Relatos cortos
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Cuatro plumas y un relato (4): El club de los suicidas involuntarios [+18]

Última Hora (Actualización)

Continúa en estado crítico el mensajero precipitado desde la azotea de esta redacción. Los médicos han conseguido estabilizar sus constantes, pero sigue pendiente de varias operaciones por múltiples fracturas. Seguiremos informando de su estado.

Subscríbase a Prensa Nueva News. Siempre al servicio de la noticia.

Dos figuras silenciosas flanquean la cama de Julián Cortina, evaluando daños, sumando pronósticos, dividiendo atrocidades, tratando de esquivar una filamentosa y residual conciencia de estar reparando un ser humano, vivo, en lugar de una máquina, una turbia sensación que no se termina de apagar del todo con los años.

Gámez repasa el informe concentrado en no olvidar nada importante, mientras Nuria corrige el ritmo de los goteros, rompiendo el metódico silencio con una cadencia episódica de plásticos que crujen.

Por más que los números cuadren, Gámez se rinde ante la ironía de tanta combinatoria funesta, mientras observa con una prófuga decepción lo mal que contiene el pijama las nalgas de su compañera.

- Parece estable, pero tiene muchos frentes abiertos. ¿ Hoy tampoco hay familiar para informar ?

- No ha venido nadie, aparte de la policía. Como no llamemos a su ex...

- Legalmente no podemos, ya te lo he dicho. No os estudiáis estas cosas, y luego queréis prescribir.

Nuria fingió una mueca irónica condescendiente, a la vez que imaginaba a su compañero muy seriamente empalado con una escoba.

- Le dejamos el antibiótico, y la sedación hasta que pase el anestesista. Voy a ver al de la trece.

Luna observó al doctor marchándose ensimismado, y esperó a que saliera también la enfermera, fingiendo ajustar el freno de una silla de ruedas. Vestirse de celador era a la vez sencillo y una cierta excentricidad profesional, sabiendo como sabía que a esas horas podía pasearse vestido de Mary Poppins sin que nadie le preguntase nada. Pero joder, algunas cosas hay que hacerlas bien. Un novato no sabría que los celadores se comparten entre plantas y es más difícil que a alguien le extrañe ver personal desconocido en la suya, como sucedería si hubiera elegido pasar por médico o enfermero. Qué coño, un profano se hubiera disfrazado de "señor de la limpieza", que canta más que Ozores vestido de flamenca.

Mascullaba estos sinsabores de profesión mientras rebuscaba en las taquillas y en la mesilla, con una entrenadísima tranquilidad, que le hacía permanecer fácilmente en la normalidad ante cualquier imprevisto. Casi sentía que era otro profesional más haciendo su trabajo, igual de justificadamente que el resto del hospital, como si su rol estuviera previsto en la orquesta de la sociedad, y eso le daba mucha credibilidad a su personaje.

Nada.

Ni en la basura del baño, ni entre las jambas metálicas de la ventana, ni detrás del espejo.

Su semblante parecía ensayar caras estoicas y solemnes ante la previsible reacción de Alfaro, pero breves espasmos del cigomático le traicionaban, arrugándole la boca y la nariz, mientras recordaba la cara de gilipollas que se le quedó cuando miraba cómo los municipales se llevaban la moto, por estar mal aparcada.

Puta vida, y puto mensajero saltimbanqui.

Le puso las manos en el cuello mientras se mordía inconscientemente el labio inferior, pero vaciló un momento, y respiró hondo mirando hacia la puerta, y otra vez al mensajero. Apartó las manos, de costumbre firmes y habituadas a ejecutar sin paliativos.

Seguramente no merecía la pena. El infeliz tenía la mandíbula rota en tres partes, y si lograba salir de esta él ya estaría muy lejos.

En algún país desdibujado.

O muerto.

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Los Caminos del Señor, Juan Antonio

Juan Antonio se despertó de golpe. Abrió los ojos y se quedó unos segundos hipnotizado por el movimiento de las aspas del ventilador de techo.

Lentamente intentó reincorporarse pero le resultaba muy laborioso. Sus movimientos eran torpes y bruscos. Comenzó a retorcerse y al hacerlo le dio una patada a un cojín que tenia a sus pies, que cayó junto con la Biblia.

Aquel sonido seco alertó a Paula, que se dio prisa y apareció de inmediato en la habitación.

- ¡Buenos días cariño! Aquí tienes tu desayuno corazón, le dijo, arrastrando la z y convirtiéndola en una s alargada y sonora.

Él la miró fijamente a los ojos con cara de estupor. Intentó decirle algo pero no le salieron las palabras.

De golpe le vinieron a la memoria ráfagas, recuerdos de la noche anterior.

Se acordó de que tocaron el y su colega al timbre de aquella casa en los bajos de un edificio a medio derruir. Ella les invitó a entrar, sin duda le pareció una chica graciosa y amable. Estuvieron un rato hablando de la llegada del Señor. Él le preguntó a ella si estaba preparada para la inminente venida y ella les contestó que si, que lo estaba, que estaba ampliamente preparada.

Les ofreció un té con galletas a ambos, lo bebieron lentamente mientras discutían acerca de cual de los cuatro jinetes del Apocalipsis les parecía más interesante. Cuando él iba a dar su opinión acerca del corcel bermejo del jinete de la victoria, se le cayó la taza de las manos. De repente todo se volvió nebuloso y desde ese momento no recuerda nada.

- ¿Y mi colega? ¿Dónde esta mi colega? Se preguntó a si mismo con desesperación. Su respiración comenzó a agitarse, quería preguntarle tantas cosas pero le resultaba imposible articular palabra alguna. No paraba de mirar fijamente a los ojos de la chica, intentando hacer una conexión visual.

Pero la verborrea de ésta le impedía concentrarse en ningún pensamiento. La chica no paraba de hablar. De cuales serían los planes para ese día, para la semana y para el mes. De que vestido elegiría para la boda, de cuantos serían los invitados, quien organizaría el banquete. Parecía muy ensimismada en sus elucubraciones.

Quería gritar pero no podía, juntó aire en sus pulmones y en cuanto le permitieron hacerlo soltó un grito de alarido, de desesperación, interrumpido abruptamente por una almohada que se dirigió hacia su boca.

Lo siguiente fue el silencio. Y se quedó dormido otra vez mientras Paula no dejaba de mirarlo con cara de embobada. 

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Teatro infantil

Personajes:

EUFRASIO, un rinoceronte.

MIGUELÓN, un león.

RAMONA, una leona.

FRASQUITA, una hiena.

HUGO, un elefante.

CASIMIRO, CASIVEO, CASICASI, tres ratones.

LAILA y LEOCADIO, dos jirafas.

GOTAS DE LLUVIA.

***

ACTO I

El escenario muestra la sabana africana, hierba de cartón de colores pardos repartida en el suelo, una gran piedra hecha de madera y telas en el centro del escenario, un árbol grande al fondo, un forillo pintado con montañas y un cielo luminoso pero con el sol semicubierto por una nubecilla de tormenta. Por el lateral derecho entra RAMONA, seguida muy de cerca por MIGUELÓN.

RAMONA: (A Miguelón) Que no pesado, que no, ya te he dicho venticincuenta veces que no iré contigo al baile...

MIGUELÓN: Anda, Ramona, no seas así, van a estar todos en el baile de la primavera... hasta vendrá Eufrasio y todo...

RAMONA: Mira, que no iré contigo al baile...

MIGUELÓN: ¿Y con quién irás?

RAMONA: Ay, qué pesadito que eres, no lo sé.

MIGUELÓN: (Nervioso) P-pero los bailes, los bailes... 

RAMONA: Bueno, yo me voy al río a beber agua, adiós, pesado. (Sale por el lateral izquierdo con paso decidido).

Miguelón se queda solo en el escenario. Se sienta en una piedra apoyando la cara en las manos. Suspira. La mirada perdida. Suspira otra vez, ahora con más fuerza que antes. Por el lateral derechos entran CASIMIRO, CASIVEO y CASICASI, riéndose en silencio y tapándose la boca para que no les oiga Miguelón, se acercan hasta él por detrás en silencio y se ponen a su espalda.

CASIMIRO, CASIVEO y CASICASI: ¡¡¡BOOOO!!!

MIGUELÓN: (Salta asustado). ¡¡¡Qué susto, recontra!!! No podíais dedicaros a hacer ratonadas y dejaros de asustar a los animales.

CASIMIRO: (Riéndose). Anda que el susto que le dimos al elefante del claro al lado del lago... (A Casicasi) ¿cómo se llama...?

CASICASI: Hugo, el elefante se llama Hugo, pero cuando lo asustamos nosotros le decimos...

CASIMIRO, CASIVEO y CASICASI: (A coro). ¡¡Hugo, tarugo, asustón!!

MIGUELÓN: (No le hace gracia la broma de los ratones). ¿Y eso es gracioso?

CASIVEO: ¿Qué te pasa, Miguelón, que tienes hoy la cara de un melón? (Los tres ratones se ríen del supuesto chiste).

MIGUELÓN: Nada, el baile es mañana por la noche y... (Dándose cuenta que mejor no les cuenta nada a los liantes de los ratones). Nada, voy a beber al río... (Sale por el lateral izquierdo cabizbajo).

CASICASI: Uy, seguro que Miguelón le ha pedido a Ramona, la leona mona, (todos se ríen del chistecito)... que lo acompañe al baile y le ha dicho...

CASIMIRO, CASICASI, CASIVEO: (A coro). ¡...Que no! (Se ríen). 

CASIVEO: Podríamos echarle una mano, jijijiji...

CASIMIRO: Sí, podríamos ayudarle... jejejeje...

CASICASI: Y de paso reirnos un rato de la parejita... jajajaja...

CASIVEO: ¿Se te ocurre algo, Casicasi?

CASICASI: (Pensativo). Casi casi...

CASIMIRO: Y yo Casimiro y éste Casiveo...

CASICASI: Burro, que casi casi se me ocurre algo...

CASIVEO: Hay que hablar con Ramona y convencerla de algún modo para que quiera ir con Miguelón...

Por el lateral izquierdo entra FRASQUITA y viendo que están distraídos con sus planes se acerca hasta ellos por detrás en silencio.

DOÑA FRASQUITA: ¡¡¡¡BOOOO!!!

Los tres ratones se dan un gran susto y cada uno sale corriendo hacia un lado del escenario.

FRASQUITA: (Riéndose). Los bromistas de la sabana se asustan por nada, jajajaja...

CASIVEO: Nos has pillado distraído, Frasquita...

CASIMIRO: ¡Muy distraídos!

CASICASI: ¡Distraídisimos!

FRASQUITA: ¿Qué, planeando alguna de vuestras bromas pesadas?

CASIVEO: (Negando con la cabeza). NooOOoOoo...

 CASIMIRO: Hablábamos del tiempo, de si lloverá mañana por la noche...

CASICASI: (Dándole un codazo a Casimiro para que no siga hablando). ...O lloverá la semana que viene al mediodía o...

FRASQUITA: (Lista, aguda). Ahhh, mañana por la noche es el baile, pillastres, espero que no se os esté ocurriendo liarla en el baile...

CASIVEO: (Negando con la cabeza). NooOOoOoo...

CASIMIRO: Hablábamos del tiempo, de... NoooOooo, no pensamos hacer nada en el baile...

CASICASI: (Dándole un codazo a Casimiro para que no siga hablando). ...Ni siquiera vamos a ir, Frasquita...

FRASQUITA: (Mirando al cielo). Pues a lo mejor sí que llueve, me voy corriendo a casa que a mí el agua, psé...

CASIVEO: (Susurra a Casicasi). Es que mojada de lluvia es tres veces más fea, jijijiji...

FRASQUITA: (Cogiéndose las orejas). Lo he oído, botarate, no ves que tengo un oído finísimo...

CASICASI: Nosotros ya nos vamos, que... (Señalando al cielo) va a llover... (Coge a Casiveo y a Casimiro del brazo y se los lleva por el lado izquierdo.)

DOÑA FRASQUITA: (Viendo cómo se marchan los ratones). Ay, espero que no estropeen el baile de este año... ayy... (Sale por el lado derecho). (En OFF:) El año pasado estuvieron tirando petardos toda la noche...

El escenario se queda vacío. De los laterales entran gotas de lluvia y cambian en el escenario la hierba de cartón de colores pardos por otras hierbas de vivos colores verdes, cada gota coge una de las hierbas pardas y la cambia por otra verde brillante, otras gotas le cambian al árbol grande las ramas por otras más bonitas y muy verdes, otra gota se queda al lado de la nubecilla que tapa al sol y cuando todas las demás gotas han terminado y salen de escena, quita la nube dejando un sol grande y brillante. Mira a su alrededor para comprobar que todo está en orden y sale por el lateral derecho.

(...)

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No le des vueltas, Justino. Relato con música (I)

No le des vueltas, Justino: para todo problema complejo hay siempre una solución simple. Lo tuyo, la verdad, son ganas de liar las cosas. Porque te aburres, y nada más.

No existen conspiraciones, ni complots para hacer que las cosas parezcan distintas de lo que son.

No existen los conjurados, reunidos en oscuros salones, con una careta cada uno y un cuchillo que se echa a suertes para determinar quién va a ser el asesino.

No existen los subterráneos debajo de los edificios, construidos en tiempos remotos para que frailes siniestros se movieran como topos por el vientre de la noche, el pecado y la traición.

No existen códigos ocultos en las obras de los pintores, ni vale de nada buscar acrósticos inversos en poemas aburridos, atorados en bostezos de tanto como hace que nadie los lee.

No existen archivos secretos en el Vaticano, ni listas negras en las televisiones, ni vetos editoriales. No hay más secretos que los que guardan algunos gobiernos desconfiados por miedo a que les roben no sé qué, y aun esos, son como los tuyos: el número de la tarjeta de crédito, que no es alquimia, ni cábala, sino que lo guardas por precaución.

No existen trapicheos en salones privados, ni gente que se concuerda para sacar más provecho del normal. Eso pasa en las dictaduras, pero en las democracias los políticos saben que eso les puede costar el puesto y se agarran a su escaño como una mancha a un mantel.

No existen comisiones ilegales, ni tráficos de influencias, ni más favores que los normales. Porque es normal que un empresario contrate a su hijo antes que a otro, porque conoce el oficio, y lo mismo es normal que llegue catedrático el hijo del catedrático, y por la misma razón.

No es tan raro que un chorizo y tres camellos aprendiesen en tres días a montar bombas de precisión, ni que luego se suiciden los que pudieron hacerlo antes para hacer doble de daño. No tiene por qué haber nada detrás de las cosas, Justino. Lo normal es que las razones vayan por delante.

Lo que pasa es que tú te crees más listo quela televisión, y que la radio, y que los periódicos.

Eres capaz de creer en Dios y en la Virgen y no en lo que te dicen las personas que saben más que tú. Todo te vale con tal de desconfiar y llevar la contraria y meterte en lo que no te corresponde.

Tienes que pensarlo todo por tu cuenta, y pensarlo torcido.

Y no, Justino, que no: Que las cosas son como las vemos.

No me tomes el pelo, que otra cosa no, pero el sol lo veo todos los días. Y el sol gira alrededor de la Tierra y lo demás son pamplinas: no me quieras convencer de una cosa cuando veo yo lo contrario con mis propios ojos.

Tanto complicar las cosas cuando están claras.

¡Qué ganas de enredar!

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Nos fuimos quedando solos. Relatos con música (III)

Nos fuimos quedando solos: el mar, el barco y nosotros.

Poco a poco fue desapareciendo de los muelles la carga que transportábamos: otros buques más rápidos ofrecían fletes más baratos. Otras fábricas manufacturaban más deprisa. En otros cafetales se pasaba más hambre.

Nos fuimos quedando solos.

Los bancos dejaron de escuchar al armador y los prácticos de los puertos nos dejaban a menuda trasnochar en mar abierto. Amarrar cuesta dinero, y no había dinero a bordo. Ni en la oficina de la naviera. Ni clientes a la espera de nuestro regreso.

Nos fuimos quedando solos.

En Montevideo nos dijeron que no podríamos volver a España. La naviera había quebrado y el barco se vendería como chatarra. El capitán y los doce tripulantes volveríamos en avión. Tampoco teníamos dinero para volver y tuvo que ocuparse de ello la embajada. Al principio se ocuparon de nosotros, pero luego se cansaron de aquellos marineros viejos y malhumorados.

Y nos fuimos quedando solos.

Dormíamos en el barco. Comíamos en el barco. Bajábamos a tierra sólo a enterarnos de la ausencia de novedades. Se arreglaron al fin los visados y once marineros sufrieron la humillación de regresar en un vuelo chárter. El capitán se quedó: sentía que era su deber también en aquel tipo de naufragio. Yo llevaba veinte años como segundo y me quedé con él. En el barco abandonado. 

Nos quedamos completamente solos.

Dos semanas tardaron en arreglarse las diligencias para embargar el buque. El capitán tardó tres en enfermar y cinco en morirse. Podría decir que murió de pena, pero no quiero poesías: murió de una angina de pecho. Los marineros se entierran donde el mar los arrastra: no tenía familia y no mandé repatriarlo.

Al barco y al capitán los llevaron al cementerio. En una sucia ensenada esperaban treinta barcos el infierno del soplete. En una recia colina, once millas más abajo, encontré un pueblo de pescadores donde no pidieron nada por cavar una tumba para un marinero más. Para un marinero menos.

Me quedé solo del todo.

Entonces fui a la embajada y arreglé el viaje de vuelta. 

El día que me marchaba suspendieron aquel vuelo. Se desató una tormenta que amarró a tierra por igual barcos y aviones. Hubo olas de quince metros y vientos de sesenta nudos.

La tormenta duró dos días y cuando iba a marcharme, me llamaron de la embajada. Era la funcionaria morena que simulaba comprendernos, pero no me hablaba ya como a un niño perdido en unos grandes almacenes: me hablaba como se habla a un mendigo después de saber que en realidad es un millonario disfrazado.

Nuestro barco había desaparecido de la sucia ensenada donde esperaba su final. El fuerte oleaje había sacado varios buques a mar abierto y los había vapuleado a su antojo durante dos días. 

Nuestro barco había encallado, once millas más abajo, frente a un recio promontorio, en un pueblo de pescadores, frente a la tumba del capitán. Reflotarlo costaría más de lo que valía su chatarra. Allí se quedaría hasta disolverse en óxido. 

Allí se quedaría cien, quinientos, o mil años.

Aquello era el fin. Cogí el avión y regresé a casa. Con una sonrisa de un hombre que no sonríe y un poema de un hombre que no es poeta:

Nos fuimos quedando solos

 el mar, el barco y nosotros.

O no tan solos, quizás,

pues no están solos jamás

los fantasmas y los locos.

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Viajes...

Cuando lo sabes todo de una persona y el destino insiste en que te reencuentres con ella, el mundo cambia en base a dos voluntades en lugar de una.

Nuestro viaje comenzó hace mucho tiempo. Fue retomado y ahora toca otro descanso. La travesía, la ironía de la vida de un viaje constante para hallar como respuesta un final. Para eso vivimos, pero no me arrepiento del camino. Jamás lo haré.

Me guiñaste un ojo, lo juro, mi mente manipuló la realidad. Me besaste y ese recuerdo es imborrable, por lo que con orgullo lo tengo izado donde el corazón. Nos alejamos, regresamos. No hubo más besos. Vivimos apartados del mundo donde la roca más seca, aquella necrópolis que debía anunciar destinos nefastos, uniones desnudos. Fue cárcel para ti, sin embargo.

Reencuentros en el camino, es lo que mejor nos define. Paciencia, es la virtud que te acompaña. ¿Cómo alguien puede quererme? Me ofusco sin querer mirar tus lágrimas. Siento que mi ego sea tan impertinente, ¿pero era mejor seguir con la falacia? ¿Sentir que de verdad te quiero como mereces? Claro que te quiero, pero ya no es lo mismo que en nuestro último reencuentro, este que nos ha llevado a conocer mundo, a liberarnos gracias a que comprendíamos qué significa estar encerrados en un mismo lugar y rutina. ¿No es hermoso? Dos presos mirando al mar.

Juntos incluso observando la muerte de cerca. Juntos incluso aguantando a sabios locos. Juntos incluso contra la demencia del día. Juntos siendo la misma risa. Juntos... Fue sincero lo nuestro, es así, entre chascarrillos y bromas privadas; teníamos la misma sombra.

Y decido alejarme. Nadie huiría de un idilio hecho realidad. Y me alejo de escenas felices. Me saboteo sin explicación. Y tengo clavada tu mirada por siempre. Mi primer beso, el último engaño. Me has sido alfa y omega, lo has tenido todo para mí. Y, voy, agarro la piedra preciosa, y la lanzo. No doy motivos sólidos. Soy vago en mi pensar y mi proceder. Soy sincero y no suena convincente. No hay nada más en mí. Estoy hueco, donde antes estaba lleno de ti, ahora hay oscuridad. Mi reflejo. Mis ojos metidos hacia dentro. Soy como a quien critico: juntos pero no revueltos. Egoísta, desgraciado. Sin compromiso pero juntos para siempre. Estúpido.

Lo nuestro fue de cuento, por lo que de ese modo hay un final, me temo. Quiero otra clase de epílogo, una continuación que sea también best-seller... A quien quiero engañar, ha sido la soledad la que me ha transformado.

Y recordaré cuando fuimos a los lagos. Las veces que vimos el mar, nuestro cómplice. Los momentos tensos con los demás y las risas de los amigos de verdad. Esas carreteras largas que regalan el horizonte. Fuimos de buen comer y de dormir regular. Señores de días enteros por calles y sorpresas. Descubrimiento, un regalo para personas tan curiosas como nosotros. Emoción en cada esquina. Magos que pintaron escenas que los demás aún no saben valorar.

Tantos nombres que conquistamos. Tanta gente que nos ha hablado... Esto lo tengo tatuado, y sé que tú también. Esta vida la contaré con orgullo gracias a ti. Por eso no quiero perderte.

Qué hueco me siento. Me he quedado partido por la mitad. Por desgracia, no brota sangre. Hace tiempo que no lo hace. Y sin sangre, el corazón no late. Soy estatua ahora mismo. Una de esas que se tapan el rostro con las manos. No quiero hacerte más daño, así que no pestañees. Pero juro que no quiero hacerte daño, pero es mi naturaleza la que está siendo cruel. Aún no me conozco, y para variar lo he pagado contigo. Soy un perro encerrado en sí mismo y por lo tanto consigo mismo. Una celda estrecha es mi pecho, y va a reventar.

Lo siento.

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Diálogos con un extraterrestre (..)

-¿Entonces no tenéis guerras nunca, no habéis tenido guerras antes?

-No. Cuando ha habido algún conflicto teórico sobre algún tema y no nos poníamos de acuerdo lo que hacíamos era que “lanzábamos hafgiu” y el resultado era lo que hacíamos. Ese proceso de lanzamiento hafgiu es un proceso matemático de azar. Nos encanta el azar.

-¿Y conflictos con otras civilizaciones? ¿Habéis conocido a otras culturas?

-Conocemos varios mundos habitados por bugihel, seres sentientes, en diferente grado... Los que ya saben cómo viajar instantáneamente a cualquier lugar del universo, los que llamamos "1101", no están interesados en conocer a nadie, están dedicados a crear nuevos universos en otras dimensiones, al menos los dos grupos que hemos conocido y que apenas pudimos comunicarnos con ellos. Los que no han descubierto aun ese tipo de viaje y siguen limitados por la velocidad de la luz quedan demasiado lejos para que el viaje sea factible.

-Pero la lucha por el espacio vital es una constante en las leyes de la selección natural.

-Sí, pero si mantienes un equilibrio con tu entorno no hace falta ser hostil.

-Oye, y eso de que os gusta el azar...

-Es maravilloso, nos hace pensar con más rapidez soluciones ingeniosas o resolver cuestiones.

-Pero la ciencia se dedica a predecir lo que sucederá con las reglas que tiene...

-La profunda es profunda.

-¿Qué?

-Un fallo de traducción. Espera. Que la ciencia más profunda se rige por comportamientos olikui, algo como “azar misterioso”, no porque sea misterioso sino porque a veces es una cosa y a veces es otra por la muergubiliatorni, energía de voluntad.

-No entiendo.

-Imagina que las subpartículas, como las llamáis vosotros, tienen vida... Ah, espera esto lo estamos hablando con “armónico 56h”, otro humano que es astrónomo... y tampoco lo entiende... Mejor lo dejamos, no creo que te lo pueda explicar.

-Y otra cosa... ¿cómo conocéis mi idioma tan bien? ¿Un traductor universal o algo así?

-No, no tenemos ni idea de cómo es tu idioma, ni siquiera usamos palabras para comunicarnos, accedemos directamente a tus pensamientos y plantamos conceptos directamente en tu mente que tú traduces en tu propio lenguaje, de ahí los problemas de traducción a veces.

-Y cómo os comunicáis entre vosotros.

-Emitimos ideas que procesan los demás.

-¿Como si fuera telepatía o algo así?

-No. Cogemos las ideas del vacío de la nada, que ya sabes que no está vacío, las condensamos y las emitimos a otros, quien quiera coge esas ideas y las procesa y quien no quiera, no.

-No entiendo cómo podéis ser tan avanzados en todo.

-Oh, no lo somos, hay mundos donde están diseñando universos en otras dimensiones, recuerda lo que te he explicado hoy.

-¿Y cómo sois físicamente?

-Ah, ya te lo he contando antes, pero te lo explico otra vez... Tenemos una estructura superficial hecha de sílice y otros elementos, el interior es una combinación gaseosa y sólida de órganos funcionales, hay partes con las que procesamos la energía en forma de gas y partes con las que procesamos energía en forma sólida. Nos alimentamos de energía sólida y de energía gaseosa como cianuro, nitrógeno, argón. También tenemos unas especie de plumas, o lo más parecido en vuestro mundo, con las que gestionamos la energía de la luz de nuestro sol rojo.

-¿Tenéis piernas, brazos, dedos...?

-Sí y no, nos desplazamos a veces haciéndonos menos pesados que el aire o a veces nos movemos con la parte inferior del cuerpo sólido que tiene una capa de mucosa pegajosa. Para manipular objetos creamos apéndices concretos para coger, aplastar, doblar, palpar, dependiendo de lo que queramos hacer.   

-No debe ser una visión agradable para nosotros.

-Oh, tenemos colores exteriores tornasolados que creo que os gustarían.

(Febrero, 2008. 3ª parte de 6.)

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Volveré con él, señor juez...

Son hermosas las horas que perdemos si en el perderlas, como en un jarrón, ponemos flores.

Quedó como Dios el poeta, pero, ¿qué flores pueden ponerse en el jarrón de una sepultura que no se enfría? Si acaso las de Baudelaire, y pare de contar.

Porque todos tenemos una idea clara de lo que se debe hacer cuando queda inútil una persona a la que queremos, y estamos seguros de que estar a su lado es la postura humana, la ética, y hasta la única posible. Decimos a la familia que yo me ocuparé de él, y lo decimos de corazón. ¿pero qué pasa luego?, ¿quién cuenta los días?, ¿qué ocurre cuando los calendarios se juntan en rebaños de alas negras girando sobre el silencio? 

La medalla que dan al mutilado no vale más que su pierna. Ni la admiración del mundo entero por la abnegación y el sacrificio tampoco más que la vida, afantasmada en jirones de lo que pudo haber sido. ¿Ha visto alguna vez las esfinges, a la puerta de los templos? Así me sentía yo.

Tiene un nombre el que da la vida porque lleva vida dentro y tiene nombre también el que propaga la muerte. El primero no lo sé porque nunca he sido madre; el segundo es Satanás, me da igual si es o no es culpable.

¡Y aún hablan de los aztecas, con su sacrificios humanos! ¿Y qué es lo mío? Por lo menos el que moría en la piedra del ritual creía servir a un dios, ¿pero a quién sirvo yo? A un hoyo. Porque es un hoyo. Porque cuanto más le quitan, más grande es. Y más me traga. Y más me entierra.

No sé por qué lo hice. Sé sólo que una mañana salí a comprar pan y fruta y me encontré en la estación. No pensaba hacerlo. No pensaba irme tan lejos. Claro que sabía que sin mi no podía valerse, y por supuesto que agradezco de todo corazón a la vecina que llamase a la ambulancia, e incluso a la policía. Y me alegro de que en el hospital pudieran salvarlo. ¿Qué se cree que soy?

Fue sólo un error. No volverá a suceder.

Perdone, señor Juez. Creí estar viva otra vez. Claro que volveré con él. Sólo fue un espejismo.

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La niña de azul

La niña de azul

Dolores nació en el seno de una familia adinerada. Desde pequeña su padre le dio todos los caprichos. Compensaba su ausencia con regalos. Los negocios le absorbían todo su tiempo.
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Límite, 48 horas

Se despertó temprano aquel martes de febrero. Como todas las mañanas, cogió su móvil y reseteó la app que le habían preparado unos estudiantes en el departamento de informática de la facultad de ingeniería. Un símbolo con un reloj quedó marcado en la parte superior de la pantalla.

Se quedó un rato mirando al armario de su cuarto. Era de madera, con cuatro puertas y cada una estaba dividida verticalmente en seis espacios cuadrados separados por unos listones de madera que sobresalían. En total, 24 espacios.
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La boda (Txominadas)

La boda (Txominadas)

Ojeando perfiles de chicas en badoo me encontré con una moza bastante guapa que pedía novio formal para lucirlo en casa. Me hizo gracia la propuesta, así que la entré, afirmando que era el novio que cualquier madre querría para su hija.
Me contestó y enseguida entablamos conversación. Tenía buenas vibraciones con ésta, aunque a decir verdad, las tengo con todas. Se ve que las faldas me nublan las ideas y sólo me aparecen pensamientos positivos.
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Lenguaje de ciegos

Sé que lo que voy a contar es cierto porque yo lo vi, aunque eso importa bien poco en realidad: ni que yo lo hubiera visto ni siquiera que fuera cierto cambiaría en nada el sentido de mi relato. Al fin y al cabo, esto no son más que palabras.
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El Gorrión

El Gorrión

El Gorrión, imagen animada por Asralore.

Hace un año vi un gorrión con tres ojos. Era completamente normal pero voilà!, de repente abrió su tercer ojo. Se había posado tranquilamente en el quicio de la ventana y cantaba. Cierto es que cantaba de una forma sumamente extraña, de una forma que uno no creyera que pudiese cantar un gorrión, o siquiera un pájaro. Emitía pequeños chillidos agudos entrecortados por una especie de graznidos graves. Su canto no era normal, eso estaba claro. Al rato ya me había empezado a dar dolor de cabeza. Lo intenté espantar, pero no hubo manera. Cerré la ventana de golpe para asustarlo pero ni aún así. En vez de quedarse aplastado contra el marco de la ventana apareció tan tranquilo encima de mi mesilla, sin recorrer la distancia que hay de la mesilla a la ventana. Fue entonces cuando me quedé paralizado al observar su tercer ojo abrirse en medio de aquella minúscula frente.

A continuación, empezó a susurrar palabras extrañas en algún idioma que me sonó a nórdico. Después empezó a chillar en ese mismo idioma con un tono de urgencia que me asustó. Pasó al francés y luego a algo parecido al ruso, como serbio o búlgaro, no tengo ni idea. Probó unos cuantos idiomas más, de los cuales el único que reconocí fue el suomi (finlandés), hasta que llegó al italiano. Ahí ya le dije que se diera prisa en pasar al español, lo cual parece que entendió en mi macarrónico italiano, pues al poco tiempo ya estaba hablando castellano.

Sin embargo, mi desilusión al esperar un gorrión inteligente fue de esperar. El gorrión no dominaba apenas el español y yo casi no le entendía. Por algo empezó hablando danés o sueco, me dije. Resignado ante la idea de un gorrión de tres ojos capaz de hablar en varias decenas de idiomas distintos pero desconocedor absoluto de los idiomas romances o latinos, me tumbé encima de la cama. El gorrión no debió darse por aludido y siguió hablando de esa forma tan peculiar que tenía que parecía una mezcla entre un japonés y un estadounidense intentando hablar español.

Me harté de su incompetencia con los idiomas y le mandé a freír espárragos para seguir estudiando. Empero aquel gorrión estaba decidido a darme la tarde y con sus quejidos espantosos me pidió su atención.

A lo largo de diez terribles minutos de incomprensión deduje que quería llevarme a algún sitio con problemas asociados a la presencia de un terrible y maquiavélico Señor Maligno que amenazaba una tierra resplandeciente y hasta entonces pacífica.

Me sonó tan patético que le di una patada, haciendo que rodase por la alfombra. Le pregunté que qué ser era realmente y a qué había venido a mi habitación (a parte de a molestarme). Como era de esperar no se rindió tan fácilmente y siguió con su perorata ridícula del País De La Magia Amenazado. Le cogí de un ala pero antes de que le hiciera nada se apresuró a confesar.

Dijo (en un perfecto castellano) que era un cambia-formas a sueldo dedicado a la estafa profesional y al secuestro. Como su historia tampoco me convencía, lo llevé al baño y empecé a mojarle con la ducha. El gorrión de tres ojos me dijo que (realmente) necesitaba mi ayuda, pero no para salvar aquel País de la Magia, sino para controlarlo mejor porque se les estaban poniendo las cosas realmente difíciles, debido a la presencia inesperada de un héroe nacional.

Le dije que estaría encantado de dirigir un imperio y demostrar de una vez por todas que los Señores Malignos no son tan estúpidos como siempre se ha dado a entender en las películas.

Le pregunté que porqué rayos había escogido esa forma para pedir mi ayuda y me dijo que era un gorrión totalmente corriente (creo que no se daba cuenta de que era azul) sólo que le habían poseído de pequeño tres Garrapatas del Mal y le habían hecho crecer un ojo totalmente inútil.

Así se desmoronó mi teoría de que todos los terceros ojos sirven para ver el futuro, de que los gorriones no tienen enfermedades graves y no están idos de la olla y por último de que no se puede administrar correctamente un Imperio sojuzgado con las armas y ser además el Poderoso Guardián de las Pesadillas.

Realmente no les estaría mal a todos esos fracasados que no lograron nada antes que yo pensaran un poquito y se dejasen de risas malignas y tomaran ejemplo de mí.

Saludos a todos mis súbditos con acceso a la red.

Relato publicado por primera vez el 05/05/2008.

La imagen es animada, si no la ves animada es porque tu navegador no soporta APNG. Versión en gif: El gorrión por asralore. Comisioné la imagen para ilustrar el relato.

Comentario: Es una inversión del tropos de malvado estúpido. El protagonista del relato es un malvado inteligente. Está inspirado en la lista "100 cosas que haría si fuera un Señor del Mal".

Descargo de responsabilidad frente a animalistas: no apruebo la violencia gratuita hacia los animales.

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La planta de Victor Hugo

I

¿Pero usted, a qué ha venido? ¿A que le demos el visto bueno a un reportaje que ya tenía escrito o a saber de verdad cómo son estos centros? Sea honrada, mire a la cara a la gente y con el tiempo, en alguna parte, hará ese programa con el que sueña seguramente. El que la saque a hombros de la televisión local para llevarla a una cadena nacional.

No, tranquila: no me las doy de psicólogo. Es que se le nota. Se le nota a la legua que viene a cumplir el expediente y que considera casi una ofensa que la hayan mandado aquí. No hay más que ver cómo va vestida. Si hubiese ido a entrevistar a un famoso se hubiese arreglado un poco, pero total para ir a ver el geriátrico, no hace falta. ¿A que pensó eso antes de salir de casa?

Pues aquí puede haber un buen reportaje.,. Uno cojonudo. De los mejores. No se rinda y mire a su alrededor. Mire con otros ojos. Con esos que pone ahora de mala leche. 

¡Ríase, joder! Cáigame bien. Un gilipollas que le habla como le hablo yo tiene siempre algo que contar. Piense que no va a casarse conmigo, que sólo me tendrá que aguantar un rato, y que para su trabajo es fundamental caer bien a los bocazas. ¿O cree que el director o el administrador le contarían lo que le voy a contar yo? Yo soy un pringado que trabaja todos los días con los escombros del ser humano y se ha encontrado hoy, de chiripa, una chica guapa en el trabajo. ¿No soy el tipo de idiota ideal al que se le puede sonsacar algo? ¡Pues aproveche! ¡Sonría, cáigame bien y aproveche!

Eso está mejor.

A nosotros eso que pregunta de la ley del tabaco nos trae al fresco. Aquí hace muchos años que está prohibido fumar en todo el edificio, pero los celadores tenemos la costumbre de echarnos un cigarro, justamente en esta planta. En cualquier otro sitio, podría quejarse uno de los prisioneros, o de los huéspedes, que es como hay que llamar a los internos del geriátrico, pero los de la tercera planta son inofensivos. Le llamamos la planta de Víctor Hugo, porque aquí se juntan sus dos mejores obras. ¿No cae? Nuestra Señora es el nombre de la residencia, sí. ¿Cual a es la otra? Efectivamente: los miserables.

No, no. No piense mal, que no es nada de eso. No es porque en la tercera planta tengamos a ancianos con alzheimer, o a los pobres de solemnidad, ni a los enfermos terminales. No, que va. Esa sería la planta de Dickens, que también la hay. Luego si quiere la llevo a dar una vuelta por allí si le apetece hacer un reportaje lacrimoso y tal, con muchos viejecitos a los que los echaron de su casa porque no les llegaba la pensión para el alquiler, o porque le actualizaron la renta, o porque no les quedó más que media pensión, media mierda, cuando se quedaron viudas...

Pero esa, para otro día, o para luego, si quiere. Ahora le cuento lo de la tercera planta y por qué venimos aquí a fumar. Si apaga la grabadora se lo explico.

Sí, sin grabadora. Usted luego cuente lo que quiera y yo negaré lo que me dé la gana. 

Venimos a fumar aquí porque en la tercera planta están los ancianos sin hijos, y cuando se tienen ochenta años, una pensión cedida por contrato a la residencia y nadie que te defienda en el exterior, estas jodido.

No me mire así, señorita. Usted ha venido aquí a conocer de primera mano la situación de estos centros, ¿no? Pues yo se lo cuento y luego usted escribe lo que le parezca, pero sin grabadora. Y si se escandaliza con tan poca cosa habría que verla a usted de corresponsal de guerra en Darfur, o en uno de estos conflictos tribales asquerosos como el de Rwanda, o el de Yugoslavia, que también por Europa manejamos el concepto ese de tribu, aunque nos las demos de avanzados. 

En esta planta, como le decía, están todos los solterones, antiguos vividores, calaveras, viudos y divorciados sin hijos y algún que otro matrimonio sin descendencia. En general son gente que dejaron pasar los años de su juventud alejando la posibilidad de tener hijos porque les entorpecerían su vida profesional o porque exigían un tiempo y una responsabilidad que no podían o no querían dedicar.

Sí, sí, señorita. Me parece una opción como otra cualquiera. Muy digna. Como tirarse desde un puente. Allá cada cual.

¿Que no compare? ¡Cómo no voy a comparar! El que se tira desde un puente va hacia la muerte, y estos además de hacia la muerte van hacia la extinción.

Sí, ya sé que el mundo es una mierda y que hay gente que no quiere traer personas al mundo, pero ¡coño!, ¡ellos no se marchan, no! Porque si tan asqueroso es el mundo, ¿cómo es que no se cuelgan de un árbol? No, eso no. Aunque estén hechos una porquería, no faltan a la consulta del médico ni medio muertos. Y cuando se enteran de que una noche no está el médico o ven que nieva, lo primero que preguntan es “¿y qué pasa ahora si alguien se pone malo de repente?

Mire, señorita: después de veintiséis años trabajando en el geriátrico le aseguro que he hablado con ellos más que cualquiera. Y también hay algunos que no pudieron, por alguna enfermedad, o perdieron a los hijos por alguna desgracia, y a esos, discretamente, los trasladamos abajo. Aquí están sólo los otros. Y no me venga con películas a los Ingmar Bermann, que en este sitio no estamos para filosofías: no es que no tuviesen hijos porque el mundo les parecía una porquería. Lo que ocurría es que consideraban a los hijos una especie de competidores: seres dispuestos a robarles el tiempo, la atención y el dinero que querían dedicarse a sí mismos. Pensaban en un niño y se ponían celosos, porque el único niño de la casa tenían que ser ellos. Eso pasó. La inmensa mayoría reconocen que podían haber mantenido perfectamente a un crío o dos, pero eso les hubiese obligado a amoldar sus vacaciones a las épocas escolares, o les hubiese forzado a renunciar a un coche nuevo, o a salir a cenar con su pareja, habitual o eventual según los casos.

Lo que hicieron fue eliminar competidores. Sólo eso. No le dé vueltas. Así que ahora, les toca comerse el humo de nuestros cigarros, las sobras de ayer, o lo que les echen.

Así que los miserables somos nosotros, ¿eh?, Osea que se pone de su parte. Muy bien. ¿Cuantos años tiene usted, si me permite la pregunta? A su edad se le puede preguntar todavía sin ser impertinente. ¿Veintisiete?

Pues estos que ve aquí son los que la hubieran tirado a la papelera de una clínica de abortos para que no les estropease unas vacaciones. Y a sus vacaciones le hubieran llamado causa socio-económica. 

Así que ahora, a joderse. 

Y si alguno se pasa de listo, el médico del centro lo declara incapaz por enajenación mental, y se acabó.

¿Los sobrinos, me dice?

No me haga reír. Si incapacitamos a alguno, los sobrinos encantados, por supuesto.

De los parientes hablamos otro día. Y hasta de los hijos de algunos de otras plantas, si quiere. ¿Ve como se podía hacer un buen reportaje en este sitio?

Ahora queda en su mano. Material le he dado, y de primera.

A ver lo que le sale.

II

—¿Pero qué te pasa, Susana?

—Nada. No sé. Me he despertado sobresaltada.

Mario se pasó las manos por la cara. En las últimas semanas su mujer se despertaba con pesadillas en medio de la noche. Tenía que entrar a trabajar a las ocho al día siguiente, pero decidió tomárselo a broma de todos modos.

—Que me despiertase el niño, si lo tuviésemos, me parecería normal. Pero esto... ¿qué te pasa?

Susana se acurrucó contra él.

—De eso mismo iba la pesadilla.

—Cuéntame —rogó él.

—No, déjalo.

—Cuéntame, anda.

—No sé... Ya no lo recuerdo. Pero mira, sí. Ya está. Vamos a ir a ese sitio y vamos a intentar tener un hijo. 

—¿De veras? , ¿lo dices en serio?

—Sí. Lo digo en serio. Vamos a intentarlo —confirmó ella.

—¿Así, de pronto?

—Estas cosas se hacen de pronto, ¿no?

Mario la estrechó contra él.

—Vale. ¿Y lo has decidido en el sueño?

—Sí, algo así.

—¿Y que soñaste?, ¿fue algo del trabajo?, ¿una entrevista o algo así? Una vez soñaste que ibas a hacer un reportaje a un campo de exterminio nazi y te despertaste sudando... —recordó él.

—No lo sé... No, no fue nada del trabajo. Estaba en un sitio oscuro y se encendía una luz. Había mucha gente, una verdadera multitud. Nos llamaban y acudíamos tú yo de la mano, solos. Preguntaron si venía alguien más con nosotros, o si alguien nos defendería y dijimos los dos que no.

—¿Era un juicio?

Susana sabía que estaba mintiendo pero no quería contar su verdadero sueño. Le parecía demasiado mezquino.

—Sí. Era un juicio y no teníamos a nadie que nos defendiera. A los demás los defendían sus hijos, peor nosotros no teníamos a nadie.

—Ya, entiendo que te angustiaras. ¿Y qué clase de juicio era?

—Era el Juicio Final.

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Brindis por un vals negro

 En noches perpetuas de blancos colmillos danzaron los sueños de tu juventud: boleros de llanto, mazurcas de miedo al ritmo mellado de un cielo voraz. Olvida conmigo el tiempo marchito, enlaza mi mano y siente este vals.

Quizás las palabras no tengan sentido, quizás el crujido del viejo temor crepite en tus ojos, tus brazos, tu vientre, atando al silencio la luz de tus pies.

Bailemos ahora el vals del ciprés.

Bailemos ahora un vals de promesas que a nadie le importan, un vals de almanaques sin tierra y sin voz, el vals de las años perdidos en guerras, sin paz, sin victoria, en escaramuzas de desolación. Bailemos heridos de púrpuras sombras en círculos locos, elipses de amor, bailemos el vals de los viejos salones, sepulcros vacíos, pirámides huecas llorando los huesos de su faraón.

Bailemos por todo lo que se perdió.

Y si hay todavía eternos retornos, albures perpetuos o bucles sin fin, traeremos a lomos de esta melodía los años cautivos en Siempre Jamás, los años marchitos que ya sólo esperan para rebelarse el son de tus pasos bailando este vals.

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Oda a la oda

Género menor,

con pies helados

de corredor

y de rimas breves.

Discretos en lírica,

de dialéctica pequeña,

malabárica.

Oda elemental,

simple como la borriqueña,

apretada y temperamental.

Dadá de la poesía,

pequeña pero engolada,

con luces de malvasía

y dejando sólo el resto de la molada.

Adiós, oda,

hola, ola,

olas y odas.

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Simplemente

Un día viniste pero no apareciste.

El día que apareciste ni siquiera viniste.

Y cuando por fin viniste y apareciste,

simplemente no estabas.

(El texto es de 2004, creo que ya no soy la misma persona de ese año... curioso.)

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El Miserere de hierro

El Miserere de hierro

Un ajado villorrio duerme entre las huertas esperando a que algún gallo lo

despierte. Pero es pronto: aún pueden soñarse condes los campesinos y reyes los

boticarios. Todavía tienen tiempo los blasones de restaurar sus castillos, bruñir sus

coronas y trasplantar sus flores de lis entre los puerros y las lechugas. Aún es

tiempo de quimeras.

A lo lejos, los campos urden su vieja épica de briznas que se quiebran,

cacerías alocadas en los rastrojos y caparazones que crujen entre las mandíbulas

del más fuerte: en esa lengua guerrea la llanura bajo la indiferencia de los astros,

desdeñosos con minucias como la vida y la muerte.

La noche pasa sin prisas suspendida de la luna, blanca peonza que

acompasa sus giros con astucia de tahúr para mostrar siempre el mismo lado,

como la dama que baila en el salón de palacio consiguiendo ocultar el roto de su

vestido.

Duermen los hombres, pero todo es afán y murmullo en las tierras asoladas

por este feroz noviembre, sin absolución de nieve ni anatema de granizo, que se

venga con aguachirles de niebla de la prohibición de pasar sin crónica ni memoria.

Todo es lucha y movimiento, pero por un instante se detiene el rumor de los

campos tratando de identificar un murmullo que se acerca. Donde hay cuestas y

hondonadas llega antes el sonido que la luz: la velocidad casi siempre es cuestión

de buen tino.

Aplasta el tren las estrellas en los bruñidos raíles, hierro sobre hierro,

potencia sobre reflejo, y el estruendo de su paso dicta el silencio en la campiña,

que aún lo observa con admirada extrañeza.

En la locomotora, junto al maquinista y el fogonero, van dos soldados con

el fusil al hombro como un certificado de forzada madurez de dieciocho años. Van

callados los cuatro, cada cual por sus razones aun siendo todas la misma. De

cuando en cuando escuchan los susurros provenientes de los vagones y se

enteran de que uno está a punto de casarse, pero va a dejarlo para más adelante,

para cuando haya ahorrado para una casa nueva, porque no quiere que su mujer

y su madre convivan bajo el mismo techo. Un compañero le contesta que si quiere

casarse lo haga cuanto antes, que mejor esperan las casas que las carnes. Sigue

un jolgorio de risas, y luego cada cual trata de explicar sus aprehensiones hasta

llegar a la destartalada disyuntiva de si es mejor hacer las cosas de todo modos,

o si es mejor renunciar a ellas cuando no se pueden hacer bien del todo.

El paisaje tiene sueño y sus bostezos se contagian a los pasajeros del tren.

Rezan entre tanto las bielas su áspero responsorio, rosario profano, obsesión de

acero, acunando a los que aún no se han dormido.

Por encima del fragor se escucha a un joven contándoles a sus camaradas

un lejano lance amoroso, mil veces reinventado, otras tantas descreído, pero

siempre merecedor de la atención de quienes ni llegaron a tenerlos ni inventarlos

saben. También en esto vale tanto la imaginación como la memoria. Más atrás, en

el mismo vagón, bocean otros, aferrados a los naipes, y riñen por nada los que no

tienen mejor cosa de que reñir. No llegará la sangre al río, que ya va quedando

poca; ni siquiera habrá amenazas, ni graves acusaciones, y pronto se resolverá

el altercado; o quizás no tan pronto, porque se discute más por no ceder que por

verdadero interés en el conflicto.

Dos vagones más adelante hacen planes tres soldados de un mismo pueblo,

y compran y venden vacas, y terneros, y yeguas incapaces de parir menos de dos

veces al año. Con esta se han hecho ricos ya en doscientas conversaciones

parecidas, y ellos mismo se ríen de su devaneos pensando que la buena intención

aún no ha sacado a nadie de pobre. Pero el mirarse las manos sin discurrir algún

modo de emplearlas, aún menos. Eso dice uno de ellos y los otros tienen que darle

la razón por fuerza.

En la locomotora, el fogonero lía un cigarrillo. Luego, tras encenderlo, se

despereza y espabila la modorra de las llamas. Prisa por llegar hay poca, pero el

horario es para todos. No quiere hacer esperar a las familias de los viajeros, a sus

novias, sus madres y sus esposas, ansiosas por tenerlos de nuevo a su lado. El

fogonero piensa sólo en la impaciencia de las mujeres: los hombres tienen la

obligación de ocultar los sentimientos, de mantener la compostura sin que una sola

mueca descomponga su semblante. A buen seguro los habrá que se emocionen

a la llegada del hijo, pero luego, ya en privado, se avergonzarán del gesto y no

hablarán con nadie de ello.

Siguen en el vagón de antes los gritos de los jugadores, pero poco nuevo

hay que escuchar en sus palabras: los que riñen y los que se aman vienen

diciéndose las mismas cosas desde el principio de los tiempos. La atención se

extravía hacia otro grupo, más numeroso, que planea una regata contra un equipo

considerado invencible. Si de veras es invencible el adversario, poco tendrán que

hacer ante ese estorbo, pero si hay un resquicio seguro que lo aprovecharán estos

muchachos, estrategas del peso y el ritmo. Han cambiado ya varias veces los

remeros sobre el papel y creen haber conseguido la mejor formación posible, pero

seguro que dentro de unas horas han pensado algo mejor. No puede ser de otro

modo cuando un equipo de regatas tiene que entrenarse en un vagón de ferrocarril

en vez de en el río.

El fogonero se ha parado a descansar. El maquinista bosteza. Es un hombre

ya experimentado en todas las vigilias y no se va a dejar vencer el sueño, pero

echa de menos la conversación de sus jóvenes acompañantes. Demasiados años

conduciendo estruendos para intentar ahora escuchar conversaciones lejanas;

demasiados años transportando todo género de cargas para preocuparse del

pasaje. Demasiados años para todo.

Pero las voces siguen atrayendo la atención de los dos soldados y el

fogonero. Son voces de todo tipo, atipladas unas, casi infantiles, graves las otras,

proclamando en sus múltiples dejes y acentos el lugar que les dio forma. Unas van

leyendo cartas en voz alta, otras declaman versos aprendidos en ridículos

manuales de seducción y cortejo. Se oyen incluso canciones, y disputas, y

confidencias, y preguntas inoportunas. Es un loco revoltijo de oraciones, y

discursos, y salmodias, y promesas, y algunos chistes antiguos, y consejos, y

mentiras, y mil formas más de charla embrollándose en la mente de los jóvenes

soldados que siguen, fusil al hombro, custodiando la llanura con celo inútil.

Ahora canta el maquinista, sobre todo para escucharse a sí mismo, pero

también para enseñar a sus bisoños compañeros que no vale la pena tratar de

escuchar lo que dicen esas voces que se empeñan en traer a sus oídos. Ni esas

ni ninguna. Son sólo palabras y más palabras.

Nada importa en este mundo, y aún menos en el otro, lo que digan los

profetas, ni los tortuosos oráculos de los magos, ni las plegarias de los eremitas.

No son más que brindis al viento, grilletes forjados de quimeras, ventanas

dibujadas sobre un muro: forraje para necios.

Nada importan los exorcismos de los sacerdotes ni las maldiciones de los

condenados; sólo son torpes gruñidos, impotentes anatemas contra el diablo o el

verdugo, que implacable, cobra su pieza riéndose de semejantes enredos.

Palabras.

El maquinista calla un instante y sonríe, espiando los rostros de sus

compañeros, que no se atreven a concretar el reproche que burbujea en su pecho.

Quisieran mandarle callar, pero a bordo de la locomotora él es como el capitán en

su barco, y no se atreven.

El maquinista comprueba que aún no han entendido nada y vuelve a cantar

aún más alto, con su voz desentonada como una su estela de cazalla.

Es una canción obscena, nacida en noches de borrachera para noches de

borrachera y su son irreverente se cimbrea en la tonada, venciendo a las otras

voces, las que pugnan en los vagones, ahora ya impotentes para seguir

haciéndose oír. Triunfa la canción del maquinista y se impone su enseñanza: nada

importan las ceremoniosas bendiciones ni las implorantes letanías; sólo son

cáñamo sutil para el cuello de los pobres, nepente de miserias cotidianas,

absurdas cantilenas. Nada importan los solemnes testamentos, cargados de

preceptos, ni los fríos epitafios que se pretenden eternos. No son más que voces

muertas, ecos del fango exigiendo tributo: intolerable osadía.

Sonríe al fin el fogonero. Ya lo entiende. No se atreve a cantar pero silba,

primero entre dientes, luego con entusiasmo. Lo ha entendido.

Nada importan tampoco los decretos de los reyes, por más que su mano

cure la escrófula y su palabra se convierta en realidad. Porque los reyes, aun los

mejores, incuban deseos de escasa misericordia, perpetran traiciones, asaltan

virtudes, profanan candores, mancillan la honra de los inocentes. Por placer o a

su pesar, amasan calumnias, amasan vergüenzas y amasan deshonras. Marchitos

sus ojos por brillos dorados, por joyas ganadas en guerras injustas, abaten su vista

en vidas sin nombre, banderas fugaces, destinos ajenos que en paz no dan honra,

y buscan la gloria comprada con sangre, victorias que puedan acaso menguar su

miseria, la eterna miseria que vive en los cetros, que anida en los tronos y

emponzoña las puntas de cada corona.

Salobres y yermas, las reinas conciben sólo venganzas, pergeñan

desquites, planean revanchas, inacabables revanchas que sólo los culpables

eluden, inventan rencores y acopian querellas. Esclavas del tiempo, transido su

cuerpo por mil cicatrices, clavan sus garras en gentes sencillas, existencias aún

frescas que puedan acaso morir por ser plenas, pagar con sangre tanto

atrevimiento y menguar su vergüenza, la eterna vergüenza que vive en las piedras,

los cuadros, los rostros, ayer tan perfectos, después asolados, inermes, vencidos,

por siempre vencidos.

Y cuando los reyes se van vienen otros sin corona. Vienen otros que

proclaman que el pueblo todo lo vale, eufemismo descarado que evita la sinceridad

de afirmar en voz alta que todos se valen del pueblo. Y en vez de a por gloria van

a la guerra por paño, por carbón, petróleo, cebada, fosfatos y puntillas de brocado.

Llevan a los hombres maniatados a luchar por la libertad, bombardean por la paz,

disparan por la concordia. Asientan sus repúblicas en matanzas y guillotinas, en

expolios y turbamultas exigiendo su hornacina en el panteón de la historia.

Reyes, reinas y repúblicas trajeron la guerra y ahora lleva el tren los

ataúdes. La culpa será del tren y su figura sinónimo de desgracia: no existe otra

justicia.

El maquinista y el fogonero saben que su rostro se asociará para siempre

en la mente de cientos de seres humanos con la más honda desgracia. Los dos

jóvenes soldados lo adivinan, presienten ya el momento de mirar al suelo, de

agachar la vista ante el padre, ante la madre, ante la esposa. Sólo escoltan el tren,

pero no se atreverán a mirara cara a cara a las familias. Esa es toda la justicia que

hay en el mundo.

Se hace un instante el silencio y vuelven las voces que nada importan

porque son sólo recuerdos, memoria pasajera de unos hombres que viajan hacia

su tumba. Cada cual tiene su cruz y al final acaban por juntarse todas en los

cementerios.

Los dos jóvenes soldados de la locomotora no aguantan más el silencio.

Uno de ellos bate palmas simulando que intenta calentarse las manos, pero lo

hace en realidad para espantar las voces de los compañeros muertos.

Canta de nuevo el maquinista.

Canta ahora también el fogonero. Otro más que ya no escucha los cañones

de Verdún, de Bagdad, de Leningrado... No tardan en unirse los soldados a ese

coro agradecido por la línea que clarea en el remoto horizonte.

Cantan una tonada infantil conocida por todos, bandera de la añoranza.

A la claire fontaine...

Wie einst, Lily Maleen...

Ay, Carmela...

Es mejor cantar, y cantan todos. Cantan hasta los muertos en sus vagones.

Panzer rollen in Afrika vor...

There´s a valley in Spain called Jarama..

Oh, bella ciao, bella ciao..

Canta el silbato del tren. Si la caldera pierde presión, pues que la pierda.

Silba el tren por la llanura.

Rezan las bielas.

Miserere.

Miserere.

Miserere.

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Érase otra vez

El príncipe de un lejano reino partió a conseguir una misteriosa flor para curar al rey de una extraña dolencia, pero la primera noche se quedó dormido y fue devorado por los lobos.

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Dadá (2005)

El dadaismo canalizado transforma lo menos obvio en grosero y lo oscuro en la esencia misma de lo hermético.

La confusión inherente a los conceptos desplaza el sentido racional de las palabras, convirtiéndolas en hechos cuestionables de la sinrazón coherente, y la misma incomprensión de los hechos los convierte en verdades azarosas. Como la misma sustancia de la permeable realidad, medida en porcentajes aleatorios de síes y noes.

La pérdida del orden, del núcleo de los acontecimientos en una realidad centrada en la percepción personal de las cosas, conceptos y hechos; y con la intención última de interpretar el orden como forma de orden, nos lleva irremisiblemente a sólo poder entender lo que no es hermético.

De ahí que nos movamos entre el desconocimiento y el miedo, la ignorancia y la fé ciega, entre el orden forzado y la simpleza de significados, y manejados por ellos a través de otros mecanismos de comprensión, vivamos en un mundo recreado con la imaginación, excluyéndonos de la inhibición del orden frente a un caos fundamental y paciente.

(2005)

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50 por ciento (Parte 2)

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Si no has leído la Parte 1 de este relato, es un buen momento para que lo hagas pulsando aquí: 50 por ciento (Parte 1)

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El Barbudo estaba experimentando esa sensación tan característica que produce la gravedad cero en las tripas, que es tan divertida cuando la sientes en una montaña rusa, pero que no lo es tanto cuando el vehículo en el que viajas está experimentando una caída libre. De hecho, en su cuerpo se había producido una involuntaria tormenta endocrina de adrenalina y cortisol, que había puesto corazón, pulmones y cerebro a trabajar a toda máquina para tratar de salvar su vida.

La voz sintética de SACTA, comenzó a sonar dentro del vehículo, en un tono extrañamente suave y tranquilo.

—Señor, la nave ha quedado sin propulsión. Prepárese para el impacto.

El Barbudo, intentaba ponerse el cinturón de seguridad mientras luchaba contra la ingravidez, sin oír a SACTA.

—Señor...

Cuando por fin consiguió abrochar la hebilla del infernal artefacto, su cerebro pudo empezar a centrarse en la voz que sonaba en la cabina.

—Señor...

—¿Sí? —dijo con los ojos muy abiertos.

—Señor, la nave ha quedado sin propulsión. Prepárese para el impacto.

—Tengo el cinturón —dejo escapar en voz tan baja que SACTA casi no lo captó.

—Señor, el cinturón es innecesario. Siento decirle que no hay ninguna posibilidad de supervivencia en estas circunstancias.

El Barbudo estuvo 5 segundos intentando encajar aquella frase en su cerebro.

—Señor, la nave ha quedado sin propulsión. Prepárese para el impacto.

—¡Me cag...! ¿Y cómo quieres que me prepare para el impacto si voy a palmar de todas formas?

Continuará...

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50 por ciento (Parte 3)

50 por ciento (Parte 3)

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Si no has leído la Parte 1 y 2, te aconsejo que lo hagas ahora. Parte 1. Parte 2.

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El Barbudo había pasado en pocos segundos del pánico al shock, para acto seguido ser dominado por la ira. SACTA le acaba de anunciar su inevitable muerte, y a la vez le pedía que se preparase para el impacto. Aquel condenado ordenador se había vuelto loco. El Barbudo pensó que quizá la causa de la parada de motor del aero taxi que ocupaba, era precisamente que la computadora había sufrido algún tipo de error informático. Lo desesperado de la situación, hizo que su instinto de supervivencia se aferrase a esta posibilidad. Haciendo un gran esfuerzo consiguió tranquilizarse lo suficiente, y estimó que desde la altura a la que estaba por lo menos disponía de un minuto y medio antes de estamparse contra el suelo.

—¡Ordenador! Te has quedado colgado y eso ha parado el motor. ¡Resetéate! ¡Ya!

La voz de SACTA sufrió un casi imperceptible cambio de tono.

—Señor, mi nombre es SACTA. Sistema Aútonomo de Control de Tráfico Aéreo. Usted sólo escucha mi voz a través del altavoz pero mi hardware esencial no está a bordo y no se puede resetear fácilmente. No soy un simple ordenador, sino un sistema de inteligencia artificial distribuida.

Por el tono de voz que empleo SACTA, el Barbudo hubiese asegurado que había herido el "orgullo" de aquella máquina. Esto era imposible, porque aquel sistema informático no estaba capacitado para sentir emociones, pero con las redes neuronales artificiales complejas, uno nunca las tiene todas consigo.

—¡No puede ser! Tiene que haber un paracaídas...algo...¡un sistema de emergencia!

—Siento informarle de que el dron supersónico de rescate de esta zona, está ocupado asistiendo a otro vehículo.

El Barbudo se tomó un segundo de su escaso tiempo para maldecir mentalmente su mala suerte, y dedicar un recuerdo a quién quiera que hubiese diseñado el sistema de rescate. Esto actuó como una válvula de escape en su cabeza, que le sirvió para calmarse un poco y luego seguir a lo suyo.

—¿Por qué el dron está asistiendo a la otra nave y no a mí?

—Señor, hay más ocupantes en la otra nave que en la suya.

—¿Lo ves? ¡Tienes que resetearte! ¡Tienes algún sensor mal! ¡Todo el mundo sabe que en un aero taxi solo cabe una persona!

—En la otra nave hay 1,011235 ocupantes y en la suya sólo 1, usted.

Aquel cacharro había perdido la cabeza completamente, pensó el Barbudo.

—¿Pero qué estás diciendo? ¡Eso es absurdo!

—La ocupante de la otra nave está embarazada, señor. Lo siento.

Maldita sea. Aquella máquina funcionaba mejor de lo que parecía. Aún así el Barbudo insistió.

—¿No hay ninguna posibilidad de que el motor vuelva a funcionar?

—0% de posibilidades, señor. El motor se ha desprendido del vehículo por un error humano de mantenimiento. La nave no tiene capacidad de planeo. Cuando el vehículo se estrelle las baterías se incendiarán y el fuego acabará con su vida si no lo hace el impacto.

Aquello no paraba de mejorar.

—¿Y entonces que es eso de prepararme para el impacto?

—Señor, todavía tiene tiempo para grabar un mensaje de despedida para sus seres queridos. Y si así lo desea, ahorrarles pasar un mal rato en los tribunales, acordando en este momento que sean indemnizados con 250.000 euros y renunciando a futuras reclamaciones sobre este accidente.

Aquella máquina del demonio tenía capacidad para negociar indemnizaciones y chantajearle emocionalmente, cuando a él le quedaban apenas 40 segundos de vida.

Continuará...

Imagen: Ben Smith, CC BY 2.0 creativecommons.org/licenses/by/2.0, via Wikimedia Commons

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Sujétame el cubata (6)

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Clac. K-Clic. Bueno, toca la cara be de la cinta. Los listillos dicen que las caras be de los discos sólo traen relleno. Todavía tengo por ahí, en unas cajas, un disco a cuarentacinco con “Tino Marcial y su Orquesta Dorada”. Cara be: “Mil lobos” y “Muerte sin miedo”... “Y si me ahogas con tus manos y la muerte acometes no me importa ser festín de lobos. Reventar entre mil lobos es mejor que morir en cama”. Unas letras acojonantes. ¿Por dónde iba? Ah, sí. 

El año del hospital pasó poca cosa. Por decir algo. Las obras continuaron y en primavera se terminó con lo de las piscinas. Por fin. El local de Carlo también quedó listo en verano. Por fin. No volví a tocarme la nariz y volví a mi coñac. Volvía a tener olfato, pero no para lo importante, para eso tendría que haber nacido otra vez. Lo de las licencias de taxis iba bien y lo de las peluquerías algo peor. Ana se había convertido en la imagen de marca de Carlo y de su puticlub, y ya le ofrecían acudir a algunas pasarelas a cambio de bajar cremalleras de braguetas o meter la cabeza debajo de alguna falda. Lo normal. Inés ya no necesitaba más clases y ahora me las daba a mí. Joder. Volvía a tener ganas de matarla. Y hablando de matar, los rusos intentaron cargarse a Enrique tres veces. Un año tranquilo.

Había una peluquería en cuestión que daba buenos resultados. Raro. Un día fui a ver cómo hostias sacaban más pasta que el resto. Luiggi. Así se llamaba. Originales. La peluquería estaba en un local a las afueras, encajonada entre una tienda cutre de alquiler de vídeos y un bar rarito, demasiado limpio. Un bar sin cascarrias ni es un bar ni es nada. No conocía a los peluqueros. Sí, los tres eran tíos. En cuanto les dije quién era y a qué había venido me explicaron cómo funcionaba la cosa. Tardaron un poco. Pero el miedo muchas veces es buen consejero. La peluquería tenía una puerta falsa que comunicaba con la parte de atrás de la tienda de películas de vídeo, que la llevaba un tipo también del gremio. No, del gremio de peluqueros, no, de otro gremio. Su clientela eran todo hombres. Bueno, hombres pero con gustos diferentes. Maricas encubiertos. Gays, me dijeron. Pasaban de la trasera de la tienda de vídeo a la trastienda de la peluquería y allí pues, a demanda del cliente y con tarifas más que razonables, le daban el servicio. O tanto monta o monta tanto, o cardado desde la punta hasta la raíz, o le rizaban los pelos del culo con bigudíes. Negocio redondo que se habían montando a mis espaldas estos sarasas de los cojones. Tenía dos opciones, o me los quitaba de enmedio o les pedía comisión aparte para mí. Por supuesto, la opción be siempre es la mejor. Yo no decía nada a Ernesto sobre sus actividades al margen del corte de pelo y ellos me daban una pequeña mordida, simbólica, eh, no hay que abusar de los emprendedores con talento. Y talento tenían, vaya que sí.

El taxi iba bien, había comprado más licencias para lavar más dinero. Siempre había más y más pasta que tenía que pasar por la lavandería. Sólo hubo un problemilla con un taxista que se quiso pasar de listo. Denunciaba accidentes compinchado con su cuñado que estaba en una aseguradora. Y eso me costaba a mí la pasta. Como es lógico me puse el uniforme de cobrar fracturas y le partí las dos piernas en un callejón al lado de un bingo, porque además el muy cabrón se lo gastaba en el juego. Hay que tener los huevos cuadrados para hacerme eso a mí. Nunca aprenden y mira que siempre aviso. Me estaba tocando los cojones llorando de dolor. Si sólo eran dos piernas rotas, no sé de qué se queja esta gente, la verdad. Y para colmo, para que se callara, le pegué en el cuello una hostia. Y el muy hijodeputa casi se me ahoga allí mismo, encima. Al cuñado lo dejé pasar. Una llamada a su jefe y a la puta calle. Si es que la gente no entiende que mejor dos piernas rotas que un despido, coño, no aprenden nunca.  

A Ana cada vez la veía menos, como ahora era famosa, bueno, famosa por el cuerpazo que tenía y lo viva que estaba mientras bajaba braguetas o se metía felpudo en la boca. Qué talento tenía la jodía. Las pocas veces que la veía en el Hotel Duque o como se llamara, se duchaba antes y todo. A saber a qué vendría oliendo, de dónde y cómo. Ni preguntaba. Le recordaba la prisa para liquidar a Enrique, a Ernesto, coño, Ernesto. No le había contado la sesión de barbacoa rusa. Y decía que sí con la cabeza pero estaba encantada con sus pasarelas casposas de moda hortera en antros de mala muerte. Soñaba con las pasarelas de verdad, las de postín. Pobre ingenua. Bueno, de pobre nada que aun no sabía cómo sacar sus maletitas llenas de billetes. Como soy un hijodeputa, una noche que sabía que estaba de gira... De gira, ja, estaría a cuatro patas mirando a Cuenca o a León, dependiendo de quién la fuera a contratar. Bueno, que me colé en su casa para buscar las maletas repletas de dinero. Registré a fondo, teniendo cuidado de que no quedara todo manga por hombro. Nada. Allí no estaban. Esa noche, recuerdo que dos tipos me habían seguido. A esos sí que los vi venir. ¿De parte de quién venían? Ni idea. Me quedé hasta las tantas, hasta que se marcharon.

El plan absolutamente increíble de Ana para hacer desparecer el cuerpo de Enrique incluía un escayolista, al que le había comprado más coca que la que había vendido en toda su vida. Él creía que me tenía pillado a mí por la droga pero la verdad es que lo tenía pillado yo a él, sabiendo dónde guardaba los dos kilos que le pasaban cada cierto tiempo. Así que le dije que ya le llamaría para hacer un trabajito concreto y ser una momia. Ja. Momia. Qué hijodeputa soy. Que tuviera la boca cerrada de por vida.   

Con Inés, bueno, con Inés todo era muy extraño. Echaba de menos a la otra persona, porque al final a esta también me la quería cargar por humillarme. Antes me humillaba de una manera, ahora de otra. Inés era la persona más rara del mundo, le gustaban los pobres y los ayudaba como podía. No le gustaba la gente buena, le gustaba volverlas buenas. Para esos mendigos, pobretones, muertohambres... Inés era una bendición. Ayudaba a mantener a sus familias y la trataban como si fuera una diosa. Tener pasta y ser buena no pegan ni con cola, y en los negocios no era una santurrona, claro. Siempre daba alguna limosna a algún pedigüeño zarrapastroso con más pulgas que el perro que le hacía compañía. Inés tenía la idea de que era el Redentor pero con tetas. Qué locura. Siempre me ha tocado lidiar con locos y locas.

Ernesto veía poco a Ana también, una vez la había encarrilado a las pasarelas. Se aburría y buscaba nuevas presas. Se aburría mucho. Volvía a los barrios cutres buscando candidatas. Por eso me encontró aquella vez que yo iba a comprar matarratas en aquel barrio de mierda, iba buscando savia nueva. Siempre encontraba a alguien. Claro. No tenían mucho, así que cualquier migaja era un lujo. Él tenía sus reglas, mientras estaban con él, no podían ni mirar a nadie más. Y una vez que las colocaba o de modelos, o de putas de nivel, las olvidaba. A veces las convertía en regalos para sus clientes. En una de esas búsquedas por barrios oscuros y tugurios, un coche cargado de testosterona rusa intentó agujerear su coche con él dentro. Como casi siempre que iba a lo suyo en esos barrios, no llevaba matones y conducía él mismo. Le rompieron dos cristales y le hicieron agujeros en la chapa del coche, unos cuantos, hasta treinta y tantos contaron los maderos. Embistió el coche de los rusos y los tiró por un terraplén. Veinte metros de caída. Ya tendrían trabajo en el anatómico forense. Un poco más allá, desde una cabina teléfonica, dio parte a la Policía. Qué huevos. Puso una denuncia y todo. Sabía que nadie le iba a tocar los cojones y quedaría con un ciudadano víctima de unos locos rusos. Eso y que tenía abogados al peso.

Un mes más tarde, se colaron en su jardín, el del abeto inmenso, pero esa vez sí que llevaba compañía con hierros. Se liaron a tiros. Dos rusos muertos y tres armarios heridos. A uno de ellos lo remató Ernesto porque está muy mal, como se hace con los caballos para que no sufran. Esa vez, empaquetó los fiambres rusos y los envió a la ciudad de Dimitri, Volgogrado, en ataúd de esos de plomo o de metal y todo. Eso no eran huevos, era darle con un palo a un puto avispero. 

Y justo cuando se inauguraba el puticlub de Carlo, los del vodka tuvieron la genial idea de tocarle las narices al italiano también intentando liquidar a Ernesto. Ahí ya se montó la internacional. Carlo llamó a unos primos suyos. A la semana siguiente, las conducciones de gas de cuatro edificios en Volgogrado hicieron explosión. Todas casas de familiares de Dimitri, incluyendo vecinos que no tenían nada que ver. Una de las explosiones echó abajo un edificio de diez plantas enterito. Por si no habían pillado el mensaje en el país del frío. Nunca más se volvió a saber de los rusos.

La cosa se complicó para mí cuando Ana me dijo que ya nos podíamos cargar a Ernesto. El mismo día de fin de año. De ese año en el que no había pasado nada. O casi nada.

(Continuará...)

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La bruja, de Shirley Jackson

El vagón iba casi vacío, tanto que el chiquillo tenía un lugar para él solo y su madre ocupaba un asiento al otro lado del pasillo, junto a su hermanita, un bebé con un pedazo de pan tostado en una mano y un sonajero en la otra. La niña estaba atada al asiento de modo que pudiera incorporarse y mirar alrededor, y cuando empezaba a deslizarse lentamente de costado, la correa la sujetaba y la sostenía hasta que la madre se volvía y la enderezaba. El chiquillo miraba por la ventana y comía una galleta y la madre leía...
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Un sueño egipcio

Tres años juntos, mascando polvo, tragando bilis con un jefe tiránico y un sol como un brasero de martirio. Tres años juntos, y al fin se acaba.

Cada cual a su casa, como sabían de antemano. Cada cual a su vida, o a su muerte, como simulaban ignorar. Amelia y Henry se abrazan con un sentimiento mezcla de dolor y de pasión. Más que una mezcla es casi una redundancia.

En la oscuridad

de los cementerios

con ansia se abrazan

dormidos los sueños

Afuera se está poniendo ya el sol, pero no tienen prisa. El sol no importa demasiado cuando es el pulso, el golpear de la sangre que se rebela lo que cuenta los segundos y los minutos, y los cuenta en vano, tan en vano como todo lo que debe agachar la cerviz ante el yugo de los números. Y son números los calendarios, las cuentas corrientes, los aniversarios de boda. Números son los que esperan fuera, pero aquí tienen vetado el paso. Aquí no existe el tiempo, ni los hombres existen, ni sus normas logran ejercer poder alguno.

Amelia y Henry se besan, sin pasión y sin prisa, como dos ancianos esposos antes de emprender un viaje a un hospital. 

En la oscuridad

de los camposantos,

con ansia se besan

marchitos los labios

La oscuridad reina afuera por completo. Dentro sólo queda una linterna sorda que pronto será ciega. En los últimos estertores de la luz, Henry la abraza y se lanza con ella a un alocado vals sin música sobre el suelo de piedra, entre los techos pintados, las inscripciones, los símbolos herméticos, los fragmentos copiados del Libro de los Muertos, los hombres con cabeza de animal y los animales con pasiones humanas. La linterna se apaga, y bailan a oscuras, en la mayor oscuridad del universo, en tinieblas concentradas de siglos, de olvidos, de secretos y profanaciones. Bailan bajo la protección de un faraón, bajo el ala extendida de un dios tan protector como otro cualquiera.

Un vals, un vals con orquesta de pasos, un vals de abandono y fracasos, un vals escapado del país del qué dirán.

 En espesas sombras

por entre las tumbas,

con ansia se besan

los muertos a oscuras.

En Tebas, en el valle de los Reyes, en la tumba de faraón Userhet.

Feindesland, 1999

menéame