De espectadores a emperadores: un nuevo olimpismo, una nueva moral

Hace unos días sucedió algo bonito en los juegos.

Dos saltadores de altura, el italiano Tamberi y el qatarí Barshim, decidieron compartir el oro en vez de seguir compitiendo hasta que uno acabara fallando. Es la primera vez que ocurre algo así en más de 100 años.

Inmersos en un capitalismo cada vez más salvaje, y más en un mundo profundamente competitivo como el olimpismo (hablamos de dos atletas que llevan 4 años preparándose justo para este momento), un gesto como ese supone no solo una maravillosa muestra de deportividad, sino una aberración que muchos no han sabido digerir.

Escucho, entre alarmado y asqueado, la reacción de periodistas, opinólogos y amigos a ese gesto o al de Simon Biles de renunciar a seguir compitiendo ante la elevada presión (estos tweets son del Director de Opinión de El Mundo, Jorge Bustos).

Son actitudes que me parecían inconcebibles hace no muchos años, de una sociopatía que bordea la enfermedad.

Todo esto, que puede parecer un detalle, no lo es tanto, porque revela el avance sibilino y progresivo de la cultura neoliberal, que cala cada vez más en la sociedad. Valores como la empatía, la solidaridad o la generosidad, cotizan cada vez más a la baja. Acciones como batir, ganar, triunfar, ser el primero ganan cada vez más trascendencia en las aspiraciones vitales de la gente y, sobre todo, en las nuevas generaciones.

Espectadores que antes alucinábamos ante las muestras de grandeza de los atletas, ahora convertidos en emperadores romanos, listos para apuntar con el dedo hacia arriba o hacia abajo.

Gordacos y burgueses de salón, cuyo mayor esfuerzo físico ha sido el de bajar a tirar la basura, se permiten opinar sobre lo lamentable que es que un tipo que lleva toda la vida dejándose el alma por un momento concreto, decida compartir su gloria.

Cuñaos de manual, que aplican, de manera insimericorde, todos sus valores sobre la meritocracia a un tipo que nació en Qatar y al que nunca más verán, pero luego los obvian a la hora de elegir como presidente de su país a un tipo que se sacó la carrera de Derecho en unos meses o a otro que vivió dos años de una fundación sin actividad conocida.

Aplican una línea perversa que separa a los esclavos de los elegidos, porque ellos se sienten parte de esa raza de elegidos. Los atletas que no son estrellas, los camareros, las limpiadoras, ese chaval que les pide la hora en la calle o el fontanero que viene a arreglarles la tubería, están por debajo de la línea.

Sus políticos, los empresarios, los banqueros, Bezos...ellos están por encima de la línea y tienen toda su comprensión.

Eso explica, por ejemplo, que a esta panda de sociópatas les parezca infame que un tipo se pille un chalé en Galapagar pero no ven mácula alguna en que sus representantes vivan a cuerpo de rey en un chalé que vale el triple.

Creo que esa es una de las cosas más perversas que ha provocado este sistema: la creencia de que hay una moral aplicable a aquellos que respetamos y otra para aquellos que no respetamos. Pensar que algo está bien o mal no en función al acto, sino a quién lo comete. Ese insoportable y amoral relativismo les lleva a cosas como negar el fracaso como posibilidad solo a aquellos con los que no concuerdan. A exigir que los que aún no se han ganado su respeto, luchen hasta la muerte por él, sean atletas o empleados a su cargo o a relacionar valores como la igualdad y la deportividad con la debilidad o el socialismo, cuando son cuestiones asociadas a cualquier estado democrático.

La incapacidad de empatizar, la ambición desmedida, la negación de la autocrítica, la prepotencia y la maldad ya son vistas como algo razonable, como signos de fortaleza, cuando, realmente, son, siempre lo han sido, un síntoma inequívoco de estupidez, miedo e ignorancia.