LITERATOS. Compartimos fragmentos.
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'Las afueras de Dios' Antonio Gala

Ama la compañía, porque te multiplica, y ama la soledad porque te engrandece. Avanzarás entre las dos para encontrarte contigo mismo y con los otros. Pero no ames la compañía de manera que te aleje de ti, ni ames la soledad de manera que te aleje del mundo, de este mundo tuyo que te correspondió, para refugiarte en otros pasados o futuros. Y ten la seguridad de que la muerte no es liberadora ni contenedora: es sólo la consecuencia de tu vida.

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La trampa de la diversidad

Cuando los independentistas catalanes convocaron una butifarrada festiva para reivindicar su lucha, un sector vegano protestó al tratarse de una comida con carne que no contemplaba su dieta. Existe un movimiento, los antinatalistas, que, indignados ante el «capitalismo terrible y despiadado» que vivimos, propugna no luchar política y organizadamente, sino no tener hijos para así acabar con la especie humana. Cuando el periodista Antonio Maestre usó el titular «Mierda animal sobre los restos de las víctimas» para denunciar que en un pueblo de Granada habían instalado un establo de ganado sobre las fosas que podrían albergar más de 2000 represaliados por el franquismo, algunos lectores le acusaron de «especista», es decir, de discriminación a los animales por considerarlos especies inferiores.

¿Estamos insinuando que no debemos respetar a estos grupos? Por supuesto que no. ¿Estamos planteando que sus reivindicaciones son incompatibles con las movilizaciones originales? Pues quizá sí si la diversidad se convierte en una competición de protagonismos en detrimento de luchas y causas que deberían ser más unitarias. Y de eso trata el libro La trampa de la diversidad, de Daniel Bernabé.

Desde los años sesenta vivimos un repliegue ideológico en el que hemos ido abandonando la lucha colectiva para entregarnos a la individualidad. El gran invento de la diversidad es convertir nuestra individualidad en aparente lucha política, activismo social y movilización. La bandera deja de ser colectiva para ser expresión de diversidad, diversidad hasta el límite, es decir, individualidad. En inglés, unequal quiere decir «desigual». Los hombres y mujeres que luchaban por una sociedad más justa combatían la desigualdad. El nuevo giro, que denuncia Daniel Bernabé, es que «unequal» también significa «diferente». Ahora se reafirma y reivindica la diferencia sin percibir que, tras ella, podemos estar defendiendo lo que siempre combatimos: la desigualdad, unequal. Bernabé nos explica:

Margaret Thatcher supo conjugar ambas acepciones y confundirlas, transformar algo percibido por la mayoría de la sociedad como negativo, la desigualdad económica, en una cuestión de diferencia, de diversidad. Ya no se trataba de que fuéramos desiguales porque un sistema de clases basado en una forma económica, la capitalista, beneficiara a los propietarios de los medios de producción sobre los trabajadores, sino que ahora teníamos el derecho a ser diferentes, rebeldes, contra un socialismo que buscaba la uniformidad.

El neoliberalismo ha estado décadas reivindicando el derecho a la diferencia y a la individualidad, frente a lo que ellos llamaban la uniformidad colectivista y socialista, que tanto rechazaban. En cambio, la izquierda entendía que, frente a la individualidad, la desigualdad, la diferencia, había que esgrimir la lucha colectiva (o nos salvamos todos, o no se salva ni Dios), que la unidad nos hace fuertes, que nadie se debe quedar atrás, que queremos derechos para todos, que los convenios laborales son colectivos y no contratos individuales. Ahora, dice Bernabé, «nuestro yo construido socialmente anhela la diversidad pero detesta la colectividad, huye del conflicto general pero se regodea en el específico».

Parece que más que buscar a tus iguales para sumar fuerzas, intentamos buscar nuestras diferencias para afirmarnos según lo que comemos, lo que deseamos sexualmente, a quien rezamos, con lo que nos divertimos, cómo nos vestimos. Somos veganos, budistas, pansexuales, naturistas, friganos, antinatalistas… No se trata de no respetar esos estilos de vida, bien claro lo deja Bernabé, sino de advertir de la simbiosis entre esas competencias en el mercado de la diversidad y el neoliberalismo:

El proyecto del neoliberalismo destruyó la acción colectiva y fomentó el individualismo de una clase media que ha colonizado culturalmente a toda la sociedad. De esta manera hemos retrocedido a un tiempo premoderno donde las personas compiten en un mercado de especificidades para sentirse, más que realizadas, representadas.

Todo ello a costa de abandonar nuestro sentimiento de clase y, por tanto, las luchas colectivas que pasan a un segundo plano para ser absorbidas por esas identidades. Owen Jones ya advertía cómo en el Reino Unido la izquierda se había entregado a las reivindicaciones identitarias de las minorías en nombre de la diversidad y la tolerancia, todo con especial atención al lenguaje y las formas, pero sin prestarlo a las necesidades sociales de la clase trabajadora, concepto que desapareció en la división de razas, religiones y culturas. Como consecuencia, el sector trabajador blanco y protestante, en lugar de buscar su igual de clase entre las otras razas y religiones, se vio despreciado por la izquierda multicultural y terminó en manos de quienes se dedicaron a aplaudirles su raza y su religión: la ultraderecha.

Daniel Bernabé nos precisa que la «diversidad puede implicar desigualdad e individualismo, esto es, la coartada para hacer éticamente aceptable un injusto sistema de oportunidades y fomentar la ideología que nos deja solos ante la estructura económica, apartándonos de la acción colectiva». En este libro nuestro autor nos desvela lo que llama «la trampa de la diversidad: cómo un concepto en principio bueno es usado para fomentar el individualismo, romper la acción colectiva y cimentar el neoliberalismo».

De hecho el uso y abuso que de la diversidad está haciendo el mercantilismo es espectacular. Así, una mera tienda de juguetes eróticos consigue un reportaje titulado como «Una eroteca vegana, feminista, transgénero y respetuosa con la diversidad relacional y corporal» (Eldiario.es, 22 de marzo de 2016). En la Semana de la Moda de Nueva York una casa de diseño presentaba «una transgresora propuesta», según calificaba la prensa; un mensaje de «diversidad y tolerancia», en palabras de la empresa. En su nota de prensa afirmaba que su objetivo era que «todas las diferencias, incluso si no se comprenden completamente o no se está de acuerdo con ellas deben ser toleradas; todas las criaturas merecen espacio bajo el sol». Quería trasladar con su propuesta «el deseo individual de transformarse y convertirse en la mejor versión de uno mismo». ¿Y qué presentaba tras su canto a la transgresión, la tolerancia y la diversidad? Pelucas para vaginas. No, no es una errata de imprenta lo que ha leído. La firma Kaimin presentaba en Nueva York unas pelucas que simulan vello púbico desfilando a la vez que se proyectaban vídeos con imágenes de diversas vaginas (El Español, 20 de febrero de 2018).

Un anuncio de Benetton presentará imágenes de personas de diferentes razas, eso sí, todos jóvenes, guapos, limpios y bien alimentados. La diversidad nunca es de clase. En un reportaje sobre las elecciones estadounidenses los reporteros nos explicarán la diferencia de comportamiento para votar entre los hombres y las mujeres, entre los protestantes y los musulmanes, entre los blancos, afrodescendientes y latinos; pero no se pararán a exponer la diferencia de voto entre los directivos de Wall Street y los estibadores del puerto de Nueva York. En nuestras series de televisión vemos un emigrante, un gay, un vegetariano… y, con ellos, toda la conflictividad cotidiana presentada de forma banal, pero nunca aparece uno de los protagonistas volviendo del trabajo indignado porque su jefe no le paga las horas extras o porque ese mes lleva encadenados cinco contratos de dos días de duración. No existe la clase trabajadora, y menos todavía el conflicto social de clase. Pero la serie será percibida como progresista porque nos ha presentado y ensalzado la diversidad como baluarte de pluralidad, tolerancia y vanguardia ideológica. De ahí que pidamos presencia de mujeres, emigrantes, LGTB y jóvenes en un debate televisivo sin plantearnos si todos los elegidos tienen el mismo ideario. Si repasamos los titulares de un periódico de línea progresista descubriremos que las noticias y conflictos en torno a la diversidad tienen más presencia que las noticias referentes a las injusticias materiales. El conflicto mediático y político gira en torno a una drag queen en el carnaval; unas Reinas Magas en la cabalgata; una discusión sobre la llegada de refugiados, sin explicar el origen de su guerra; o la situación de los cerdos en una granja, mientras ignoramos la explotación que sufren los trabajadores de ese mismo lugar.

Todo eso tiene su correlación en el comportamiento de los políticos y de los votantes. La política se convierte en un supermercado donde lo que vende es el envase en lugar del contenido. Los candidatos y los proyectos pierden el contenido y se uniformizan para intentar pescar todos en el caladero de la clase media. Empezamos vaciando de significados la política para competir en el mercado de las preferencias ciudadanas. Así, Theresa May lucía un brazalete de Frida Kahlo porque mola como símbolo feminista (cuando en realidad era comunista), Barack Obama aparece en un icónico cartel a modo de plantilla de arte callejero y la izquierda española lanza GIF de gatos en Twitter.

Por su parte, la clase media, en realidad la mayoría de las clases, ansía diferenciarse del resto, reafirmándose en su identidad. Nada mejor para ello que una oportuna oferta de diversidades, inocuas para el capitalismo, individualistas y competitivas entre ellas cuando buscan presencia en los medios, reconocimiento de los políticos y significación social. Como señala el autor, los ciudadanos reniegan de participar en organizaciones de masas donde su exquisita especificidad se funde con miles para luchar por un programa electoral global, «temen perder su preciada identidad específica, que creen única». El mercado de la diversidad y su aparato ideológico les ha hecho creer que son tan exclusivos, tan singulares que no pueden soportar la uniformidad de una disciplina unitaria de lucha social por un objetivo global. Basta ver en los perfiles de Twitter que, cuanto más políticamente incorrecto se autocalifica un usuario más retrógrada suele ser su ideología.

Bernabé también nos habla del auge de la ultraderecha. Tal como ya indicamos anteriormente en el razonamiento de Jones, mientras «la izquierda secciona a los grupos sociales intentando dar protagonismo a todos los colectivos que pugnan en ese mercado identitario», la ultraderecha construye grupo en torno al discurso de la honradez, la decencia y la invasión del diferente.

Guy Debord alertó en 1967 de que vivíamos en la sociedad del espectáculo. Pasolini, a principios de los setenta, auguraba que el culto al consumo lograría una desideologización que nunca consiguió el fascismo. En 1985, Ignacio Ramonet acuña el término «golosina visual» para referirse a los mecanismos de seducción de los medios audiovisuales. Todas esas agoreras previsiones en su momento resultaron revolucionarias, el tiempo les ha dado la razón y ahora son aceptadas sin discusión. En este libro Daniel Bernabé nos trae otra: la trampa de la diversidad, que se une a las anteriores con el objeto de seguir desmovilizando, o mejor dicho, movilizando con humo, a la izquierda y la clase trabajadora. Qué término tan extraño ya, ¿verdad?, clase trabajadora. Una columna suya sobre este tema escrita en la revista La Marea me cautivó hasta el punto de plantearle la posibilidad de desarrollar el asunto a lo largo de un libro. No imaginaba que nos podría sorprender con estas clarificadoras ideas presentadas con tanto respeto hacia las minorías como contundencia en sus argumentos.

Introducción de Pascual Serrano.

La trampa de la diversidad. Daniel Bernabé.

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1984 (George Orwell)

Winston pidió por la telepantalla los números necesarios del Times, que le llegaron por el tubo neumático pocos minutos después. Los mensajes que había recibido se referían a artículos o noticias que por una u otra razón era necesario cambiar, o, como se decía oficialmente, rectificar. Por ejemplo, en el número del Times correspondiente al 17 de marzo se decía que el Gran Hermano, en su discurso del día anterior, había predicho que el frente de la India Meridional seguiría en calma, pero que, en cambio, se desencadenaría una ofensiva eurasiática muy pronto en África del Norte. Como quiera que el alto mando de Eurasia había iniciado su ofensiva en la India del Sur y había dejado tranquila al Africa del Norte, era por tanto necesario escribir un nuevo párrafo del discurso del Gran Hermano, con objeto de hacerle predecir lo que había ocurrido efectivamente. Y en el Times del 19 de diciembre del año anterior se habían publicado los pronósticos oficiales sobre el consumo de ciertos productos en el cuarto trimestre de 1983, que era también el sexto grupo del noveno plan trienal. Pues bien, el número de hoy contenía una referencia al consumo efectivo y resultaba que los pronósticos se habían equivocado muchísimo. El trabajo de Winston consistía en cambiar las cifras originales haciéndolas coincidir con las posteriores. En cuanto al tercer mensaje, se refería a un error muy sencillo que se podía arreglar en un par de minutos. Muy poco tiempo antes, en febrero, el Ministerio de la Abundancia había lanzado la promesa (oficialmente se le llamaba «compromiso categórico») de que no habría reducción de la ración de chocolate durante el año 1984. Pero la verdad era, como Winston sabía muy bien, que la ración de chocolate sería reducida, de los treinta gramos que daban, a veinte al final de aquella semana. Como se verá, el error era insignificante y el único cambio necesario era sustituir la promesa original por la advertencia de que probablemente habría que reducir la ración hacia el mes de abril.

George Orwell, "1984".

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Libertad de expresión

"Gracias a la libertad de expresión hoy ya es posible decir que un gobernante es un inútil sin que nos pase nada. Al gobernante tampoco."

Jaume Perich, (escritor, dibujante, humorista y traductor.)

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El Pueblo

Vimes se había pasado la vida entera en las calles y había conocido a hombres honrados y a estúpidos y a gente capaz de robarle un penique a un mendigo ciego y a gente que todos los días llevaba a cabo silenciosos milagros o crímenes desesperados detrás de las ventanas mugrientas de sus casuchas, pero nunca había conocido al Pueblo.

En cualquier caso, la gente que estaba en el bando del Pueblo siempre terminaba decepcionada. Descubrían que el Pueblo no solía ser atento ni agradecido ni abierto de miras ni obediente. El Pueblo solía ser estrecho de miras y conservador y no muy listo y hasta desconfiaba de la inteligencia. Y así era como a los hijos de la revolución se les planteaba el eterno problema: no es que tuvieran el gobierno equivocado, lo que era obvio, sino que tenían a la gente equivocada.

En cuanto uno consideraba a la gente como algo a lo que tomar la talla, resultaba que no la daban. Lo que correría por las calles muy pronto no sería una revolución ni un disturbio. Sería gente aterrada y presa del pánico. Era lo que pasaba cuando fallaba la maquinaría de la vida en la ciudad, los engranajes dejaban de girar y todas las pequeñas reglas se rompían. Y cuando ocurría eso, los humanos eran peores que los borregos. Los borregos se limitaban a correr; no intentaban morder al borrego de al lado.

Llegado el ocaso, los uniformes se habrían convertido automáticamente en dianas. Y entonces ya no importaría dónde estuvieran las simpatías de un agente de la Guardia. No sería más que otro hombre con armadura…

¡Verdad! ¡Justicia! ¡Libertad! ¡Amor a precios razonables! ¡Y un huevo duro!

-Ronda de Noche, Terry Pratchett

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Las leyes contra las drogas

Las leyes contra las drogas se justifican típicamente como “leyes para la protección de la salud pública”. De forma que el sentido común juzga que, promulgando y aplicando tales leyes, los gobiernos ejercen una función paternal de proteger a los ciudadanos de peligros contra la salud, como harían concibiendo y aplicando leyes sobre la eliminación de aguas residuales, vacunación de escolares o contaminación atmosférica causada por vehículos o industria.

Contemplada desde esta perspectiva, la prohibición de las drogas parece benigna, incluso beneficiosa. Ese punto de vista ha enraizado tan firmemente en la opinión pública que este concepto es aceptado universalmente como una actividad legítima, e incluso una solemne responsabilidad por parte tanto de los gobiernos capitalistas como de los socialistas (Szasz 1974; Szasz 1992). En los Estados Unidos solo el partido libertario se ha opuesto firmemente a la prohibición de las drogas, por considerarla un abuso de poder del gobierno. En algunos países, la violación de estas leyes se llama eufemísticamente “delito contra la salud pública”. No obstante, observado desapasionadamente y desde una perspectiva estrictamente científica, esta justificación en la salud pública simplemente no se sostiene, y colocando ciertas drogas fuera de los procesos de control de calidad farmacéuticos, los gobiernos están traicionando a su responsabilidad de proteger el bienestar público. Aunque algunos consumidores potenciales son disuadidos por las leyes que prohíben las drogas de su elección, muchos - quizá la mayoría - no son disuadidos. Durante el experimento que fue la prohibición federal del alcohol en Estados Unidos, en el periodo 1920-1933, parte de los antiguos bebedores aceptaron abandonar el alcohol y obedecieron la ley, mientras otros muchos - como mínimo la mitad - continuaron consumiéndolo a pesar de todo.

Vale la pena subrayar que el “uso” del alcohol, como ocurre hoy con el uso de ciertas drogas penalizadas, continuó siendo legal en algunos casos excepcionales: el vino sacramental, por ejemplo, se podía elaborar y dispensar; también los médicos descubrieron de repente que el alcohol era una panacea, y comenzaron a recetarlo generosamente. Aunque es imposible establecer cifras exactas sobre el uso actual de drogas ilegales, o la eficacia de las leyes prohibicionistas (Barnes 1988c), no hay duda que muchos usuarios, entre 20 y 40 millones sólo en Estados Unidos, es decir: entre un 10 y un 20 % de la población adulta (Goldstein y Kalant 1990; Nadelmann 1989), no son disuadidos por las leyes, de modo que las usan ilegalmente. Durante la época de la prohibición del alcohol muchos bebedores habituales sufrieron intoxicaciones accidentales causadas por metanol y otros disolventes; venenos que nunca habrían usado si se hubieran hecho los pertinentes controles para determinar la pureza del alcohol y su concentración. Este tipo de envenenamiento desapareció cuando el uso lúdico del alcohol y su venta a tal fin volvieron a ser legales.

Del mismo modo mueren cada año prematuramente unas 3.500 personas en los Estados Unidos debido al uso de drogas ilegales, tratándose en muchos casos de las llamadas muertes por sobredosis de drogas inyectables, principalmente opiáceos (Goldstein y Kalant 1990). Aunque estas muertes sean presentadas como “sobredosis de heroína”, la gran mayoría se debe a los adulterantes y contaminantes presentes en estos preparados (Chein et al. 1964; Escohotado 1989 a). Después de todo, las muestras típicas suelen tener un bajo porcentaje de heroína o algún otro sucedáneo sintético. Además contienen polvo, ácaros y otros minúsculos artrópodos, esporas, virus y bacterias que pueden causar infecciones y muertes súbitas por shock anafiláctico o por la toxicidad de alguno de los adulterantes. Hay que destacar que la inyección o incluso la autoadministración de dosis conocidas y estériles de opiáceos de calidad farmacéutica es un procedimiento común y seguro.

Pharmacotheon. Jonathan Ott

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El ciervo escondido

Un leñador de Cheng se encontró en el campo con un ciervo asustado y lo mató. Para evitar que otros lo descubrieran, lo enterró en el bosque y lo tapó con hojas y ramas. Poco después olvidó el sitio donde lo había ocultado y creyó que todo había ocurrido en un sueño. Lo contó, como si fuera un sueño a toda la gente. Entre los oyentes hubo uno que fue a buscar al ciervo escondido y lo encontró. Lo llevó a su casa y dijo a su mujer:

—Un leñador soñó que había matado un ciervo y olvidó dónde lo había escondido y ahora yo lo he encontrado. Ese hombre sí que es un soñador.

—Tú habrás soñado que viste un leñador que había matado un ciervo. ¿Realmente crees que hubo un leñador? Pero como aquí está el ciervo, tu sueño debe ser verdadero —dijo la mujer.

—Aun suponiendo que encontré al ciervo por un sueño —contestó el marido—, ¿a qué preocuparse averiguando cuál de los dos soñó?

Aquella noche el leñador volvió a su casa, pensando todavía en el ciervo, y realmente soñó, y en el sueño soñó el lugar donde había ocultado el ciervo y también soñó quién lo había encontrado. Al alba fue a casa del otro y encontró al ciervo. Ambos discutieron y fueron ante un juez, para que resolviera el asunto. El juez le dijo al leñador:

—Realmente mataste un ciervo y creíste que era un sueño. Después soñaste realmente y creíste que era verdad. El otro encontró al ciervo y ahora te lo disputa, pero su mujer piensa que soñó que había encontrado un ciervo. Pero como aquí está el ciervo, lo mejor es que se lo repartan.

El caso llegó a oídos del rey de Cheng y el rey de Cheng dijo:

—¿Y ese juez no estará soñando que reparte un ciervo?

Liehtsé. Filósofo chino. Siglo IV a.C.

Texto recogido en: "Antología de la literatura fantástica" de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo.

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Carta de Carl Sagan a su hija Sasha

Carta de Carl Sagan a su hija Sasha

"Si tenemos en cuenta el número casi infinito de posibilidades y caminos que conducen a nacer a una sola persona, debes estar agradecida de ser tú misma este preciso instante. Piensa en el enorme número de posibles universos alternativos en los que, por ejemplo, tus tatara-tatara-abuelos nunca se encontraron y tú nunca llegaste a existir. Tienes el placer de vivir en un planeta en el que has evolucionado para respirar el aire, beber el agua y adorar el calor de la estrella más cercana. Estás conectada con todas las generaciones y los seres vivos de este mundo a través del ADN. También con el universo, porque cada célula de tu cuerpo fue creada en los corazones de las estrellas".

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Ironía ante la autoridad

Nunca se debe ser irónico con la autoridad: si no te entiende, mala cosa; y si te entiende, peor.

La balsa de Piedra. José Saramago.

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La estupidez insiste siempre

Las plagas, en efecto, son una cosa común pero es difícil creer en las plagas cuando las ve uno caer sobre su cabeza. Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas. El doctor Rieux estaba desprevenido como lo estaban nuestros ciudadanos y por esto hay que comprender sus dudas. Por esto hay que comprender también que se callara, indeciso entre la inquietud y la confianza. Cuando estalla una guerra las gentes se dicen: “Esto no puede durar, es demasiado estúpido.” Y sin duda una guerra es evidentemente demasiado estúpida, pero eso no impide que dure. La estupidez insiste siempre,...

La peste. Albert Camus.

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Padres del liberalismo. John S. Mill (1)

Nunca quise decir que los conservadores son generalmente estúpidos. Quise decir que las personas estúpidas son generalmente conservadoras. Creo que es un principio tan evidente y universalmente admitido que no creo que casi ningún caballero lo niegue.

John Stuart Mill.

Economista y filósofo británico.

Miembro del parlamento británico por el Partido Liberal (1865-1868).

I never meant to say that the Conservatives are generally stupid. I meant to say that stupid people are generally Conservative. I believe that is so obviously and universally admitted a principle that I hardly think any gentleman will deny it.

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Nacionalismo vs patriotismo

La diferencia entre patriotismo y nacionalismo es que el patriota está orgulloso de su país por lo que hace y el nacionalista está orgulloso de su país pase lo que pase; la primera actitud crea un sentimiento de responsabilidad, pero el segundo un sentimiento de ciega arrogancia que conduce a las guerras.

Sydney J. Harris.

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Ley de Lem

Nadie lee nada.

Los que leen, no entienden un carajo.

Los que entienden algo, lo olvidan a los cinco minutos.

Provocación. Stanislaw Lem

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Los sesgos que nos hacen estrellarnos en economía

-Sesgo de disponibilidad: la información más veraz es la que es más fácil de encontrar. Véase al Wikipedia, por ejemplo.

-Asignamos mayor probabilidad a un suceso después de que ya haya ocurrido de la que le asignábamos antes.

-Inducción falsa: sacamos conclusiones de información insuficiente.

-No entendemos la probabilidad de los hechos que van juntos. Por ejemplo, tendemos a pensar que es más fácil que se produzcan siete hechos con un 90 % de probabilidad a que se produzca uno con un 10%

-Buscamos pruebas que confirmen lo que pensamos en vez de buscar pruebas que lo desmientan. Y claro, las encontramos.

-Las informaciones irrelevantes, pero próximas, influyen más en nuestras decisiones que las lejanas e importantes.

-Apatía del espectador: dejamos de cumplir con nuestra parte cuando formamos parte de un grupo.

El triunfo del dinero. Nial Ferguson

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El varón polígamo

Imaginemos la siguiente escena de un supuesto cinematográfico:

Sol, mar, playa solitaria ..., un hombre y una mujer.

El hombre.- Estás muy callada, querida. ¿Qué te sucede?

La mujer.- Nada.

El hombre.- Vamos, cuéntamelo.

La mujer.- No sé cómo explicártelo. (Breve pausa.) Me he propuesto abandonarte.

El hombre.- ¿Hay algún otro?

La mujer.- Sí.

El hombre.- ¿Estás segura de quererlo?

La mujer.- Sí.

El hombre.- ¿Más que a mí?

La mujer. -Me sería imposible seguir viviendo sin él.

El hombre.- (Pasándole un brazo por la espalda.) Estupendo.

La mujer.- ¿Cómo has dicho, por favor?

El hombre.- Dije estupendo... ¡Quédate con él!

La mujer.- ¿Te alegras?

El hombre.- ¿Por qué no habría de alegrarme?

La mujer.- Entonces... ¿ya no me quieres?

El hombre.- Al contrario.

La mujer.- ¿Me quieres todavía?

El hombre.- Te quiero y, por tanto, deseo verte feliz. ¿Acaso esperabas otra cosa?

Más tarde, cuando el productor lee ese guión y llega al susodicho pasaje, agarra el teléfono y pide comunicación con su autor. Empieza preguntándole si ha perdido el juicio: evidentemente, usted ha intentado representar una escena de amor, le dice, pero tales escenas amorosas no ocurren nunca en la vida real. Cuando son auténticas, el hombre parte el cráneo a su mujer o, por lo menos, intenta hacerlo. Luego salta al coche, arranca haciendo chirriar los neumáticos y vapulea a su rival. Sin embargo, el autor se resiste a hacer modificaciones: el hombre realmente enamorado de su mujer, responde, se comporta así y nada más, pues el verdadero amor es, ante todo, abnegado. Si el productor se prestara a proseguir la polémica se pondría seguramente de manifiesto que existen, por fuerza, dos clases bien distintas de amor entre hombre y mujer: uno condescendiente y otro vengativo, uno altruista y otro posesivo, uno donador y otro recipiente...

Esther Vilar, "El varón polígamo". (1975) [Esther Vilar estudió medicina, psicología y sociología, y ejerció la medicina antes de dedicarse a escribir.]

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Los norteamericanos vistos en 1820 por un erudito francés

Si sobrevinieran hostilidades en el seno de un pueblo no belicoso, ¿sabría éste resistir? ¿Permitirían las fortunas y las costumbres hacer sacrificios? ¿Cómo renunciar a la costumbre de la vida muelle, a la comodidad, al bienestar indolente de la vida? La China y la India, adormecidas en su muselina, han sufrido constantemente la dominación extranjera. Lo que conviene a la naturaleza de una sociedad libre es un estado de paz moderado por la guerra, y un estado de guerra atemperado por la paz. Los americanos han llevado demasiado tiempo seguido la corona de olivo: el árbol que se la proporcionó no es originario de sus riberas.

Comienza a dominarles el espíritu mercantil; el interés se convierte en ellos en el vicio nacional. Ya la competencia de los bancos de los distintos estados constituye un estorbo, y las bancarrotas amenazan la fortuna común. En tanto la libertad produce oro, una república industrial obra prodigios; pero cuando el oro se compra o se ha agotado, pierde ese amor a la independencia no basado en un sentimiento moral, sino nacido de la sed de ganancia y de la pasión por la industria.

Es difícil, además, crear una patria entre unos estados que no tienen ninguna comunidad de religión y de intereses, que, habiendo tenido orígenes distintos en momentos distintos, viven en un suelo diferente y bajo un sol diferente. ¿Qué relación existe entre un francés de la Louisiana, un español de las Floridas, un alemán de Nueva York, un inglés de Nueva Inglaterra, de Virginia, de Carolina, de Georgia, todos ellos considerados americanos? Uno es ligero y duelista; el otro católico, indolente y soberbio; el tercero luterano, campesino y sin esclavos; el otro anglicano y plantador con negros; el de más allá puritano y comerciante; ¡cuántos siglos se necesitarán para homogeneizar estos elementos!

Está a punto de aparecer una aristocracia crisógena[12] enamorada de la distinción y apasionada por los títulos. Suele creerse que en los Estados Unidos reina un nivel general: craso error. Existen círculos sociales que se desdeñan y no se frecuentan en absoluto; existen salones en los que la altanería señoril excede a la de un príncipe alemán de dieciséis cuarteles. Estos nobles plebeyos aspiran a la casta, a despecho del progreso de las luces que les ha hecho iguales y libres. Algunos de ellos no hablan más que de sus mayores, orgullosos barones, aparentemente bastardos y compañeros de Guillermo el Bastardo. Hacen ostentación de los blasones caballerescos del Viejo Mundo, adornados con las serpientes, los lagartos y las cacatúas del Nuevo. Un segundón de Gascuña, llegado con la capa y el paraguas a costas republicanas, si tiene la picardía de hacerse llamar marqués, se ve tratado con consideración en los buques de vapor.

La gran desigualdad de las fortunas amenaza más seriamente aún con acabar con el espíritu igualitario. Hay americanos que poseen uno o dos millones de renta; así, los yanquis de la gran sociedad no pueden ya vivir como Franklin: el verdadero gentleman, a disgusto en su nuevo país, viene a Europa en busca de lo viejo; se lo encuentra en las posadas, haciendo como los ingleses, con la extravagancia o el mohín de hastío que los caracteriza, tours por Italia. Estos trotamundos de Carolina o de Virginia compran ruinas de abadías en Francia, y plantan, en Melun, jardines a la inglesa con árboles americanos. Nápoles envía a Nueva York a sus cantantes y perfumistas, París sus modas y a sus faranduleros, Londres a sus grooms y boxeadores: alegrías exóticas que no vuelven por ello más alegre la Unión. Se convierte en una diversión el arrojarse a las cataratas del Niágara, ante los aplausos de cincuenta mil plantadores, medio salvajes, a quienes hasta la misma muerte a duras penas puede arrancar una risa.

Y lo más extraordinario de todo es que al propio tiempo que prepondera la desigualdad de las fortunas y que nace una aristocracia, el gran impulso igualitario en el exterior obliga a los potentados industriales o terratenientes a esconder su lujo, a disimular sus riquezas, por temor a ser asesinado por sus vecinos. No se reconoce en absoluto el poder ejecutivo; se expulsa a capricho a las autoridades locales que se ha elegido, y se las sustituye por otras nuevas. Esto no perturba en absoluto el orden; se aplica la democracia práctica, y se hace escarnio de las leyes establecidas, en teoría, por la propia democracia. Existe poco espíritu de familia; tan pronto como el niño está en condiciones de trabajar, es preciso, como el pájaro emplumado, que vuele con sus propias alas. Con elementos de estas generaciones emancipadas en una temprana orfandad y de las emigraciones que llegan de Europa, se forman compañías nómadas que desbrozan la tierra, abren canales y llevan su industria por doquier sin apegarse al suelo; empiezan casas en el desierto donde su propietario, que está de paso, apenas si se quedará unos días.

Un egoísmo frío y duro reina en las ciudades; piastras y dólares, billetes de banco y dinero en metálico, aumento y disminución del capital, es el único tema de conversación; uno creería estar en la Bolsa o ante el mostrador de una gran tienda. Los periódicos, de un formato inmenso, están llenos de anuncios de negocios o de cotilleos groseros. ¿No acusarán los americanos, sin saberlo, la ley de un clima en el que la naturaleza vegetal parece haber prosperado a expensas de la naturaleza viva, ley combatida por unos espíritus distinguidos, pero cuya refutación no la ha anulado del todo? Podríamos preguntarnos si el americano no se ha maleado demasiado pronto en la libertad filosófica, así como lo ha hecho el ruso en el despotismo civilizado.

En resumen, los Estados Unidos dan la idea de una colonia y no de una madre patria: no tienen pasado, las costumbres se han creado a partir de leyes. Estos ciudadanos del Nuevo Mundo adquirieron rango entre las naciones en el momento en que las ideas políticas entraban en una fase ascendente: cosa que explica por qué se transforman con extraordinaria rapidez. Una vida social estable parece impracticable entre ellos, por una parte por el extremo hastío de los individuos, por otra por la imposibilidad de parar quietos, y por la necesidad de moverse que los domina, pues no se está nunca arraigado en un lugar donde los penates andan errantes. Situado en la ruta de los océanos, a la cabeza de las ideas de progreso tan nuevas como su país, el americano parece haber recibido de Colón más la misión de descubrir otros universos que la de crearlos.

Memorias de ultratumba . Chateaubriand.

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Asimov. Selección 3

"Mi carrera era la de químico. Mientras escribía y vendía cuentos, estudiaba de firme en Columbia. Tenía el propósito de ganarme la vida —una vez conseguido el doctorado— realizando investigaciones para una industria importante, con un sueldo magnífico… cien dólares semanales, por ejemplo. (Siendo hijo del dueño de una pastelería, criado durante la depresión, sufría ataques de vértigo si intentaba imaginar más de cien dólares semanales que señalaban el límite de mis ambiciones.)

Claro, mi sueldo en Filadelfia era sólo de cincuenta dólares semanales; pero por aquellos días una pareja joven tenía bastante. Los impuestos eran bajos, el apartamento nos costaba 42’5 dólares al mes y la comida para dos en un restaurante ascendía a dos dólares (incluida la propina).

No era la cumbre de mis sueños; pero, al fin y al cabo, se trataba únicamente de un empleo temporal. Terminada la guerra, volvería a mis investigaciones, conquistaría el título y encontraría un empleo mejor. Mientras tanto, hasta un salario de 2.600 dólares anuales parecía eliminar la necesidad de escribir nada. El día de la boda llevaba escritos cuarenta y dos relatos, de los cuales había vendido veintiocho (y todavía vendería tres más). En un período de cuatro años de soltero había cobrado, por los veintiocho cuentos, 1.788’5 dólares. Lo cual representaba unos ingresos medios de algo menos de 8’6 dólares semanales, o 64 dólares por relato.

Entonces nunca soñé que pudiera salir mucho mejor librado. No tenía el propósito de escribir jamás otra cosa que ciencia ficción o fantasías para revistas baratas, que pagaban a centavo la palabra cuando más… o a centavo y cuarto si daban gratificación.

Para llegar a los pobres cincuenta dólares semanales de mi empleo habría tenido que escribir y vender unos cuarenta cuentos al año, y en aquellos tiempos me parecía inconcebible poder hacerlo.

Había sido buena idea darle a la máquina para pagarme los gastos del colegio cuando no tenía otra fuente de ingresos; pero ahora, ¿para qué habría tenido que escribir? Además, con seis días de trabajo, o sea, cuarenta y cuatro horas semanales, y el apasionamiento de un matrimonio reciente, ¿quién habría tenido tiempo?

Parecía desvanecerse hasta el hecho de que existiera la ciencia ficción. Me había dejado la colección de revistas en Nueva York; ya no veía periódicamente a Campbell, ni a Pohl, ni a ninguno de mis camaradas del género. Apenas leía siquiera las revistas más conocidas cuando salían.

Pude haber dejado morir por completo mi ciencia ficción, y con ella mi carrera de escritor, si no hubiera sido por los momentos del mundo externo y unos ligeros cosquilleos en mi interior, que indicaban (aunque por aquel entonces yo no lo supiera) que escribir significaba para mí muchísimo más que un simple recurso para ganar un poco de dinero".

Isaac Asimov. Publicado en "Asimov. Selección 3".

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Opiniones de un gobernador nazi en la Francia ocupada

Aquel día habían quedado para comer, a la una en punto, pero Pedro se presentó en Arrás a las diez y media de la mañana. En casa de Berger le dijeron que el señor Hopper ya había pasado también por allí y que lo habían remitido a la comandancia militar, porque el señor gobernador tenía una mañana muy ocupada.

              Pedro dio las gracias y se dirigió a la Comandancia, a escasos trescientos metros del domicilio del gobernador.

              Los guardias de la entrada le dieron severamente el alto y le pidieron la documentación. Pedro la entregó con tranquilidad y declaró que el gobernador lo estaba esperando. Un guardia se dirigió al interior del edificio y dos minutos después , le pidió que lo acompañase.

              —Buenos días, señor Ríos. Sabía que llegaría más o menos a esta hora —lo saludó Berger, tras la mesa de su despacho. Sentado enfrente estaba Hopper, que se levantó para estrechar la mano al pintor español.

              —Ni yo mismo esperaba estar aquí tan pronto —repuso Ríos.

              —Eso es porque usted no se sabe de memoria el horario de trenes, como yo. Porque ha venido usted en tren, ¿no es así?

              —Sí, es cierto.

              —Pues nuestros trenes siempre llegan a la hora. Con guerra o sin guerra. Debería usted saberlo. Siéntese, por favor.

              —Gracias —repuso Pedro, acercando una de las sillas que había junto a la pared—. De todas maneras, los guardias han estado un poco lentos y torpes. No todo es perfecto en su Reich...

              Berger se echó a reír.

              —Bien observado. Sin embargo, se habrá fijado que cada vez hablan mejor francés.

              —Eso sí.

              —¡Porque la mayoría son franceses! A los nuestros los están enviando a Rusia. Cualquier día , los franceses descubrirán que se están ocupando a sí mismos  y tendremos un problema, pero mientras se dan cuenta y no, estiramos nuestras tropas como podemos.

              —No me diga...

              —Pedimos diez mil voluntarios para auxiliares de policía y se presentaron cien mil.

              —Es increíble.

              —En absoluto. Aquí está usted, comunista y español, aguantando mis impertinencias. ¿Y sabe por qué? Porque, en el fondo, reconoce que ahora vive mejor que antes. Y eso les pasa a muchos franceses, que estaban hartos del desorden, de la corrupción y de la arbitrariedad de los poderosos.

              —Y ustedes, por supuesto, no son arbitrarios... —ironizó Hopper, introduciéndose en la conversación.

              —¡Pues claro que sí! Nosotros hacemos lo que nos da la gana, sin explicaciones  y amenazando con las armas a quien tenga algo que decir. ¡Pero nosotros somos el enemigo! ¡Eso es lo que la gente se espera del enemigo! Cuando duele realmente es cuando te lo hacen los tuyos, a los que tú pagas para servirte y ves como diariamente se sirven de ti. Que te maltraten los militares ocupantes es casi normal  y,  además, ofende menos, porque son extranjeros. Si un soldado alemán le da una bofetada a un hombre, le dolerá, pero se olvidará en un par de días. Pero si esa misma bofetada se la da su vecino, le guardará rencor para toda la vida. ¿No lo entienden?

              —Sí, claro, pero no es lo mismo una bofetada que el fusilamiento de un hijo, o el ahorcamiento de un pariente. ¿Puedo preguntarle cuántas penas de muerte ha firmado desde que está aquí? —preguntó Ríos, irritado por la falsa campechanía del alemán. Detestaba a aquella clase de hombres, que fingían burlarse de todo para escupir su bilis.

              Berger suspiró.

              —Se lo puedo decir exactamente. Noventa y una.

              —¿Y después de noventa y una muertes, puede aún decir que los franceses están más contentos con usted que con la situación anterior?

              Berger se alisó las puntas de su bigote.

              —Sí, lo afirmo. Porque he firmado noventa y una penas de muerte. Pero no se imagina usted cuántas denuncias he pasado por alto. Ahora, con el tiempo, ya van llegando menos, pero al principio, recibía diez o doce denuncias diarias. Durante un año entero. Vecinos que denunciaban a sus vecinos, ajustes de cuentas por tierras, ajustes de cuentas por mujeres, ajustes de cuentas por negocios, ajustes de cuentas por ofensas del siglo pasado. Comencé numerándolas, pero cuando llegué a las tres mil , me aburrí y preferí dejar de contarlas. ¿No se lo cree? Las tengo archivadas.

              Pedro Ríos bajó la vista. Sabía que en España había sido igual.

              —Le creo.

              —Hace bien, porque es la pura verdad. Todo el que tiene una cuenta pendiente con alguien quiere utilizarnos a nosotros para saldarla. Y luego, por supuesto, los asesinos seremos nosotros, y con razón, porque no niego que, entre los míos, hay muchos a los que les divierte el asunto, pero le doy mi palabra de honor de que, por cada fusilamiento, hay cincuenta denuncias que se han ido a enmohecer al archivo. ¿Cómo se cree usted que perseguimos a los judíos en este país?

              —Pues buscándolos en el censo, por supuesto —repuso Hopper.

              —¡Qué va! —despreció Berger con un gesto—. Ni uno de ellos está tan loco como para permanecer localizable en el mismo domicilio que tenía antes de la guerra. Los vamos cogiendo según los van denunciando sus vecinos, o con más frecuencia aún, los dueños de las propiedades colindantes a las de los judíos. La cuenta que hacen está clara: «Si muere Aarón, yo me quedo con su casa, con su parcela, o con su sastrería y además, por cuatro perras». Y denuncian a Aarón si se enteran de algún modo de dónde se ha metido.

              —Ya, así es la miseria humana... —se lamentó Pedro.

              —Pero no nos quieren sólo por miseria. A veces también nos aprecian por nuestra grandeza —aseguró Berger.

              —¿Por su grandeza?

              —Sí, se lo aseguro. Usted es un pintor famoso y nuestro común amigo, Hopper, un rico industrial americano, pero la gente común no está en una posición tan buena como la suya.

              —¿Y eso qué tiene que ver?

              —Es muy sencillo. Durante años, durante siglos, los ricos se impusieron a los pobres en todas partes. Se quedaron los mejores puestos, heredaron las mejores plazas de la administración y cerraron el paso a los de abajo. Los profesores, los jefes de todos los departamentos de la administración, los jueces y hasta los jefes de policía procedían de una serie de familias selectas y beneficiaban a los suyos. No había ni una opción de ascender verdaderamente , como no fuese haciéndose cura.

              —Eso es el malo de la sociedad burguesa. Habla usted como un marxista —señaló Pedro.

              —Pues no lo soy. Pero es cierto: las élites se defendían entre sí  y no sólo para impedir el paso a los de abajo: cada vez que surgía un conflicto, de cualquier tipo, siempre tenía la razón el de la clase social superior. Daba igual que se tratase de lindes de tierras, de derechos de riego, de alquiler de edificios, de derechos de venta o producción en una fábrica. Siempre era igual. Era inútil acudir a los tribunales, porque la razón siempre la llevaba el rico contra el pobre, siempre el poderoso contra el desheredado.

              —¿Y ha cambiado eso?

              —¡Pues sí! Porque a nosotros nos importa todo un carajo, ¿no se da cuenta? Nosotros somos los amos del país porque lo hemos conquistado por las armas. No le debemos favores a nadie y no hacemos cuenta de los favores que tendremos que pedir mañana, cuando queramos que a nuestro hijo se le apruebe una oposición para un buen puesto. A nosotros nos importa todo tres pimientos, y hacemos lo que nos da la gana, porque queremos y cuando nos parece. ¿Puede haber alguien más imparcial?

              Hopper se echó a reír y Pedro lo secundó.

              —Es usted un maestro de la propaganda —alabó el americano.

              —¡En absoluto! Lo que les digo es rigurosamente cierto. ¿Saben a lo que dedico yo la mitad de mi tiempo? ¿Saben a lo que lo dedican la mayor parte de los comandantes de ciudades como esta? A ejercer de tribunal de apelación. La gente está aprovechando la ocupación para llevar a los tribunales los casos que nunca se hubiese atrevido a llevar antes. Los pobres, sobre todo, confían en nosotros, porque no conocemos a nadie  y nos da igual a quién damos la razón. Los pobres vienen por centenares a quejarse de lindes de fincas, de canales de riego, de paredes medianeras con otros propietarios más ricos, porque nosotros no sabemos quién es quién y a menudo sentenciamos a su favor, cosa que no sucedía antes ni en sus mejores sueños. Y sin gastos de abogados: vienen, cito a ambas partes, pido los planos, trazo una línea recta y asunto arreglado en diez minutos. Si acerté, está  bien. Y si no, también, porque no se puede apelar a ninguna parte. ¿O creen que yo quiero complicarme la vida con media docena de chopos plantados en un lugar que no he visto nunca? Pues los franceses, sobre todo los pobres, lo saben y hacen cola una mañana entera para que les devuelvan un gallinero, porque saben que es ahora o nunca.

              —Por lo que dice, les acabarán echando de menos el día que se vayan —ironizó Pedro Ríos.

              —Usted no, seguramente, porque seguirá siendo rico y famoso en cualquier lado. Pero los pobres puede que sí...

La libertad huyendo del pueblo. Javier Pérez F.

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Confesión bajo tortura de Elvira del Campo. Toledo, 1567-1569

La llevaron a la cámara de tortura y le ordenaron que dijese la verdad, y ella dijo que no tenía nada que decir. Le ordenaron que se desnudara y de nuevo la exhortaron, pero guardó silencio. Una vez desnuda dijo: «Señores, he hecho todo lo que se dice de mí y levanto falsos testimonios contra mí misma, pues no quiero verme en semejante brete; plegue a Dios, no he hecho nada». Le dijeron que no levantase falsos testimonios contra ella misma, sino que dijera la verdad.

Empezaron a atarle los brazos; dijo: «He dicho la verdad; ¿que tengo que decir?». Le dijeron que dijese la verdad y replicó: «He dicho la verdad y no tengo nada que decir».

Le aplicaron una cuerda a los brazos y la retorcieron y la exhortaron a decir la verdad, pero dijo ella que nada tenía que decir. Luego chilló y dijo: « Decidme lo que queréis, pues no sé qué decir». Le ordenaron que dijese lo que había hecho, pues era torturada por no haberlo hecho, y ordenaron que se diese otra vuelta a la cuerda. Exclamó: «Soltadme, Señores, y decidme lo que tengo que decir: no sé lo que he hecho, ¡oh,, Señor, apiádate de mí, pecadora!». Dieron otra vuelta a la cuerda y ella dijo: «Aflojadme un poco para que pueda recordar lo que tengo que decir; no sé lo que he hecho; no comí carne de cerdo porque me daba asco; lo he hecho todo; soltadme y diré la verdad». Se ordenó otra vuelta a la cuerda, entonces ella dijo: «Soltadme y diré la verdad; no sé lo que tengo que decir. .., soltadme por el amor de Dios.... decidme lo que tengo que decir.... lo hice, lo hice.... me hacen daño, Señor..., soltadme, soltadme y lo diré». Le dijeron que lo dijese, y dijo: «No sé lo que tengo que decir.. Señor, lo hice... No tengo nada que decir.. ¡Oh, mis brazos! Soltadme y lo diré». Le pidieron que dijese lo que hizo y dijo: «No lo sé, no comí porque no quise». Le preguntaron por qué no quiso y replicó: «¡Ay! soltadme, soltadme..., sacadme de aquí y lo diré cuando me hayáis sacado... Digo que no la comí». Le ordenaran que hablase y dijo: «No la comí, no sé por qué». Ordenaron otra vuelta y ella dijo: «Señor, no la comí porque no quise..., soltadme y lo diré».

Le ordenaron que dijera lo que había hecho contra nuestra santa fe católica. Dijo: «Sacadme de aquí y decidme lo que tengo que decir..., me hacen daño... ¡Oh mis brazos, mis brazos!», lo cual repitió muchas veces y prosiguió: «No me acuerdo,.... decidme lo que tengo que decir... ¡Oh, desgraciada de mí! Diré todo lo que quieran, Señores.... me están rompiendo los brazos.... soltadme un poco.... hice todo lo que se dice de mí». Le ordenaron que contase con detalle y veracidad lo que hizo. Dijo: «¿ Qué se quiere que diga? Lo hice todo..., soltadme, pues no recuerdo lo que tengo que decir.... ¿no veis que soy una mujer débil? ¡Oh! ¡Oh! mis brazos se están rompiendo». Se ordenaron más vueltas y mientras las daban ella exclamó: « ¡Oh! ¡Oh! soltadme pues no sé lo que tengo que decir.... sí lo hice lo diría». Ordenaron que apretasen las cuerdas y entonces dijo: «Señores, ¿no sentís piedad de una mujer pecadora? ». Le dijeron que sí, si decía la verdad. Dijo ella: «Señor, dime, dímelo». Volvieron a apretar las cuerdas y ella dijo: « Ya he dicho que lo hice». Le ordenaron que lo contase con detalle, ante lo cual dijo: « No sé, cómo contarlo, Señor. no lo sé». Separaron las cuerdas y las contaron, y había dieciséis vueltas, y al dar la última vuelta, la cuerda se rompió.

Ordenaron entonces que la pusieran en el potro. Dijo ella: «Señores, ¿por qué no queréis decirme lo que tengo que decir? Señor, ponme en el suelo.... ¿acaso no he dicho que lo hice todo?». Le ordenaron que lo dijese. Dijo: «No me acuerdo.... sacadme de aquí..., hice lo que dicen los testigos».

Le dijeron que contase con detalle lo que decían los testigos. Dijo: «Señor, como te he dicho, no lo sé con seguridad. He dicho que hice todo lo que dicen los testigos. Señores, soltadme, pues no me acuerdo». Le ordenaron que lo dijese. Dijo ella: «No lo sé. Oh, oh, me están despedazando..., he dicho que lo hice.... soltadme».

Le ordenaron que lo dijese. Ella dijo: «Señores, de nada me sirve decir que lo hice, y he reconocido que lo que he hecho me ha traído estos sufrimientos..., Señor, tú conoces la verdad... Señores, por el amor de Dios tened piedad de mí. Oh, Señor, quita estas cosas de mis brazos... Señor, suéltame, me están matando». La ataron en el potro con las cuerdas, la instaron a decir la verdad y ordenaron que apretasen los garrotes. Ella dijo: «Señor, ¿no ves cómo esta gente me está matando? Señor, lo hice.... por el amor de Dios suéltame». Le ordenaron que lo dijera. Dijo: «Señor, recuérdarne lo que no sabía... Señores, tened piedad de mí..., soltadme por el amor de Dios. .., no tienen piedad de mí .. , lo hice..., sacadme de aquí y recordaré lo que aquí no puedo».

Le dijeron que dijese la verdad o apretarían las cuerdas. Dijo ella: «Recordadme lo que tengo que decir porque no lo sé.. Dije que no quería comerla... Sólo sé que no quise comerla y esto lo repitió muchas veces. Le ordenaron que dijese por qué no quiso comerla. Dijo ella: « Por la razón que dicen los testigos.... no sé cómo decirlo..., desdichada de mí que no sé cómo decirlo. Digo que lo hice y Dios mío, ¿cómo puedo decirlo?». Luego dijo que, como no lo hizo, ¿cómo podía decirlo... ? «No quieren escucharme..., este gente quiere matarme.... soltadme y diré la verdad». De nuevo la exhortaron a decir la verdad. Dijo: «Lo hice, no sé cómo lo hice..., lo hice por lo que dicen los testigos.... soltadme.... he perdido el juicio y no sé cómo decirlo..., soltadme y diré la verdad». Luego dijo: «Señor, lo hice, no sé cómo tengo que decirlo, pero lo digo tal como dicen los testigos..., deseo decirlo..., sacadme de aquí. Señor, tal como dicen los testigos, así digo yo y lo confieso». Le dijeron que lo declarase. Dijo ella: «No sé cómo decirlo.... no tengo memoria... Señor, tú eres testigo de que si supiera cómo decir algo más, lo diría. No tengo nada más que decir salvo que lo hice y Dios lo sabe». Dijo muchas veces: «Señores, Señores, nada me ayuda. Tú, Señor, oye que digo la verdad y no puedo decir más.... me están arrancando el alma..., ordénales que me suelten». Luego dijo: «No digo que lo hice... No dije más». Luego dijo: «Señor, lo hice para observar aquella Ley».

Le preguntaron qué Ley. Dijo: « La Ley que dicen los testigos..., lo declaro todo, Señor, y no recuerdo qué Ley era... Oh, desgraciada fue la madre que me parió». Le preguntaron a qué Ley se refería y cuál era la Ley que ella decía que decían los testigos. Se lo preguntaron repetidas veces, pero ella guardó silencio y al final dijo que no lo sabía.

Le dijeron que dijese la verdad o apretarían los garrotes, pero ella no contestó. Ordenaron dar otra vuelta a los garrotes y la exhortaron a decir qué Ley era. Dijo ella: «Si supiera qué decir, lo diría. Oh, Señor, no sé lo que tengo que decir... Oh, oh, me están matando..., si quisieran decirme qué... ¡Oh, Señores! ¡Oh, mi corazón!». Entonces preguntó por qué deseaban que dijera lo que no podía decir y exclamó repetidamente: «¡Oh, desdichada de mí!». Luego dijo: «Señor, sé testigo de que me están matando sin que yo pueda confesar». Le dijeron que si deseaba decir la verdad antes de que echasen el agua, que lo hiciera y así descargaría su conciencia. Ella dijo que tío podía hablar y que era una pecadora. Luego colocaron [en su garganta] la toca [embudo] de lienzo y ella dijo: «Quitádmelo, que me estoy asfixiando y se me revuelve el estómago». Entonces vertieron una jarra de agua, tras lo cual le ordenaron que dijese la verdad.

Ella pidió a gritos confesarse, diciendo que se estaba muriendo. Le dijeron que la tortura continuaría hasta que dijese la verdad y la exhortaron a decirla, pero, aunque la interrogaron repetidamente, ella guardó silencio. Entonces el inquisidor, viendo que estaba agotada por la tortura, ordenó su suspensión.

Cecil Roth, "La Inquisición Española."

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La expulsión de lo distinto

“Uno se explota voluntariamente a sí mismo figurándose que se está realizando. Lo que maximiza la productividad y la eficiencia no es la opresión de la libertad, sino su explotación. Esa es la pérfida lógica fundamental del neoliberalismo.”

Byung-Chul Han, La expulsión de lo distinto

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¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Philip K. Dick

—En ese momento —continuó Iran—, mientras el sonido del televisor estaba apagado, yo estaba en el ánimo 382; acababa de marcarlo. Por eso, aunque percibí intelectualmente la soledad, no la sentí. La primera reacción fue de gratitud por poder disponer de un órgano de ánimos Penfield; pero luego comprendí qué poco sano era sentir la ausencia de vida, no sólo en esta casa sino en todas partes, y no reaccionar… ¿Comprendes? Supongo que no. Pero antes eso era una señal de enfermedad mental. Lo llamaban «ausencia de respuesta afectiva adecuada». Entonces, dejé apagado el sonido del televisor y empecé a experimentar con el órgano de ánimos. Y por fin logré encontrar un modo de marcar la desesperación —su carita oscura y alegre mostraba satisfacción, como si hubiese conseguido algo de valor—. La he incluido dos veces por mes en mi programa. Me parece razonable dedicar ese tiempo a sentir la desesperanza de todo, de quedarse aquí, en la Tierra, cuando toda la gente lista se ha marchado, ¿no crees?

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Manifiesto de Unabomber (I)

Como entramos en una época en la que esto tiene pinta de ponerse absolutamente impracticable de comentarios y peleas políticas, voy a aprovechar para cumplir mi viejo propósito de crear una nueva traducción del Manifiesto de Unabomber.

Se trata de una traducción más bien libre, por el procedimiento de intentar poner en otro idioma lo que el autor querían transmitir en el suyo. La versión original es accesible para todos, así que cualquier puede mejorar la mía o simplemente criticarla.

No se trata de estar de acuerdo con el autor: simplemente de seguir sus reflexiones, que me parecen interesante para todos, tanto aquellas con las que estoy de acuerdo como las que me parecen casi chifladuras.

Cuando la acabe, si la acabo, colgaré la traducción completa en alguna parte para que esté disponible libre y gratuitamente para todos.

Al que quiera aportar algo, muchas gracias,

Vamos allá:

La sociedad industrial y su futuro

INTRODUCCIÓN 

1 La Revolución Industrial ha tenido consecuencias catastróficas para la raza humana. Aunque ha conseguido aumentar la esperanza de vida de los que viven en los países desarrollados, a cambio ha desestabilizado la sociedad, ha dañado el gusto por la vida sometiendo a los seres humanos a toda clase de humillaciones, ha multiplicado el sufrimiento psicológico (y también el físico en los países pobres) y ha destrozado el medio ambiente. El continuo desarrollo de la tecnología sólo llevará a un empeoramiento de la situación, sometiendo a los seres humanos a humillaciones aún peores, un daño más grave en el medio ambiente y sufrimientos psicológicos más profundos, que sin duda se convertirán en sufrimientos físicos también en los países más desarrollados. 

2 El sistema tecnológico-industrial puede resultar triunfante o acabar siendo derrotado. Es posible que, si sobrevive, consiga al final reducir el sufrimiento, pero sólo a costa de un largo y doloroso proceso de ajuste, y sólo al precio de degradar permanentemente al ser humano y a otros muchos organismos vivos hasta convertirlos en productos de ingeniería y meros engranajes de la maquinaria social. Y para que el sistema sobreviva, será inevitable privar a la gente de libertad y autonomía. 

3 Y aunque el sistema llegue a fracasar, las consecuencias serán de todos modos muy penosas. Pero cuanto más grande llegue a ser este sistema, más graves y desastrosas serán las consecuencias de su fracaso, así que, si tiene que hundirse, es mejor que lo haga cuanto antes.

4 Por lo tanto, nosotros proponemos una revolución contra el sistema industrial. Esta revolución puede utilizar la violencia o ser pacífica, puede ser rápida, repentina, o puede consistir en un proceso gradual que abarque unas décadas. puede ser súbita o puede ser un proceso relativamente gradual abarcando pocas décadas. No sabemos cual será el camino ni el proceso necesario, pero si trazaremos unas líneas que deben seguirse para que, los que como nosotros detestan este sistema, puedan preparar la revolución que derribe esta forma de sociedad. No se trata de una revolución política, puesto que su objetivo final no consiste en derribar gobiernos sino antes, y sobre todo, las bases económicas y tecnológicas de la sociedad actual. 

5 En este ensayo sólo nos centramos en algunas de los fenómenos negativas que el sistema industrial ha extendido. Otros los mencionaremos muy brevemente o los omitiremos por completo, y no porque nos parezcan de importancia menor sino porque, en aras de la brevedad, preferimos limitar nuestra atención a temas que no han sido hasta ahora convenientemente subrayados. Por ejemplo, como ya existen movimientos bien articulados en defensa del medio ambiente, nos hemos ocupado poco de este tema, aunque lo consideremos de una importancia primordial. 

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Por qué los romanos perseguían a los cristianos

Es de todos conocida la libertad religiosa característica del Imperio Romano. Mientras se pagasen los tributos y se respetasen las leyes, el Imperio no tenía inconveniente en que los pueblos conquistados siguiesen practicando libremente su religión. Buena prueba de ello es la convivencia de muy diferentes cultos en la capital, en Egipto, en las provincias orientales, o en la propia Palestina, donde los judíos seguían manteniendo su templo, sus sumos sacerdotes, etc.

Sin embargo, son también conocidas las persecuciones romanas contra los cristianos que tan inmenso número de mártires dejaron. Y como en Roma nada se hacía sin una ley que lo amparase, eso nos lleva a preguntarnos: ¿por qué se lanzaron persecuciones contra los cristianos y con que ley se sustentaban?

La causa principal, pues había varias, era la insistencia de los cristianos en decir que el suyo era el único Dios y que todos los demás eran falsos, ofendiendo así los sentimientos religiosos de los demás creyentes. Como los cristianos, además, no cesaban de predicar y de realizar rituales y conversiones públicas, que ofendían a otras confesiones, el Imperio decidió perseguirlos en base a la ley de libertad religiosa.

Son, fundamentalmente, el exclusivismo y el encendido proselitismo de los cristianos los que, al ofender al resto, desencadenan estas persecuciones.

Historia de la Iglesia Católica B.A.C.

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Lo peor de que te invadan los alemanes

«Lo peor de que te invadan los alemanes es lo que madrugan esos cabrones. Cuando te invaden los alemanes, las tropas ocupantes están de patrulla desde las siete de la mañana, o antes, pidiendo papeles y tocando los huevos al personal. En cambio, si te hubiesen invadido los españoles, podrías hacer lo que te diera la gana hasta las once y pico, por lo menos, y sólo estarías invadido de lunes por la mañana a viernes al mediodía: una invasión moderada. A lo mejor por eso los españoles nunca conseguimos invadir más que países de mierda, o convertir en países de mierda los que alguna vez invadimos, que esa es otra posibilidad...»

La libertad huyendo del pueblo. Javier Pérez F.

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Naturaleza íntima de la burguesía

La burguesía no es una clase: es la parte del pueblo ya satisfecha.

El individuo que dice pertenecer a esta clase es el que tiene tiempo para sentarse, y una silla no es una clase social.

Los Miserables. Víctor Hugo.

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menéame