuera del lago, vaciló, se volvió a medias observándome de reojo, como cuando estaba en la plataforma, con el aspecto perplejo de un animal que acaba de darse cuenta de algo alarmante. Tal vez habría recobrado la confianza porque la sonrisa se había fijado en mis labios y yo me había puesto a nadar nuevamente con aire inocente, si no hubiera sido porque un nuevo incidente renovó su emoción. Oímos ruido en el bosque y apareció nuestro amigo Héctor, que se descolgó de rama en rama y al llegar al suelo avanzó hacia nosotros haciendo cabriolas, muy feliz por habernos encontrado de nuevo. Me sobresalté al ver la expresión bestial, mezcla de miedo y de odio, que apareció en la cara de la joven cuando vio al mono. Se replegó sobre sí misma, incrustada en las rocas hasta casi confundirse con ellas, con los músculos tensos, la espalda arqueada y las manos crispadas como garras. Todo ello por un pobre y pequeño chimpancé que se aprestaba a festejarnos.

Cuando el animal pasó cerca de ella, sin verla, la muchacha saltó. Su cuerpo se disparó como un arco. Cogió el mono por el cuello y sus manos se cerraron como garfios mientras inmovilizaba al pobre animal entre sus piernas. La agresión fue tan rápida que no nos dio tiempo de intervenir. El mono casi no se debatió. Al cabo de unos segundos se envaró y, cuando ella le soltó, cayó muerto. Aquella criatura radiante, a la que en un arranque romántico de mi corazón había dado el nombre de «Nova», ya que sólo podía comparar su aparición a la de un astro rutilante, acababa de estrangular a conciencia a un animal doméstico e inofensivo.

Cuando, al salir de nuestro estupor, nos precipitamos hacia allí, ya era tarde para salvar a Héctor. Ella volvió la cabeza hacia nosotros, como si quisiera hacernos frente, con los brazos tendidos y los labios arqueados, en una actitud amenazadora que nos dejó clavados en el suelo. Después profirió un último grito agudo, que podía ser interpretado como un canto de triunfo o un alarido de furor, y huyó hacia el bosque. En pocos segundos desapareció entre la maleza, que se cerró tras su cuerpo dorado, dejándonos desconcertados en medio de la selva nuevamente silenciosa.

Pierre Boulle, "El planeta de los simios."