Mi voz es un virus

            Incógnita y reflexión se mezclan en un panorama desolador. La praxis es buena, no se entretienen con palabras baratas y van más allá. Todavía lejos de la Luna pero, ahora ya, bien cerca de la exosfera. Nada de lo que dicen tiene sentido pero, al mismo tiempo, lo tiene todo. Maestro y pupilo, se han despedido de sus seres queridos. El viaje hacia lo insondable se adentra en una aventura todavía sin definir. No saben a dónde van ni tampoco de dónde vienen, en realidad. No saben cuánta certeza contiene la historia que les han contado ni cuánto engaño encierran las falacias que les han intentado inculcar. Sin embargo, son sabios, valientes, intrépidos y aventureros. Un antropólogo y un estudiante de espeleología embarcados en un viaje hacia lo más lejano que uno pueda imaginar: la verdad.

            No son filósofos ni lo quisieron ser en tiempos anteriores y ennegrecidos. No son librepensadores sino personas marcadas por doctrinas seguidas a base de miedo y delimitación del espacio a pisar y del tiempo a vivir. Son, diríamos, dos personas embriagadas de ilusión a la búsqueda de un mundo donde nunca evitar, de un planeta donde a la hora de buscar encarecidamente se encuentran con sorpresas gratas y otras no muy pesadas.

—     ¿Es la vida un misterio?

—     ¿Lo es?

—     Yo diría que sí.

—     ¿Por qué, querido amigo?

—     Por una cuestión de sabiduría, de inteligencia.

—     ¿De dónde sacas este razonamiento?

—     El simple hecho de cuestionárnoslo, ya hace que se convierta en una duda a resolver, en una búsqueda continua de la verdad inacabable.

—     ¿Qué es para ti una verdad inacabable?

—     La solución a un problema que nunca se ha sabido, ni se sabrá pero, al mismo tiempo, se sabe.

—     Entonces, lo que vienes a plantear es que no se ha sabido antes, ni se sabrá en un futuro, pero se sabea hora mismo, en este momento.

       —     Exacto. Eso es una verdad inacabable. Si pensamos en una posición de tiempo definida a partir de ahora, podríamos decir que está pasando en este momento, pero no podríamos decir nunca que está pasando en un pasado, o que está pasando en un futuro. Está pasando ahora, en el tiempo que podemos definir como el momento cero.

        —     Entiendo tu razonamiento pero, sólo me explico por qué es inacabable y no termino de entender por qué motivo se trata de una verdad. Quiero decir, ¿podría haber también una mentira inacabable?

         —     No, las mentiras se terminan. Una mentira tiene un final porque es una falacia. Todas las mentiras tienen un principio y un final pero nunca un espacio continuado de tiempo.

         —     Entonces, ¿por qué es una verdad inacabable, una verdad?

         —     Por la misma esencia de verdad. Es una imagen factible, un espacio que existe, un gusto en el paladar. Sabes que está allí, en tu lengua, sabes que no había estado antes y sabes que no estará después.

         —     Incongruente.

         —     ¿Lo es? Piensa… Piensa más…

Sumergidos en más conversaciones filosóficas, como si de la antigua Grecia se tratase, no pararon de sorprenderse el uno al otro: el primero con sus razonamientos y el segundo con sus preguntas. No por eso dejaron de argumentar sus ideas y de refutarlas siempre que a alguno de los dos no les gustasen. Sólo quedaban para hablar, ni siquiera iban a tomarse algo. ¿El lugar? El mismo de siempre: el banco solitario del parque donde las hojas nunca caen, el parque sin octubre, el parque del sol y los árboles verdes. El banco, aquel banco de piedra picada fabricado hacía más de 400 años. Sin respaldo, ambos mantenían el cuerpo bien erguido gracias a que la sabiduría les dotaba de una estructura ergonómica para no dañarse las vértebras.

            Un día más, el referente a seguir era la luz negra que el cielo reflectaba sobre el suelo gracias a las nubes grises que tapaban la claridad que debía llegarle a los árboles. Esta vez el viaje que surgió fue hacia otro lugar, menos filosófico y más desbaratado. Penetraron en las profundidades de la empereia, pues buscaban encontrar unas magnitudes prácticas nunca planteadas.

—     ¿Qué hay sobre el mundo?

—     ¿A qué te refieres?

—     ¿Qué existe y qué no existe, realmente?

—     Sabemos lo que existe porque lo podemos sentir, tocar, escuchar. Lo que no existe es aquello que no podemos sentir.

—     De acuerdo, pero, los átomos existen y no por ello los podemos sentir, ¿qué hay entonces de todo eso sobre los sentidos del tacto y del olfato?

—     Sabemos que existen porque los hemos descubierto, se han observado microscópicamente y se han analizado, los han visto, sentido de la vista.

—     Hasta el momento, nunca habían existido, los átomos. Aunque teníamos el sentido de la vista desarrollado desde hacía miles de años. ¿No nos hace eso vulnerables a algunos de nuestros sentidos? ¿Lo sabremos todo algún día? ¿No crees que la imposibilidad es innegable?

—     Sí, claro, por supuesto.

—     Entonces, ¿cómo podemos estar seguros de que nuestros sentidos no nos fallan? Tal vez no existe eso que decimos que sabemos que existe y es simplemente una ilusión óptica o, incluso, una ilusión cerebral.

—     Pero, ¿crees que hay alguna manera de averiguarlo?

—     ¿Es que hay alguna manera de no hacerlo?

—     ¿Cómo?

—     ¿Qué?

Había mucha niebla mientras navegaban en un barco viejo y arrugado. La madera tenía décadas y estaba, incluso, podrida. No cualquier persona gozaría adentrándose en aquel lago con aquella barquita, ni siquiera para costear. El vapor que desprendía la alta temperatura del agua dificultaba todavía más la posible visión de aquella estampa. Gracias a que uno de los dos llevaba un pequeño farol con una vela dentro, se podía divisar a cierta distancia lejana la silueta de las dos personas que singlaban, pero, ¿quién ha dicho que la vela estaba encendida?

La imagen sigilosa de las olas que formaba la brea al borde del lago era la única certeza de que había algún espectro moviéndose. Parecía una metáfora social sobre la indisciplina de los seres vivos: cuanta más estiba aparecía, más calor hacía, como si se tratase de materia oscura cuántica. Al revés que en las otras conversaciones, esta vez no había discusión filosófica, ni preguntas que buscaran una segunda opinión, una curva en la carretera, un nudo en el hilo de los auriculares.

—     Mi voz es un virus.

—     ¿Cómo?

—     Cada vez que hablo, un enigma se descubre, una solución aparece a un problema, el polvo cósmico encuentra una idea originaria del fenómeno interestelar.

—     ¿Y qué tiene eso que ver con un virus?

—     La sabiduría no se expande, la voz sí. Se escucha, se entiende o no se entiende, se aprende o no se aprende, pero nunca permanece en un lugar sin ningún significado.

—     Una voz no se puede quedar encerrada dentro de los barrotes de una prisión.

—      Exacto. Siempre será libre, esa es la idea de la excelencia cognitiva libertaria. No hay nada que pare la palabra. Ni tan sólo la palabra escrita.

—     La palabra es la esencia de vida.

—     La palabra, amigo mío, es una verdad inacabable.

Devastador era el camino por donde circulaban sin ninguna esperanza de llegar al final de la senda. La montaña era empinada y costera, arriba no había nadie que hubiese conseguido llegar al final. Por eso mismo, los dos fueron quienes consiguieron enhebrar el peaje sin vuelta hacia la soledad absoluta. Entre miles de conversaciones e infinitas palabras, el maestro y el alumno siguieron su camino, impersuasibles. El veneno de la serpiente ya había hecho su efecto. La historia había llegado a su fin y, aun así, sólo quedaba una incógnita a resolver: ¿Cuál de los dos era el maestro?