Cuatro plumas y un relato (1): El club de los suicidas involuntarios [+18]

Eso es lo que alguien había escrito en el sobre que había encima de su mesa: "El club de los suicidas involuntarios". Ramón arqueó una ceja mientras pensaba si aquello era otra broma de Javi. Javi siempre estaba haciendo el payaso, o mejor dicho, era el tío más payaso de la redacción. Del mundo quizá. Miró en dirección a la mesa de su compañero, y cuando vio la silla vacía, recordó haber visto a Javi caminando en dirección al archivo del periódico. Con toda seguridad iba a surtirse de fotografías. Las necesitaba para poder realizar su ejercicio favorito en horario laboral: un pajote en el baño. Tenía más vicio que una garrota el mamón.

—Anita, cariño, ¿Javi ha dejado este sobre aquí?—le preguntó a su compañera de al lado.

—Hasta el coño me tenéis los dos con vuestras gilipolleces. Y yo aquí haciendo el trabajo de los tres. —bufó sin levantar la vista del teclado.

—Joder Ana, que solo he ido a mear. Luego te invito a un pincho y un pelotazo.

Ana suspiró, y levantó la vista del teclado mirando a Ramón con una mezcla de ternura y hastío.

—Javi ha dicho que iba a repasar no sé qué de Sofía Loren en el archivo. Eso lo ha dejado en tu mesa un mensajero que preguntaba por ti. Ahí tienes también el albarán. Y que sean un pincho y dos pelotazos mejor, que estoy viendo que me vais a dar el día.

Ramón miró el albarán y cantaba de lejos. Era más falso que un duro de madera. Él figuraba como destinatario, pero no se habían molestado en escribir ni la dirección, ni el nombre del periódico, ni redactor de sucesos ni nada más. Esto era cosa de Javi seguro. Esa dejadez le delataba.

En estas cavilaciones estaba Ramón, cuando de reojo le pareció ver una sombra que pasaba a toda velocidad por detrás de la ventana que daba a la calle. Casi inmediatamente después, llegó a través de la ventana entreabierta, un estruendo de metal chocando con cristales. Ramón corrió hacia la ventana, se asomó, y dos pisos más abajo observó estupefacto la marquesina de la entrada destrozada. Encima de aquella ensalada de aluminio, sangre y cristales rotos se recortaba en una postura imposible, el cuerpo retorcido de un chico. Llevaba puesto un casco de moto. Mierda. El mensajero. Ramón se fijó en que el chico no había muerto en la caída porque movió el brazo izquierdo hacia su pecho, en un gesto que parecía querer proteger algo que apretaba con fuerza dentro de su puño.

CONTINÚA