Desorientado

Le dolían la cabeza, la espalda, las rodillas y algunas partes más de su cuerpo: demasiadas para enumeraras todas. Había intentado incorporarse, pero se había golpeado contra el techo. Después de aquello prefirió quedarse inmóvil, tratando de vencer las náuseas. 

Llevaba despierto algún tiempo aunque no sabía exactamente cuánto. Podía ser una hora, o dos, o cinco, porque a ratos volvía sentirse atenazado por el sopor para hundirse en una vorágine de recuerdos y pesadillas en las que todo daba vueltas, confundiéndose en oleadas sucesivas de euforia y angustia. Luego retomaba las riendas de su mente y se obligaba a permanecer despierto buscando respuestas a la larga lista de preguntas que se iba acumulando: ¿dónde estaba?, ¿qué hacía allí?, ¿qué había ocurrido?, ¿por qué se sentía tan mal?

Al fin parecía amanecer y ese mínimo eslabón lo mantenía atado a la consciencia. Tenía que permanecer despierto y tratar de adivinar qué había ocurrido. Y escapar, por supuesto. Eso era lo primero. No necesitaba lucidez alguna para darse cuenta de que estaba atrapado en alguna parte. La fracción más primitiva de su cerebro se bastaba y se sobraba para avisarle de ese peligro.

La luz se colaba por una mínima rendija sobre su cabeza. La apuró con avaricia, e incluso lanzó sus manos hacia ella, como si alguien le hubiese arrojado una cuerda en medio de un naufragio.

Pero con ese gesto desesperado, en vez de atrapar la luz, la cegaba, así que retiró de nuevo las manos, se las pasó por el rostro y comprobó que estaba empapado. No sabía si era sudor. Esperaba que sí. También podía ser sangre o algún tipo de humedad que goteara sobre su cabeza. Podía ser cualquier cosa: se llevó los dedos a la boca y no distinguió sabor alguno: por lo menos no era sangre.

Trató de mirar la hora pero no tenía reloj. Se palpó el resto del cuerpo y comprobó sorprendido que estaba completamente desnudo. No importaba: era verano y los días solían ser lo bastante calurosos para no temer morir de frío. ¿Pero por qué demonios lo habrían desnudado? Para humillarlo, seguramente, y complicarle la huida.

Tal vez lo peor ya hubiera pasado. O no. Seguro que no. En situaciones como la suya lo peor está siempre por venir. Tenía que encontrar la manera de salir, buscar otras rendijas, lo que fuese. Averiguar dónde estaba y pensar el modo de escapar.

Sólo recordaba una discusión, unas cuantas amenazas en un lugar lleno de gente. No podía haber pasado nada allí. Tenía que haber sido después, ¿pero cómo?, ¿y cuándo? No lograba recordarlo. Si pudiese recordar lo que había sucedido quizás eso le diese alguna idea sobre el lugar en el que se encontraba. Un zulo seguramente. Un escondrijo de mierda para mantenerlo fuera de circulación una temporada o pedir algo a cambio de su liberación. 

Quién lo había hecho estaba claro. Había sido Argüelles. Seguro. ¿Quién iba a ser si no? ¿Pero qué demonios podía pedirle Argüelles?, ¿por qué lo tenía allí? Quizás quisiera asustarlo.

Sus pensamientos fluían cada vez con mayor claridad. ¿Lo habían drogado? Posiblemente. No recordaba nada. Sólo la discusión. Quizás alguien le hubiese echado algo en la bebida, y simplemente habían esperado a que perdiera el conocimiento. Muy propio de Argüelles, el miserable. Nada de violencia. Nada de sangre. ¿Qué clase de gangster de medio pelo se puede desmayar al ver la sangre? Había sido Argüelles: era propio de él. Lo habían desnudado, pero no estaba atado, ni esposado. Las típicas chorradas de Argüelles y su repugnancia por todo lo que fuese violento.

A través de la rendija sólo se veía el cielo. No podía localizar el lugar en que lo habían metido, pero si era un maletero, el coche no estaba en movimiento. Probablemente estaría en el campo, junto a un chalé o una finca de las afueras. No se oía ni un ruido. Seguramente lo habrían dejado allí a la espera de que alguien fuese recogerlo, o estaban preparando un sitio donde retenerlo. 

Pensó un momento si debía gritar y decidió que sí. Podían oírlo sus secuestradores y darle otro golpe en la cabeza, como el que aún le dolía, pero era su única oportunidad. Quizás estuviese en una urbanización y lo oyesen los vecinos.

Gritó con todas sus fuerzas y un pájaro le respondió con sus trinos. Estaba en el campo, de eso no cabía duda. Argüelles tenía un chalé, pero no recordaba si en la sierra del Norte, junto a Villalba, o cerca de Toledo. O a lo mejor en los dos sitios. A Argüelles no le gustaban los lugares solitarios, así que tenía que seguir intentando que lo oyese alguien. Gritó de nuevo y aguzó el oído: esta vez ni siquiera escuchó al pájaro. Sólo el rumor de la brisa sobre los árboles.

En las horas que había pasado inconsciente podían haberlo llevado a cualquier sitio, pero seguramente seguía cerca de Madrid. Argüelles no se arriesgaría a dejarlo al cargo de otra persona sin poder ir a comprobar de vez en cuando cómo iban las cosas, y era demasiado vago para tomarse la molestia de viajar muy lejos.

No estaba en un coche. En un coche tendría las piernas encogidas. Estaba en un chalé, casi seguro, ¡y lo habían metido en el hueco del calentador del agua! Por eso la humedad, por eso el techo sobre su cabeza! Volvía a sentir el tacto en los dedos y no era metálico, como había pensando en un principio. Sólo frío, pero no metálico. Empujó el techo con todas sus fuerzas pero no se movió ni un milímetro.

Gritó de nuevo, y nada. Aún era pronto para que pasara por allí ningún excursionista, ni el cartero, ni un coche siquiera. Tenía que reservar fuerzas. Además, si gritaba antes de que pudiera oírlo otra persona, podía alertar a los secuestradores y volverían a golpearlo, o lo forzarían a tomar alguna porquería que lo mantuviese fuera de combate hasta que encontrasen un lugar más discreto. Lo mejor era escuchar, mantenerse atento, y estar listo para simular que seguía inconsciente si aparecía alguien sospechoso. Conocía a casi todos los hombres de Argüelles, por lo menos a los de toda la vida, y seguramente no hubiesen encargado algo tan delicado a un novato o a alguien que no fuese de toda confianza.

Aguzó el oído y nada. Sólo algunos pájaros, algún insecto, y la rendija de luz, que parecía vibrar por sí misma.

La luz seguía creciendo y su ojos trataban de aprovecharla para reconocer el lugar. Era un zulo blanco, húmedo y frío, con algunos árboles en las cercanías.

Haciendo un gran esfuerzo, torció el cuello para mirar por la rendija y tratar de ver los árboles. Los vio al fin y gritó con todas sus fuerzas.

Eran cipreses.

Comprendió de pronto.

Siguió gritando.