No hubo un momento de inspiración con una manzana. Tampoco una ley universal. Solo el placer más noble que era, a juicio del propio Leonardo Da Vinci, el júbilo de comprender. Observaba la lluvia caer, cómo las nubes se movían rápidamente en el cielo y, también, cómo dar más alcance a los proyectiles en su rudimentaria ametralladora, uno de los múltiples ingenios que inventó.
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