LITERATOS. Compartimos fragmentos.
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Rutinas -Mario Benedetti-

A mediados de 1974 explotaban en Buenos Aires diez o doce bombas por noche. De distinto signo, pero explotaban. Despertarse a las dos o las tres de la madrugada con varios estruendos en cadena era casi una costumbre. Hasta los niños se hacían a esa rutina. Un amigo porteño empezó a tomar conciencia de esa adaptación a partir de una

noche en que hubo una fuerte explosión en las cercanías de su apartamento y su hijo, de apenas cinco años, se despertó sobresaltado. «¿Qué fue eso?», preguntó. Mi amigo lo tomó en brazos, lo acarició para tranquilizarlo, pero, conforme a sus principios educativos, le dijo la verdad: «Fue una bomba». «¡Qué suerte!», dijo el niño. «Yo creí que era un trueno».

Mario Benedetti, de la obra "Despistes y franquezas"

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Lo que se ve

En esta época nuestra, que es una época nihilista, se acrecienta la ilusión óptica que parece multiplicar las cosas que se mueven, en menoscabo de las cosas que están quietas.

Ernst Jünger. La emboscadura.

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Por la nieve

¿Cómo se abre camino en la nieve virgen? Un hombre echa a andar, suda y blasfema, avanza sin apenas poder mover los pies, hundiéndose a cada instante en la esponjosa y profunda nieve. El hombre se marcha lejos, marcando su camino con irregulares hoyos negros. Se cansa, se acuesta en la nieve, enciende un pitillo, y el humo de la majorka[1] se extiende en una nube azulada sobre la nieve blanca y brillante. El hombre ya se ha marchado lejos, pero la nube sigue suspendida en el lugar en que se había detenido a descansar: el aire es casi inmóvil. Los caminos se abren siempre en los días de calma, para que los vientos no barran los trabajos de los hombres. El hombre se marca sus propios puntos de orientación en la infinitud nevada: una roca, un árbol alto. El hombre guía su propio cuerpo por la nieve del mismo modo que un timonel dirige la barca por el río de un saliente a otro.

Tras el angosto e inseguro rastro trazado se mueven cinco o seis hombres pegados el uno al otro, hombro con hombro. Pisan junto a la huella, pero no en ella. Al llegar a un lugar señalado de antemano regresan, y de nuevo caminan de manera que se aplaste la virgen superficie nevada, el espacio aún no hollado por pie humano alguno.

El camino está abierto. Por él puede ir gente, convoyes de trineos, tractores.

Si se sigue tras los pasos del primer hombre, huella a huella, se formará un sendero visible pero difícilmente transitable y estrecho: una trocha y no un camino, lleno de hoyos por los cuales es más difícil avanzar que por la nieve virgen.

El trabajo más duro es para el primero, y cuando a este se le agotan las fuerzas, lo reemplaza otro, de aquel mismo quinteto de cabeza. De entre los que siguen los pasos del primero, cada uno de ellos, incluso el más pequeño, el más débil, debe pisar un pedazo del manto nevado y no alguna otra huella.

Y sobre los tractores y a caballo no viajan los escritores, sino los lectores.

Relatos de Kolima. Varlam Shalamov

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La vida en letras

A Victor Miesel no le falta encanto. Sus facciones angulosas han ido suavizándose con los años, el pelo tupido, la nariz romana y la piel aceitunada recuerdan en cierto modo a Kafka, un Kafka vigoroso que habría conseguido superar la cuarentena. Es alto y aún delgado, aunque el carácter sedentario propio de su oficio lo haya abotargado un poco.

Y es que Victor escribe. Lamentablemente, a pesar de la buena recepción crítica de dos de sus novelas, Las montañas vendrán a nosotros y Fracasos malogrados, a pesar de haber recibido un premio literario muy parisino, de esos cuya faja roja no despierta sin embargo demasiadas pasiones, sus ventas nunca han superado unos pocos miles de ejemplares. A estas alturas ya ha asimilado que no es ninguna tragedia, que la desilusión es lo contrario del fracaso.

A sus cuarenta y tres años, quince de los cuales dedicados a la escritura, el mundillo literario le parece un tren grotesco en el que unos listillos sin billete se cuelan descaradamente en primera, con la complicidad de unos revisores incompetentes, mientras en el andén se quedan los genios modestos (una especie en extinción a la que no se hace ilusiones de pertenecer). Pero Miesel tampoco es un amargado; ha acabado por no darle importancia, se conforma con estar sentado en las ferias de libros firmando cuatro ejemplares en otras tantas horas; cuando un confraternal fiasco deja a su vecino de mesa con tanto tiempo libre como a él, charlan desenfadadamente. Miesel, que a primera vista parece alguien ausente y distante, tiene reputación de ser gracioso sin quererlo. Pero ¿acaso la gente realmente graciosa no lo es siempre «sin quererlo»?

Miesel se gana la vida con las traducciones. Del inglés, del ruso y del polaco, lengua en que le hablaba su abuela cuando era niño. Ha traducido a Vladímir Odóyevski y a Nikolái Leskov, autores decimonónicos que ya nadie lee. También ha hecho cosas disparatadas, como adaptar para un festival Esperando a Godot en klingon, la lengua de los crueles extraterrestres de Star Trek. Para no dejar tiritando su cuenta corriente, Victor traduce también del inglés best sellers entretenidos, de esos que dan a la literatura un estatus de arte menor para menores. Su profesión le ha abierto la puerta de los editores más prestigiosos, por no decir poderosos, sin que sus propios manuscritos hayan conseguido pasar del rellano.

Miesel tiene una superstición: lleva siempre en el bolsillo de los vaqueros una pieza de Lego, la más común, la de dos por cuatro, de color rojo intenso. Procede de la muralla del castillo fortificado que estaba construyendo con la ayuda de su padre cuando se produjo el accidente en la obra y la maqueta se quedó a medias, junto a la cama. El pequeño pasó mucho tiempo observando en silencio las almenas, el puente levadizo, las figuritas, el torreón. Tanto desmantelar el castillo como seguir construyéndolo en solitario habría supuesto aceptar la muerte del padre. Un día desenganchó una pieza de la muralla, se la metió en el bolsillo y desmontó la fortificación. De eso hace ya treinta y cuatro años. Victor ha perdido dos veces la pieza, y dos veces ha conseguido otra igual. Primero con dolor, luego sin remordimientos. Cuando murió su madre, el año pasado, metió la pieza en el ataúd y la reemplazó acto seguido. Ese pequeño paralelepípedo rojo no es su padre, sino más bien el recuerdo de un recuerdo, el símbolo de la filiación y de la fidelidad.

Miesel no tiene hijos. En el terreno sentimental, va de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo. A menudo distante, no acaba de convencer a las mujeres y aún no ha encontrado a ninguna con quien compartir su vida durante un largo periodo de tiempo. O quizá es que las escoge para no conseguirlo.

Mentira: encontró a la mujer hace cuatro años, en las jornadas de traducción de Arles: mientras daba una charla sobre cómo «traducir el humor en Goncharov», la vio en primera fila. Intentó mirarla solo a ella. Al terminar, un editor lo retuvo —¿Y si traduce para nosotros a la feminista rusa Liubov Gurevich? ¿Qué le parece? Una escritora estupenda, ¿verdad?— y no pudo escabullirse. Pero dos horas más tarde, mientras atendía pacientemente en la cola de los postres, se dio cuenta de que la tenía detrás, sonriendo. Lo cierto es que, en cuestiones de amor, el corazón es el primero en enterarse y lo clama a gritos. Desde luego, no va uno a declararse así como así, de buenas a primeras. No lo entendería. Mejor obviar que hemos caído en sus redes y darle conversación.

Al llegar al final de la zona de postres, a la altura de los coulants de chocolate, Victor se volvió y la abordó. Le preguntó, balbuceando, cómo se traducía «crema inglesa» al inglés, ya que french cream es la crema Chantilly. Sí, por desgracia no había encontrado nada mejor. Ella se había reído, educadamente, y había respondido Ascot cream con una voz ronca maravillosa, antes de volver a la mesa con sus amigas. Miesel necesitó su tiempo para entender que Ascot, como Chantilly, era un hipódromo, pero inglés.

Intercambiaron varias miradas cómplices, según le pareció a Victor, que se dirigió al bar de manera ostensible, con la esperanza de que ella lo siguiera, pero estaba enfrascada en una discusión a todas luces apasionante. Sintiéndose como un estúpido adolescente, se marchó al hotel. No la encontró entre las fotos de los participantes, pero estaba convencido de volver a verla y se pasó toda la mañana, bajo tal o cual pretexto, asistiendo a los diferentes talleres. Fue en vano. Tampoco estaba en la fiesta de clausura de las jornadas. Se había evaporado. En su último desayuno en el hotel, se la describió a un amigo de la organización, pero bajita, morena y fascinante nunca han sido adjetivos demasiado relevantes.

Victor volvió a las jornadas de Arles los dos años siguientes, y si lo hizo, no quería engañarse, fue con la esperanza de encontrarla de nuevo. Desde entonces —en una grave falta de profesionalidad—, cuela en sus traducciones pequeñas referencias al hipódromo de Ascot o a la crema inglesa. La primera vez que cometió semejante fechoría fue en el volumen de artículos de Gurevich: en el texto introductorio, «Почему нужно дать женщинам все права и свободу», «Por qué hay que dar a las mujeres todos los derechos y la libertad», Miesel se las arregló para escribir: «La libertad no es la crema inglesa en un pastel de chocolate, es un derecho». Era bastante sutil y, ¿quién sabe?, al fin y al cabo ella se había interesado por Goncharov. Pero no. Si leyó el libro, no se dio cuenta del añadido, como tampoco lo hizo el editor, ni en realidad ningún lector. Victor dejó que la vida siguiera su curso, y fue una pena.

A principios de año, un organismo francoestadounidense financiado por los servicios culturales de la embajada de Francia le otorga un premio de traducción por uno de los thrillers que le dan de comer. A primeros de marzo, Miesel viaja a Estados Unidos para recibirlo y el avión sufre unas turbulencias monstruosas. Durante un tiempo interminable, la tempestad bandea el avión en todas direcciones. El comandante intenta tranquilizar a los pasajeros, pero nadie tiene ninguna duda —y Miesel el que menos— de que van a caer al mar y a estrellarse contra un muro de agua. Durante unos minutos que le parecen eternos, resiste, se aferra al asiento, tensa los músculos para aguantar mejor los bandazos. Evita mirar por la ventanilla, que da a una noche de granizo. Entonces, varias filas más adelante, cerca de un rubio con capucha amodorrado que parece no enterarse de nada, la ve. Si se hubiese fijado en ella al embarcar, no podría haber dejado de observarla. Sin ser idénticas, le recuerda cruelmente a su arlesiana desaparecida. Por su fragilidad, por la finura de sus rasgos, por la textura de su piel, por la gracilidad de su cuerpo parece una chavala, pero las minúsculas patas de gallo revelan que ronda la treintena. Las almohadillas de sus gafas de carey le dibujan en la nariz efímeras alas de mosca. De vez en cuando sonríe a su vecino, un hombre mayor que ella, tal vez su padre, y los tumbos del aparato parecen divertirlos, a menos que mostrarse desenfadados sea una estrategia para mantener la calma.

Pero el avión entra en una nueva bolsa de aire y, de pronto, algo se rompe en Victor, cierra los ojos y se deja zarandear en todas direcciones, sin intentar controlar su cuerpo. Se ha convertido en uno de esos ratones de laboratorio que, sometidos a un violento estrés, dejan de luchar y se resignan a morir.

Finalmente, tras un tiempo interminable, el aparato deja atrás la tormenta. Pero Miesel permanece postrado, atrapado en una terrible sensación de irrealidad. La vida se reanuda a su alrededor, la gente ríe, llora, pero él lo mira todo a través de un cristal borroso. El comandante prohíbe a los pasajeros desabrocharse el cinturón hasta que el avión aterrice, aunque Miesel se ha quedado tan exhausto que sería incapaz de separarse de su asiento. En cuanto se abren las puertas del avión, los pasajeros se precipitan a la salida, impacientes por abandonarlo, pero Miesel permanece sentado mientras el aparato se vacía, mirando por la ventanilla. Cuando una azafata le pone la mano en el hombro, hace un esfuerzo y se levanta. Solo entonces piensa en la joven, con mayor intensidad aún. Presiente que solo ella podrá rescatarlo del abismo de inexistencia en que se encuentra, la busca con la mirada, pero no la ve, ni ahora ni en la cola del control de inmigración.

El responsable de la Oficina del Libro acude a recogerlo al aeropuerto y se muestra solícito con el traductor taciturno y desorientado.

—¿Seguro que se encuentra bien, señor Miesel?

—Sí. Diría que hemos estado a punto de morir. Pero estoy bien.

El tono monocorde inquieta al hombre del consulado. No intercambian ni una palabra más hasta llegar al hotel. Cuando al día siguiente por la tarde vuelve a buscarlo, comprende que el traductor no ha salido de su habitación en todo el día, y que ni siquiera ha comido. Se ve obligado a insistirle para que se duche y se vista. La recepción tiene lugar en la librería Albertine, en la Quinta Avenida, frente a Central Park. En un momento dado, tras un gesto apremiante del agregado cultural, Miesel saca del bolsillo el discurso de agradecimiento que ha escrito en París y, con voz apagada, afirma que el papel del traductor consiste en «liberar, transponiéndolo, el puro lenguaje que permanece cautivo en la obra», expone sin brillo todas las virtudes que no piensa de la autora norteamericana, una rubia enorme y mal maquillada que no para de sonreír a su lado, y se calla abruptamente. Ante el desconcierto general, la escritora coge el micro para darle las gracias de manera efusiva y anunciar que su saga fantástica tendrá otros dos volúmenes. Luego, durante el cóctel, Miesel se muestra ausente.

«Ya le vale, con la pasta que nos cuestan estas celebraciones podría hacer un pequeño esfuerzo, ¿no?», masculla en un aparte el consejero cultural. El responsable de la Oficina del Libro defiende sin demasiada convicción a Miesel, que toma el avión de regreso a la mañana siguiente.

Cuando llega a París, se pone a escribir como al dictado, y la mecánica incontrolable de su propia escritura lo sumerge en un abismo de ansiedad. El libro acabará titulándose La anomalía y será el séptimo en la carrera del escritor.

«En toda mi vida no he hecho un solo gesto. Sé muy bien que desde siempre han sido los gestos los que me han hecho a mí, que ningún movimiento ha sido realizado bajo mi control. Mi cuerpo se ha limitado a moverse entre unas líneas que yo no he trazado. Es una vanidad creer que dominamos el espacio, cuando no hacemos más que seguir las curvas que suponen el menor esfuerzo. Límite de límites. Ningún despegue desplegará jamás el cielo.»

En pocas semanas, un Victor Miesel grafómano rellena un centenar de páginas de esta índole, oscilando entre el lirismo y la metafísica: «La ostra que sufre a la perla sabe que no hay más conciencia que la del dolor, incluso que no hay más placer que el del dolor. […] La frescura de la almohada me devuelve siempre a la vana temperatura de mi sangre. Si tirito de frío es porque mi capa de soledad no consigue calentar el mundo».

Los últimos días ni siquiera sale de casa. El último párrafo que manda a la editorial muestra cómo esta experiencia de desrealización linda con lo inextricable: «Nunca he sabido en qué cambiaría el mundo si yo no hubiera existido, ni hacia qué confines lo habría desplazado si hubiera existido con mayor intensidad, y no se me ocurre de qué modo mi desaparición podría alterar su movimiento. Heme aquí, caminando por un sendero cuyas piedras ausentes me conducen hacia ningún lugar. Soy el punto donde la vida y la muerte se unen hasta confundirse, donde la máscara del vivo se alivia en el rostro del difunto. Esta mañana de cielo despejado alcanzo a verme y soy como todo el mundo. No pongo fin a mi existencia, doy vida a la inmortalidad. En vano escribo, al fin, esta última frase que no pretende demorar el momento».

Una vez tecleadas estas palabras y enviado el archivo a su editora, Victor Miesel, abrumado por una intensa angustia que no sabría definir, sale al balcón y cae al vacío. O se arroja. No deja ninguna nota, pero todo el texto lo conduce hacia ese gesto final.

«No pongo fin a mi existencia, doy vida a la inmortalidad.»

La anomalía. Herve Le Tellier

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Ansiosos de ser verdugos

Soy el que soy: ¿cómo podría escaparme de mí mismo? Y, sin embargo, —¡estoy harto de mí! …»

En este terreno del autodesprecio, auténtico terreno cenagoso, crece toda mala hierba, toda planta venenosa, y todo ello muy pequeño, muy escondido, muy honesto, muy dulzón. Aquí pululan los gusanos de los sentimientos de venganza y rencor; aquí el aire apesta a cosas secretas e inconfesables; aquí se teje permanentemente la red de la más malévola conjura, — la conjura de los que sufren contra los bien constituidos y victoriosos, aquí el aspecto del victorioso es odiado.

¡Y cuánta falsedad e hipocresía para no reconocer que ese odio es odio! ¡Qué derroche de grandes palabras y actitudes afectadas, qué arte de la difamación justificada! Esas gentes mal constituidas: ¡qué noble elocuencia brota de sus labios! ¡Cuánta azucarada, viscosa, humilde entrega flota en sus ojos! ¿Qué quieren propiamente?

Representar al menos la justicia, el amor, la sabiduría, la superioridad —¡tal es la ambición de esos «ínfimos», de esos enfermos! ¡Y qué hábiles los vuelve esa ambición! Admiremos sobre todo la habilidad de falsificadores de moneda con que aquí se imita el cuño de la virtud, incluso el tintineo, el áureo sonido de la virtud. Ahora han arrendado la virtud en exclusiva para ellos, esos débiles y enfermos incurables, no hay duda: «sólo nosotros somos los buenos, los justos, dicen, sólo nosotros somos los homines bonae voluntatis [hombres de buena voluntad]».

Andan dando vueltas en medio de nosotros cual reproches vivientes, cual advertencias dirigidas a nosotros, —como si la buena constitución, la fortaleza, el orgullo, el sentimiento de poder fueran en sí ya cosas viciosas: cosas que haya que expiar alguna vez, expiar amargamente: ¡oh, cómo ellos mismos están en el fondo dispuestos a hacer expiar! ¡Qué ansiosos están de ser verdugos!

Genealogía de moral. Friedrich Nietzsche.

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La diferencia entre informarse y debatir

Lo que requiere la democracia no es información sino un debate público vigoroso.

Por supuesto, también requiere información, pero la clase de información que necesita sólo puede generarse mediante la discusión. No sabemos qué es lo que necesitamos saber hasta que hacemos las preguntas correctas, y sólo podemos identificar las preguntas correctas sometiendo nuestras ideas sobre el mundo al test de la controversia pública.

La información, que suele considerarse la condición previa necesaria de la discusión, se entiende mejor como su resultado. Cuando participamos en discusiones que enfocan y atraen completamente nuestra atención, nos convertimos en ávidos buscadores de la información pertinente. De lo contrario recibimos la información pasivamente, si es que en realidad la recibimos.

La rebelión de las élites. Christopher Lasch

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Las casualidades y los clavos

Las casualidades están, parece, atraídas por nuestro campo magnético personal, a nuestro alrededor de repente descubrimos un clavo y una cuerda y no sabemos explicar ni de dónde han venido ni por qué. En el resultado final, siempre banal, se demuestra que el clavo está ahí para que un día lo clavemos, y que la cuerda está ahí para que un día nos colguemos.

El museo de la rendición incondicional. Dubravka Ugresic

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La imposibilidad de regular

No hay manera de regular nada cuando hay un orden económico global pero no un orden político global.

La fe en la inteligencia artificial. Helga Nowotny.

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Ver y no entender

Ver y no entender es lo mismo que inventar. Vivo, veo y no entiendo. Vivo en un mundo inventado por otro que no se tomó la molestia de explicármelo.

El caracol en la Pendiente A. y B. Strugatski

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Los túneles

Todo ser humano tiene que andar a tientas por ese túnel, desde la estación Nacimiento hasta la estación Muerte. Quien busca la fe, busca corredores laterales en ese túnel. Pero lo único que existen son esas dos estaciones, y el túnel se ha construido tan solo para unirlas…

Metro 2033. Dimitry Glukhovsky

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"Vías del Tren" Fragmento de "On The Road" (1957) de Jack Kerouac

"Vías del Tren" Fragmento de "On The Road" (1957) de Jack Kerouac  

Músicos, escritores, fotógrafos, poetas, cineastas y gentes de buen sentir celebraron en octubre de 2019 la obra de Kerouac con un disco-libro dedicado al escritor. La dramatización de estos fragmentos de On the Road rinde homenaje a la novela que cambió la cultura de nuestro tiempo.

En esta pieza participan:
Fernando José Figueroa (narración)
Jorge Flaco Barral (composición, interpretación musical y guitarra)
Rafa Sideburns (armónica)
Miguel Herranz (arpa de boca)
Nino Guauuuu (ladridos)
Miguel López (silbido de tren)

menéame