La leyenda equivocada (IV)

Aunque nadie quedó libre de ella, la acumulación de nieve no causó a todos los mismos problemas; hubo incluso quien dio gracias al Cielo por aquel mullido manto, pues a su amparo no eran tan duras las piedras como de ordinario, ni tan insensato saltar desde una ventana para pasar a la casa de enfrente. Así lo hizo Adalberto, con las calles desiertas y la noche en pleno triunfo. 

Tras largas marchas por los campos, comiendo el pan reseco de las alforjas o lo que se podía tomar de amigos y enemigos, cualquier cosa le parecía mejor que las campañas contra los turcos o contra los partidarios de Iancu. Recordaba todavía las escenas de espanto que se vio obligado a presenciar, y aunque trataba de borrarlo de su memoria, no lograba olvidar el infausto día en que tuvo que ordenar a sus hombres plantar estacas en el camino.

Sabía de sobra que era eso o la muerte, que el terror es la última esperanza de los que no tienen nada más, pero se preguntaba si valía la pena conquistar la libertad a ese precio. ¿De qué vale ser libre cuando no se puede escapar de uno mismo y es ahí donde está la peor cadena? Los turcos huían, sí, pero quedaba tras ellos algo mucho peor que sus caballos y sus emires: quedaba el espanto, porque cuando se desata el terror, sus fauces no reparan entre aliados y adversarios y desgarran a todos por igual. 

La nieve era un alivio para Adalberto, y no sólo porque amortiguase primero su caída y luego el eco de sus pasos. Aquel embozo blanco extendido sobre lo que había tenido que contemplar las últimas semanas era como una absolución de las tierras y los montes, condenados a la infamia de la sangre. Cuando la tierra resucitara de su letargo, tal vez no quedara de lo sucedido más que algún mal sueño. Esa era su esperanza.

Con la habilidad acumulada en una docena de asaltos por empinadas y peligrosas murallas, Adalberto encontró los salientes de la pared y trepó rápidamente hasta la ventana de Irina. Ella estaba distraída, de espaldas, peinándose ante el espejo, y el joven capitán prefirió contemplarla un instante, apoyado en el alféizar, ante de llamar su atención con un toque en los cristales.

Cuando al fin se hizo notar, Irina le abrió la ventana con más alegría y menos temor que en pasadas ocasiones, en que cualquier mirada inoportuna podía haber sido la perdición de ambos. Miró un instante a la calle y sólo pudo ver remolinos en el aire.

Luego se abrazaron los amantes como no lo hubieran hecho de haber sido lícito su encuentro. Un año entero de miradas y palabras tiernas, de caricias furtivas siempre cercenadas en flor, había impuesto sus modos y sus costumbres. Pero todo el tiempo acumulado en acopiar modales y prudencias se sintió de pronto desvalido ante el nuevo deseo en que envolvía sus corazones aquel manto blanco de abandono, de blanda irrealidad, dueño de la ciudad toda. La nieve se había convertido en señora del mundo y era inútil tratar de resistirse al influjo de su poder.

Adalberto había soñado con Irina todas aquellas noches de aullar de lobos, entre los desmembrados cadáveres enemigos y los gritos de los agonizantes. La había visto en el brillo de las corazas y en las formas de las nubes, y por ella había conseguido multiplicar su furia cuando se veía rodeado por las armas enemigas. Era su bandera y su señuelo, y por fin la tenía, la tenía junto a sí y la abrazaba con el ansia de un resucitado.

La habitación de Irina era una estancia amplia, de techo alto, suficiente para albergar las sombras de los dos amantes, una sola sombra afilándose en un lazo de locura. La luz de una vela bastaba para hacer dudar a las tinieblas de su imperio, pero un soplo de la calle acalló la posible delación y los amantes estrecharon su abrazo en la oscuridad.

Irina se zafó entonces y volvió a encender la vela, pero enseguida volvió a los brazos de Adalberto que la estrechó como si temiera que ella se le fuera a escapar para no regresar a su lado. Juntos se alejaron de la ventana intercambiando tiernas palabras, y a medida que se acercaban a la vela el brillo de los rostros y de los ojos alimentaba su pasión. El ulular de la ventisca apretó fuera como un coro de espectros, y algunos copos más duros rasguearon la ventana, pidiendo la caridad de un cobijo. Los amantes se miraron un momento, escuchando con deleite su propia respiración apresurada. 

Lo que sucede en un lugar imposible es como si nunca hubiera sucedido, y las conveniencias sociales, los eternos miedos, parecían pertenecer a otro mundo, a un mundo en que los carros rechinaban por las calles entre las voces de los arrieros, los vendedores rezagados de las plazas y los siseos de los caballeros, enfrascadas en eternas conjuras o nuevas querellas. Adalberto se atrevió a separarse un instante de ella y acariciar su costado, asiéndola finalmente por el talle. Luego la abrazó de nuevo y sorbió el aroma de su cuello con labios ávidos mientras ella se abandonaba al placer de aquel contacto, de aquel sueño al fin cumplido. 

Crujían las vigas de la casa, rechinaban por el peso de la nieve y el impulso del viento, pero nadie las escuchaba. Los amantes juntaron sus cuerpos con vehemencia, casi con fiereza, ajenos a todo lo que no fuera parte de ellos mismos. Y nada podía cumplir tal exigencia, porque era como si flotasen en el espacio sin mundo, antes de la Creación. 

Lo que ocurre en horas imposibles es como si nunca hubiera sucedido, y así quedaron atrás los pactos y los acuerdos, los compromisos de sujetar las caricias para que sólo caricias fuesen, el amor cortés aprendido en los cantos, los besos de amigo robados de los romances y los roces apenas insinuados a la espera de la respuesta de la piel, protegida y encarcelada por ropajes excesivos. Ella se sintió presa de una desconocida dulzura, pasó sus brazos en torno al cuello de su amado y lo apartó un instante para dedicarle luego un beso que era algo más que un beso. Sabía que él era un caballero, estricto cumplidor del tácito pacto que lo autorizaba a entrar en su casa y nunca daría el paso que ella insinuaba. Él era un caballero y debía ser ella quien dijese, a su manera, que aquel día había nacido para distinto. 

La llama de la vela tembló sobre la palmatoria y con ella las sombras, desdibujando la realidad, añadiendo un nuevo desmayo a las difusas lineas de los objetos. El vértigo se hizo dueño de la estancia en una forma distinta, refinada en sutilezas hasta ese día ignoradas: no era miedo a caer, sino miedo al deseo de caer.

Cuanto sucede en las horas de sueño a los sueños pertenece, y cuando Adalberto sintió en su boca los labios de su amada pensó que aquello no era posible, que tanto atrevimiento pertenecía sin duda a otra mujer, o a otra hora, o a otro pliegue del mundo de los vivos, o acaso de los muertos, pues no era posible tanta felicidad entre aquellos muros acostumbrados a la contención y a la demora.

El beso se prolongó con ligereza a la espera del siguiente, y luego de otro, y otro, mientras en la calle seguía cayendo la nieve como un tupido cortinaje de plumas. Adalberto se detuvo entonces y colocó su mano sobre el pecho de Irina, que echó hacia atrás la cabeza al sentir aquel delicioso contacto. Él era un caballero y nunca se atrevería, pero lo que ocurre en lugares apartados del temor y la conciencia es como si nunca hubiese sucedido. 

Irina, con gesto de abandono y ensoñación, como si fuese otra voluntad la que gobernaba sus actos, dejó caer al suelo su camisón y mostró a su amado su espléndida desnudez, cubierta tan sólo por su larga melena dorada.

Adalberto se apartó sobrecogido, pero enseguida volvió hacia ella para recorrer su cuerpo con manos torpes, extraviadas sin remedio entre tanta belleza. Ella se volvió hacia el espejo a contemplar su propio atrevimiento mientras él pugnaba con sus propias ropas. Irina se encontró hermosa y se entregó al deleite de verse conducida al lecho, de sentirse acariciada, de ser dueña de unos ojos que la miraban como si acabase de bajar del cielo. Juntos, sobre sábanas de lino, tensaron el arco del más dulce suplicio ofreciéndose interminables caricias.

En la calle arreciaba la nevada, acompañada por el viento, y se estiraban las exclamaciones que en sus enigmáticos idiomas dejaban escapar los tejados, las veletas de los campanarios y las piedras mal ajustadas de edificios ateridos por el frío y la vejez.

Aullaban los perros, asustados por el temporal, cuando Adalberto se colocó sobre ella y entró en su cuerpo, convirtiéndola para siempre en su futura esposa o en una desgraciada. Ella ni siquiera lo pensó. Recibió el pequeño dolor con un gesto sonriente y se entregó al delirio que socavaba su vientre.

Encendidos de pasión, exploraron juntos los secretos resortes del placer hasta que, unidos en el más hondo de los abrazos, rodaron ofuscados hacia el inevitable, ansiado abismo. Bella era Irina, muy bella, pero nunca tanto como cuando le llegó su hora y hasta la vela se pasmó, no queriendo perturbar con su temblor tanta hermosura.

Su suerte estaba echada. Ante Dios, el dios que no podría considerar aquello una ofensa a pesar de sus ministros, estaban ya unidos para siempre.

Luego vinieron las palabras amables, apenas audibles complicidades floreciendo en la única atmósfera posible. Exhaustos y sudorosos, complacida la carne y el espíritu tras el arduo exterminio del deseo, contemplaron las caricias de la paz en el espejo, empañado por los incontables años del azogue.