Laberinto con ventanas sin rejas

1

Sonia oye el teléfono encima de la mesilla de noche pero no lo coge: está a punto de correrse y no quiere interrupciones. De todas maneras, la insistente cancioncilla del móvil ha conseguido alejar el anhelado orgasmo y Sonia levanta suavemente las caderas para sentir un poco más a su pareja, un chico que conoció esa misma noche en un pub de moda.

Es guapo, joven y moreno. Puede que demasiado moreno y demasiado joven, pero ninguna de las dos cosas importa mucho para el caso. Hay otras que se cortan con los de veintipocos, pero es una chorrada. Si el Gobierno se los puede llevar a la guerra, también te los puedes llevar tú a la cama.

Él se ha parado un momento, entretenido en pellizcarle con los dientes el lóbulo de una oreja, pero enseguida vuelve a moverse adelante y atrás. Si mantiene el ritmo un par de minutos, Sonia va a conseguirlo y va a ser un orgasmo de los buenos, como cuando era más joven y le daba escalofríos el solo hecho de que le desabotonaran la camisa.

Sonia cierra los ojos y trata de olvidarse del teléfono, que suena otra vez. Tenía que haberlo apagado cuando volvió a casa, pero siempre se le olvida.

Ya le falta poco, muy poco. El vientre se le tensa y ha sentido ya algún espasmo. Está muy cerca. Separa un poco más las piernas y arquea la espalda, ofreciendo los pechos, que él oprime inmediatamente entre sus manos, tal vez con demasiada vehemencia. Al final siempre le cuesta, siempre, y cuanto más se preocupa de superarlo, más difícil se le pone. Era mejor antes, cuando conseguía olvidarse de todo y simplemente disfrutaba de su cuerpo.

—Espera, espera —susurra entre jadeos mientras deja de abrazarlo con las piernas para ponerse más cómoda.

Él sonríe y la besa. Se detiene un momento, le recorre los costados con una larga caricia y vuelve a moverse sobre ella.

Sonia echa atrás los brazos y los coloca bajo la nuca. Ahora se siente totalmente relajada y le gusta saberse objeto de deseo, instrumento para el placer ajeno. Piensa por un momento en ponerse ella encima pero abandona la idea enseguida, vencida por la pereza.

El teléfono vuelve a sonar, y van ya tres veces en pocos minutos, pero Sonia sigue sin cogerlo. Ahora ya no le molesta: puede seguir sonando hasta que se canse o hasta que se le agote de una vez la puñetera batería. A los teléfonos sólo se les acaba la batería cuando hacen falta, pero nunca cuando incordian. Quien quiera que sea, que llame más tarde, o mañana. Además, ya no son horas de llamar por teléfono, como no se esté quemando la fábrica. Y si la fábrica está ardiendo, ¿qué va a hacer ella?, ¿animar a los bomberos? Quizás sea que ha saltado la alarma, pero si es así, que esperen o que vayan los de la empresa de seguridad a echar un vistazo, que para eso les paga. Ella nota que se entona de nuevo, que ya no tiene que fingir los jadeos, que cuando aprieta las nalgas las aprieta de verdad. Ya no es esa sensación de tibieza sin calor de otras veces, una especie de hondonada, de punto muerto del que no es capaz de salir. Por un momento temió que él acabase antes, pero no: está en el sitio justo y sigue moviéndose.

El teléfono permanece en silencio, pero su amenaza es suficiente para que Sonia no consiga abandonarse del todo.

Al final siempre le cuesta, siempre, y cuanto más se preocupa de superarlo, más difícil se le pone. A veces, irritada, acaba por desesperarse, pero esta vez sabe que va a llegar, que es cuestión de relajarse y esperar, de acelerar un poco el ritmo y apretarse contra él; le gusta sentir su torso, el vello de su pecho, su peso incluso presionándole el abdomen.

Está muy cerca. Mucho. Flexiona las piernas en torno a la espalda de su pareja y lo aprieta, lo fija sobre ella. A él le excita ese abrazo y se acelera, como ella quería, como ella esperaba.

Un breve campanilleo anunciando el mensaje de las llamadas perdidas aleja definitivamente a Sonia de su objetivo.

2

—Que maravilla, chica —murmura él en su oído después de haberse saciado..

—A mí también me ha gustado mucho— dice ella justo antes de besarlo, esta vez con suavidad mientras mira tranquilamente sus ojos. Los ojos fueron lo que más la atrajeron cuando lo conoció y este es buen momento para darse el gusto de mirarlos tranquilamente. El mejor momento.

La media hora siguiente la emplean en fumar un cigarro, acariciarse y decirse tonterías, las tonterías que se pueden decir dos perfectos desconocidos que acaban de proporcionarse el placer de un encuentro carnal sin pretensiones de futuro. Tiene que existir de veras el vínculo afectivo del placer, porque ambos sienten un agradable afecto por el otro, el suficiente para que las bromas y las caricias no sean fingidas. Con el blando sopor de una noche sin dormir, hablan de las figuritas que ella tiene por las estanterías, brujas de todas las formas y colores, un par de hadas, y media docena de búhos. También hay de un par de fotos de actores que dan pie a otra pequeña conversación sobre sus películas, de cuándo las fueron a ver o de por qué no las vieron nunca; de ahí derivan a la última película que consiguió arrastrarlos hasta el cine y lo bien que estaban los efectos generales, a los que nadie sabe por qué llaman especiales si se usan siempre. Por algún extraño vericueto desembocan en la música, en la curiosa coincidencia de sus gustos, en que no es tan curiosa si se han conocido en un pub, porque eso es lo que distingue a los pubs, y terminan hablando de si es la música la que atrae la gente o la gente que va al principio la que impone la música. Lo último fue el concierto que el Ayuntamiento ha programado y anunciado ya para las fiestas, pero esas cosas nunca dan para mucho.

Cuando la conversación empieza a ser complicada, él decide irse. Tiene cosas que hacer y piensa pasar por casa a darse una ducha rápida y cambiarse de ropa. No le hace falta mirar el reloj para saber que es tarde.

Se viste en silencio y coge a Sonia en brazos, desnuda todavía, para darle un último beso. Después de besarla la contempla con placer, como si fuera un trofeo y ella le sonríe, porque le gusta que la miren así. Le gusta sostener la ficción de que son algo más que conocidos ocasionales y las pequeñas bromas de enamorados ayudan a creer que la aventura puede repetirse. En esos momentos, como siempre, piensa que no sería mala idea, aunque luego, como otras veces, acabará por no pedirle el número de teléfono y darle una cifra equivocada en el suyo.

Ella patalea divertida, pidiéndole sin mucha convicción que la suelte, y él se niega rotundamente, con el ceño fruncido. La ficción de rapto dura hasta que vuelve a sonar el teléfono y Sonia acude por fin a cogerlo.

—Nos vemos —se despide él abriendo ya la puerta de la calle.3

3

Sonia responde al teléfono con tono irritado, y luego se calla durante un minuto entero, escuchando lo que le cuenta una voz neutra. Está desnuda en medio del pasillo y toda su piel palidece.

—Voy para allá. Tardaré una hora, como mucho . A estas horas hay poco tráfico. Gracias.

Sonia piensa que lo mejor sería darse una ducha antes de ir, pero no tiene tiempo. Comienza a vestirse a toda prisa reprimiendo las lágrimas mientras lucha en su interior por identificar y contener el sentimiento que se adueña de su ánimo. ¿Remordimiento? ¿Desesperación? ¿Cansancio? No consigue encontrarle nombre porque seguramente no lo tiene.

Martín ha sufrido una crisis. La segunda en aquel mes. Una crisis nerviosa que lo ha puesto al borde del colapso, y los médicos creen que su presencia puede ayudar a apaciguarlo. Lo han sedado, por supuesto, pero si es posible, prefieren que ella esté a su lado cuando se vayan atenuando los efectos de la medicación. No pueden darle nada más fuerte de lo que le han dado, y le ruegan que acuda al hospital cuanto antes.

Irá. Claro que irá.

Se mira al espejo antes de salir y comprueba si lleva en el bolso las llaves del coche. No las había sacado.

¿Qué podía hacer con Martín? Martín es su novio, o su prometido. Lo había sido. O lo es aún. No lo sabe.

Tres semanas antes de la fecha fijada para la boda no logró esquivar a un coche que venía adelantando en un cambio de rasante. Se salvó de milagro, pero quedó tetrapléjico.

Desde entonces han pasado tres años y sigue en el hospital, alternado épocas de esperanza en los avances de la medicina con otras de rabia y depresión, como en los últimos meses.

Él no había tenido la culpa. Iba tranquilamente por su carril, a la velocidad adecuada y con el cinturón de seguridad puesto. Él no había tenido culpa de nada.

¿Y ella? Tampoco.

¿Qué debía hacer? No puede dejarlo: cada vez que pensaba en ello se le rompía el corazón. Pero tampoco puede seguir a su lado, languideciendo juntos. Sonia tiene una vida, y poco a poco se había ido convenciendo de que hay dolores que no se pueden compartir. El dolor no se divide: sólo se multiplica, y dedicar la existencia a reflejar como un espejo el dolor de otro es un castigo propio de dioses griegos. Por robarnos el fuego, Prometeo, compartirás por toda la Eternidad el dolor de los que te rodeen. Esa podía haber sido la condena en vez de encadenarlo a una roca para que un águila le devorase a diario el hígado, que volvía a renovarse por la noche.

¿Sirve de algo que siga yendo a verle casi a diario? A él sí. A él le sirve de consuelo. ¿Y a ella? Sólo de castigo, pero sin culpa que expiar. Esas son las cosas que sólo se hacen por amor, y por amor lo haría eternamente. ¿Pero lo quiere aún? Lo quiso con toda el alma. Lloró días enteros después del accidente, y se quedó a su lado durante semanas. Día y noche...

Pero luego había que continuar. Sacar adelante la empresa. Vivir, a pesar de todo. El heroísmo es más fácil cuando exige solamente el arranque de un momento. ¿Quién puede ser héroe a todas horas? 

¿Lo quiere aún? Prefiere no hacerse esa pregunta. El amor es una planta delicada. Cuando lo resiste todo posiblemente no sea amor, sino una especie distinta. Lealtad, orgullo, tenacidad, sentido del deber.... Pero no amor. O quizás sea al revés y el suyo no fuese un verdadero amor. O tal vez ella no sea capaz de cultivar la clase de amor que sería necesario para un caso como el suyo. Mejor no hacerse esa pregunta.

Al salir del ascensor y caminar hacia su plaza de aparcamiento siente una última reminiscencia de placer en el vientre y una leve punzada de dolor en las sienes. No ha dormido en toda la noche. Se lleva la mano a la frente y se masajea enérgicamente las cejas.

Es mejor no pensar. Irá porque tiene que ir y ha pasado la noche con el chico moreno y joven porque quiso hacerlo. ¿Cual es mayor traición, decirle a Martín la verdad o no decírsela?

No puede abandonarlo. 

No puede seguir así, tensando la cuerda de su mente, pero tampoco puede dejar de hacerlo. Se encuentra en un laberinto desde el que le dejan ver la vida exterior cuando quiere y del que puede salir en cualquier momento: un laberinto con ventanas sin rejas; un laberinto pintado con tiza en el suelo del que, para escapar, basta con la determinación de pisar un día cualquiera las líneas blancas.

Pero no consigue hacerlo. No puede pisar esas rayas. No quiere seguir dentro, malgastando sus pasos en callejones sin salida ni se atreve a salir, abandonando a Martín, que quedó atrapado en él.

A Sonia le gustaría tomar una decisión, pero las dos únicas posibles quedan más allá de sus fuerzas: no es capaz del sacrificio de renunciar al resto de su vida ni tampoco de la redención de romper con Martín definitivamente.

—Ya veremos —se dice, como tantas y tantas veces, mientras pone en marcha el coche.