"Hijos de los hombres". Es más fácil imaginar el fin del mundo que imaginar el fin del capitalismo

En una de las escenas más importantes del film de Alfonso Cuarón de 2006, Children of men, el personaje de Clive Owen, Theo, pasa a visitar a un amigo en la estación eléctrica de Battersea, reconvertida en una mezcla de edificio gubernamental y colección de arte privada. En este edificio, que en sí mismo es un artefacto patrimonial reciclado, se preservan tesoros como el David de Miguel Ángel, el Guernica de Picasso y el cerdo inflable de Pink Floyd. Es el único momento de la película en el que podemos husmear la vida de la élite social, que se refugia de la catástrofe producida por la esterilidad masiva: a lo largo de una generación entera, no ha nacido un solo niño. Theo pregunta entonces: «¿qué van a importar todas estas cosas si pronto nadie podrá verlas?». No existe la coartada de las generaciones futuras, ya que no hay ninguna a la vista. La respuesta que recibe de su amigo es una demostración de hedonismo nihilista: «Simplemente trato de no pensar en eso».

Lo que tiene de particular la distopía de Children of men es que es específica del capitalismo tardío. No estamos aquí ante el totalitarismo convencional que ya resulta rutinario en las distopías cinematográficas, al estilo de V de Vendetta, de James McTeigue (2005). En la novela de P. D. James en la que se basa el film, el sistema de gobierno democrático ha sido dejado atrás y un Guardia asume el control del país por su propia fuerza. Con prudencia, sin embargo, Cuarón deja todo esto en segundo plano. La película nos hace creer que el autoritarismo que rige por doquier podría haberse implementado en el marco de una estructura política que sigue siendo formalmente democrática. La Guerra contra el Terror ya nos ha preparado para este desarrollo: la normalización de una crisis deriva en una situación en la que resulta inimaginable dar marcha atrás con las medidas que se tomaron en ocasión de una emergencia. (Es entonces cuando nos preguntamos: «¿Cuándo terminará la guerra?»).

Al mirar Children of men, inevitablemente recordamos la frase atribuida tanto a Fredric Jameson como a Slavoj Žižek: es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. El latiguillo recoge con exactitud lo que entiendo por realismo capitalista: la idea muy difundida de que el capitalismo no solo es el único sistema económico viable, sino que es imposible incluso imaginarle una alternativa. Alguna vez, las películas y novelas distópicas imaginaron alternativas de esta índole: representaban desastres y calamidades que servían de pretexto narrativo para la emergencia de formas de vida diferentes. No es lo que ocurre en Children of men. El mundo que proyecta el film, más que una alternativa, parece una extrapolación o exacerbación de nuestro propio mundo. En ese mundo, como en el nuestro, el ultraautoritarismo y el capital no son de ninguna manera incompatibles: los campos de concentración y las cadenas de café coexisten perfectamente. El de Children of men es un mundo en el que el espacio público ha sido abandonado, cedido a la basura que queda sin recoger en las calles y a los animales salvajes. (Una escena en especial resonante tiene lugar en una escuela abandonada en la que corretea un ciervo). Los neoliberales, realistas capitalistas por excelencia, han celebrado la destrucción del espacio público aunque, contrariamente a lo que proponen como su programa político, no podemos sentir un repliegue del Estado en Children of men, solo unareorientación hacia dos de sus dimensiones básicas, la policial y la militar. (Y me refiero a lo que los neoliberales consideran «de forma oficial» su programa, porque desde sus comienzos el neoliberalismo dependió en secreto del Estado, incluso si fue ideológicamente capaz de denostarlo. Este doble discurso quedó espectacularmente en evidencia con la crisis financiera de 2008, cuando por invitación de los ideólogos neoliberales el Estado se apuró a mantener el sistema bancario a flote).

La catástrofe en Children of Men no es inminente ni es algo que ya haya ocurrido. Más bien, se la vive a medida que transcurre. El desastre no tiene un momento puntual. El mundo no termina con un golpe seco: más bien se va extinguiendo, se desmembra gradualmente, se desliza en un cataclismo lento. Las causas de la catástrofe, quién las sabe... bien podrían encontrarse en el pasado remoto, tan disociadas del presente como para parecer el capricho de un ser maligno, una especie de milagro negativo, una maldición que ninguna penitencia puede aliviar. La peste de la infertilidad solo podría resolverse con una intervención externa no menos previsible o evidente que sus mismas causas. Por esta razón, toda acción es algo superflua desde el comienzo: solo la esperanza sin sentido parece tener sentido. Proliferan entonces la superstición y la religión, los primeros recursos del desamparado.

¿Pero qué pasa con la catástrofe en sí misma? Es evidente que debemos leer metafóricamente el tema de la infertilidad, como el desplazamiento de una angustia de otro tipo. Me propongo afirmar que esta angustia en realidad exige ser leída en términos culturales y que la pregunta que el film nos hace es: ¿cuánto tiempo puede subsistir una cultura sin el aporte de lo nuevo? ¿Qué ocurre cuando los jóvenes ya no son capaces de producir sorpresas?

La sospecha de que el fin ha llegado se conecta en Children of Men con la idea de que tal vez el futuro solo nos depare reiteraciones y permutaciones. ¿Puede ser que ya no haya rupturas y que la experiencia del «shock de lo nuevo» haya quedado definitivamente atrás? Esta angustia tiende a derivar en una oscilación bipolar: la esperanza del «mesianismo débil», de que existe algo nuevo por venir, decae en la convicción de que no hay nada nuevo que pueda ocurrir nunca más. El foco se mueve entonces de la Próxima Cosa Importante a la Última Cosa Importante. ¿Y cuándo fue que ocurrió exactamente? ¿Qué tan importante era?

T. S. Eliot se mueve detrás del telón en Children of Men, una película que finalmente hereda el tema de la esterilidad de La tierra baldía. El epigrama que cierra el film, shantih, shantih, shantih, tiene más que ver con las piezas fragmentarias de Eliot que con la beatitud de los Upanishads. Y quizás allí pueden verse también las preocupaciones de otro Eliot, el de «La tradición y el talento individual», cifradas en Children of Men. Fue en ese ensayo en el que Eliot, anticipando a Harold Bloom, propuso la existencia de una relación recíproca entre lo ya canonizado y lo nuevo en la cultura: lo nuevo se define en respuesta a lo ya establecido; al mismo tiempo, lo establecido debe reconfigurarse en respuesta a lo nuevo. La consecuencia a la que arriba Eliot es que el agotamiento de lo nuevo nos priva hasta del pasado. La tradición pierde sentido una vez que nada la desafía o modifica. Una cultura que solo se preserva no es cultura en absoluto.

Es ejemplar el destino del Guernica de Picasso en el film: alguna vez fue un aullido lleno de angustia frente a las atrocidades y los ultrajes del fascismo; ahora no es más que una cosa colgada en la pared. Como la estación de Battersea en la que se encuentra instalada, la pintura tiene un reconocido estatus icónico solo porque le fue extirpada toda posible función o contexto. Un objeto cultural pierde su poder una vez que no hay ojos nuevos que puedan mirarlo.

Realismo Capitalista. ¿No hay altenativa?", Mark Fisher