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La vergüenza de 2004

Os voy a contar una historia vergonzosa que viví en Madrid hace algo más de quince años. Lo escribo como relato para permitirme un par de licencias, pero el hecho es básicamente cierto, y quien se tome la molestia de leer estas líneas se dará cuenta de que, contarlo, es parte de mi penitencia. Porque no me gusta recordarlo. Porque no estoy orgulloso en absoluto. Porque me cago en todo, vaya, cada vez que lo recuerdo.

A raíz de la presentación de un libro, un grupo de escritores y periodistas discutíamos sobre la responsabilidad de los autores del Holocausto judío, sobre la eterna disculpa de la obediencia debida y sobre cómo el pueblo alemán cerró los ojos, unas veces por cobardía y otras por abierto colaboracionismo con lo que estaba sucediendo.

La tesis más defendida era que no se puede cumplir esa clase de órdenes. Que en un momento dado, si se quiere seguir siendo un ser humano, hay que plantarse y dejar de subir gente a los trenes, dejar de detener inocentes, dejar de comportarse como te mandan tus superiores, o de lo contrario se cae al nivel de las bestias. La tesis más defendida era la de la culpabilidad colectiva, porque el que calla otorga, porque el silencio también puede ser culpable, porque el miedo es libre, pero no borra la responsabilidad.

Los que participaron en unos hechos tan horribles como el Holocausto judío no pueden resguardarse nunca en que cumplían órdenes, en que no podían hacer otra cosa, ni en que el miedo a las represalias les privó de la voluntad. Porque hay momentos en que dar un paso al frete es más que una opción: es una obligación de que quiere seguir llamándose humano.

Eso decía, o decíamos la mayoría, y entonces, por delante de la estatua de Tirso de Molina, cerca de la boca del Metro que hay por allí, pasaron un hombre y una mujer discutiendo. La mujer iba algunos pasos detrás del hombre y él, de vez en cuando, se paraba, le gritaba algo en un idioma que no entendíamos y seguía avanzando. En un momento dado, se detuvo, se acercó y le dio dos bofetadas a la mujer, que a partir de ese momento guardó silencio y siguió caminando tras él, llorosa.

¿Hicimos algo? No. ¿Alguien se levantó de su silla? No. Teníamos a la ley, a la autoridad, a las fuerzas del orden de nuestro lado, y éramos cinco. ¿Hicimos algo? NO.

¿Cómo demonios podíamos entonces juzgar lo que hizo una gente con el Estado en contra, la pena de muerte en vigor, y la posibilidad de acabar en un campo de concentración como expectativa? ¿Cómo nos atrevíamos a llamar colaboracionista a nadie después de asistir impasibles a aquello, con todo de nuestro lado, sólo por no meternos en un lío?

Pedir heroísmo a los demás es cojonudo, pero cuando a nosotros mismo se nos exige algo, entonces no somos ni la décima, ni la centésima parte de héroes que exigimos a los otros en los discursos teóricos.

Pedir a un soldado alemán que incumpla las órdenes de la GESTAPO mientras nosotros no somos capaces de levantarnos de una silla en una terraza es una de las cosas más vergonzosas que me ha pasado en la vida.

A partir de ese momento, hablamos de fútbol.

A partir de ese momento, dejé de creer en la culpa colectiva.