Zekesfehervar (ahora dicen que Székesfehérvár)

Es una historia lo que voy a contar, aunque no lo parezca. Es una historia, porque si digo que es una idea revestida de hechos, entonces nadie me creería. Y menos tú.

No estamos para lirismos, ¿verdad?. De nada sirve ahora decir que a veces, al mediodía, atravesaba tus ojos el misterio de la noche.

No estamos para gramáticas. Me da igual si es posible o no escribir la nostalgia en tiempo futuro. Leerás estas lineas como quien lee el prospecto de un jarabe y ya no estaré yo a tu lado para discutir tiempos verbales.

Ahora ya da lo mismo. Sólo quiero que sepas que es mentira, una absurda mentira, decir que las líneas paralelas se unen en el infinito. Sé que no es cierto desde que trabajo en los ferrocarriles, aunque sea en atención al público. He ido en tren desde Vigo hasta Rusia, y no es verdad. Las líneas paralelas son siempre paralelas, y separadas, porque el infinito es una esperanza absurda. No existe para nosotros.

Quizás hubo una época de filosofías, un periodo en el que el abandono de la consciencia nos alejaba de la realidad, pero han pasado los años, demasiados, y ahora cuanto más nos apartamos de los condicionantes que nos empujan, que nos avasallan incluso, más envueltos nos vemos en ellos, como el insecto que se enreda sin remedio en la tela de araña a fuerza de intentar zafarse de ella.

Pero no sigo por ahí. Ya dije que no estamos para lirismos. Ni para gramáticas. Ni para filosofías. No estamos para metáforas siquiera.

¿A quién le importa que tus ojos me persigan en sombras depredadoras, o que las noches supuren el veneno incandescente de lo que nunca te dije? A todo el mundo le da igual que duela el tiempo, y el olvido se acumule en la bayeta de fregar tantas ausencias.

Porque, ¿qué demonios es la ausencia?

Desde luego no es el simple hecho de que alguien no esté contigo. Es algo más palpable: es el hueco que deja.

Y si alguien se atreve a objetar que un hueco no es algo material, que machaque una rueda de su coche en un bache, y luego hablamos de nuevo.

¿Una salida de tono? De eso nada. Ya lo dije: no estamos para lirismos y un bache es uno de los fenómenos más prosaicos en los que se puede pensar. Los baches de las carreteras los causan las inclemencias y el exceso de presión por parte del tráfico pesado. Justo igual que los del alma. ¡Qué casualidad!

Pero nada de lirismos. Insisto. 

Los tiempos no están para poesías, aunque a veces la realidad parezca amanecer con ganas de bromas. Se puede ser policía y que te entren a robar en casa. Tiene gracia para todos, menos para ti. Y también es posible que te abandone la mujer a la que amas y ocuparte de los objetos perdidos en una gran estación de trenes. La vida tiene estas burlas.

Y alguna más. Porque es una historia lo que voy a contar, aunque sigas sin creerlo. Es una historia con su conflicto o su extrañeza.

Hace un par de días llegó a mi mostrador un individuo, ojeroso y de pelo cano, con cara de estar muy preocupado. Le pregunté qué deseaba y me dijo que había perdido una puerta. Se le había quedado en el Alvia de Valladolid.

En atención al público tenemos que tratar chiflados todos los días. Es tan frecuente, que incluso existen un par de normas de actuación diseñadas para gestionar sus manías, con protocolo por escrito, y sonrisa estereotipada para que no se pongan nerviosos mientras acuden los de seguridad, o la asistencia médica incluso. Tenemos protocolos para todo, en realidad, aunque en lo momentos decisivos lo que cuenta de veras es el aplomo que consiga mantener el empleado que está de servicio. 

En este caso, simulé que la solicitud me parecía perfectamente lógica, me di una vuelta por el almacén fingiendo buscar una puerta, y un minuto y medio después salí de nuevo para decirle al individuo que lamentaba comunicarle que no se habían recibido puertas. Nada de bromas ni de extrañezas sobre la cantidad de puertas que la gente pierde diariamente. Seriedad y mucha educación.

El hombre esbozó una mueca de disgusto, se frotó las manos con creciente nerviosismo e insistió con vehemencia en que tenía que haberla dejado alguien a nuestro cargo, así que no tuve más remedio que pedirle una descripción.

Era una puerta azul, con pomo blanco y herrajes de latón. Estaba en un cilindro de cartón verde, de casi un metro de longitud.

Entonces alcé las cejas, comprendiendo de pronto: era una fotografía de una puerta. Un póster. Algo así. 

Estaba ante otra clase de chiflado. O de bromista. O de imposibilitado para ayudarse a sí mismo describiendo el objeto como es debido. También hay muchos de esos, a los que un antiguo jefe mío llamaba minusválidos verbales.

El hombre se me quedó mirando unos instantes, expectante. Sabía que había sido agraciado con una segunda oportunidad. Era un cilindro verde de un metro de largo y unos quince centímetros de diámetro. Un cilindro verde con tapas blancas y dos pegatinas de Malev, la compañía aérea húngara. Porque le habían enviado la puerta desde Budapest, o desde no sé qué ciudad de nombre impronunciable. Zekefehenosequé 

Fruncí el ceño y volví al almacén. Eso mismo le pasaba siempre a ella: era incapaz de hacerme ver claramente lo que quería. O me pasaba a mí. No lo recuerdo. No quiero discutir conmigo.

Un cilindro verde no es tan difícil de encontrar entre mochilas, bolsos, abrigos y maletas cuadrangulares de todos los tamaños y durezas. Nada es difícil de encontrar en realidad si está entre los objetos que revisas. Y estaba.

En tres minutos volví al mostrador con el objeto recobrado. El hombre de pelo cano y traje ajado hizo un gesto de alegría. Le ofrecí un recibo a la firma y me pidió permiso para comprobar el contenido.

Era razonable y no me negué.

Del tubo de cartón salió un rollo de papel y el hombre lo desplegó ágilmente sobre la pared. Efectivamente era una puerta azul, con pomo blanco y herrajes de latón.

—Es preciosa, ¿verdad? —comentó el hombre, que estaba eufórico pro haberla recuperado.

Era una puerta. De todos modos, le di la razón todo lo amablemente que pude.

El hombre me dio las gracias, y me tendió la mano. Se la estreché. Luego, sin pedirme permiso, fijó el cartel contra la pared con cuatro trozos de cinta adhesiva, dio las buenas tardes, abrió la puerta, y se fue.

Cuando salí de detrás del mostrador a intentar averiguar qué había pasado, la puerta ya estaba difuminándose. No duró ni los tres minutos que tardaron en llegar los de seguridad.

No sé si fue una alucinación, una alegoría o un aviso.

Si no fuese una locura pensaría que fue un mensaje en forma de enigma.

Porque yo soy el hombre que espera que se me abra al fin una puerta. Y llevo dos meses aguardando ante un muro sin puerta.

La esperanza es eso.