Literatura fantástica en pequeñas dosis

¿Aburrido? ¿Impregnado en la molicie? Aquí tienes una propuesta de lectura con quince relatos en pequeño formato (para leer entre unos escasos diez minutos para los más cortos y un poco más de una hora como máximo el más largo) y así evadirte del sopor estival con la dosis mínima diaria recomendada por nueve de cada diez expertos en fantasía, con muy poco esfuerzo y sin tener que recurrir a las archiconocidas novelas, trilogías y sagas. Y de autores reconocidos entre los más grandes del género.

Se incluye el inicio de los todos ellos, que suelen ser impactantes. Ursula K. Le Guin decía que escribir novelas está muy bien, pero escribir relatos es algo muy especial porque por su escasa longitud tienen que subir tan rápidos como un cohete.

Y recuerda que fantasía puede ser el típico relato de Espada y Brujería, o tratar sobre elfos y trolls, pero también puede surgir de cosas tan banales como no acordarte de tu primer amor o hacer figuritas de papel.

1.- Clavos rojos de Robert E. Howard (1936). Quizás el relato más conocido protagonizado por Conan. Un clásico entre los clásicos.

La mujer que iba a caballo tiró de las riendas y el cansado corcel se detuvo. El animal quedó patiabierto y con la cabeza colgando, como si le hubiera pesado demasiado el arnés dorado guarnecido con cuero rojo. La mujer sacó una bota del estribo de plata y se bajó del caballo. Luego ató las riendas a la rama de un arbusto y miró a su alrededor, con las manos en las caderas. Lo que vio no le resultó agradable. Unos árboles altísimos se encontraban sobre la laguna en la que el caballo acababa de beber. Unos sombríos matorrales limitaban la visión entre las sombras que proyectaban las densas ramas. Los espléndidos hombros de la mujer se estremecieron, y luego profirió una maldición.”

2.- Turjan de Miir de Jack Vance ( 1950). Así da comienzo Vance La Tierra Moribunda.

Turjan estaba sentado en su sala de trabajo, las piernas abiertas y dobladas bajo el taburete y los codos clavados en el banco. Al otro lado de la estancia había una jaula; Turjan miraba su interior con desconsolado enojo. La criatura de la jaula le devolvía el escrutinio con emociones más allá de toda conjetura.

Era un ser que despertaba piedad…, una gran cabeza sobre un pequeño y largo cuerpo, con enfermizos ojos reumáticos y una nariz parecida a un fofo botón. La boca colgaba blandamente húmeda, la piel brillaba con un color rosa cerúleo. Pese a su manifiesta imperfección, era hasta la fecha el producto más logrado de los tanques de Turjan.”

3.- El rey de los elfos de Philip K. Dick (1953). No es muy abundante la fantasía entre la extensa producción de K. Dick, pero sí es de gran calidad.

Llovía y empezaba a anochecer. Enormes gotas de agua caían sobre los postes de la gasolinera; el viento doblaba los árboles al otro lado de la carretera.

Shadrach Jones se guareció en el portal de un pequeño edificio y se apoyó en un bidón de aceite. La puerta estaba abierta y ráfagas de lluvia mojaban el suelo de madera. Era tarde; el sol se había puesto y cada vez hacía más frío. Shadrach metió la mano bajo la chaqueta y sacó un puro. Cortó un extremo y lo encendió con cuidado, apartándose de la puerta. La punta del cigarro brilló en la oscuridad. Shadrach aspiró profundamente. Se abrochó la chaqueta y salió al exterior.

—Maldita sea —gruñó—. ¡Vaya nochecita!”

4.- Las campanas de Shoredan de Roger Zelazny (1966). Zelazny fué el más poético entre los autores de fantasía.

Ningún ser viviente habitaba en el territorio de Rahoringhast. Desde una era antes de esta era estaba el muerto dominio vacío de sonido, aparte del restallar de los truenos y el espit-espit-espit de las gotas de lluvia al rebotar en la piedra de los edificios y en las rocas. Las torres de la Ciudadela de Rahoring seguían en pie; el gran arco, al que le habían arrancado las puertas, continuaba abierto, como una boca paralizada en un aullido de dolor y sorpresa de muerte; el campo que rodeaba el lugar se asemejaba al estéril paisaje de la luna”

5.- La mansión de las rosas de Thomas Burnett Swann ( 1966). Burnett Swann tenía una voz única, mezcla de mitología, erudición y sexualidad.

Soy una mujer de treinta y cinco años, una mujer madura de quien sin embargo se dice, en esta época de sífilis y peste, de muerte temprana y prematura desaparición de la belleza, que sigue siendo tan bella como una de esas vírgenes bizantinas que flotan en el paraíso de un mosaico dorado y que llevan su pena como un manto de pétalos. Pero la pena no es un vestido sino más bien una desnudez, sobre todo para las miradas fisgonas, para esos seres de lengua de urraca que disfrutan ante el dolor… El feudo reclama un heredero… ¿Quién nos defenderá del bosque invasor, de los ladrones, de las mandrágoras?”

6.- Aciago encuentro en Lankhmar de Fritz Leiber (1970). Leiber sabía escribir un relato de Espada y Brujería como muy pocos.

Silenciosos como espectros, el ladrón alto y el grueso pasaron junto al leopardo guardián muerto, estrangulado con un lazo, tras salir por la puerta descerrajada de Jengao, el mercader de gemas, y se dirigieron al este, por la calle del Dinero, a través de la leve niebla oscura de Lankhmar, la Ciudad de los Ciento cuarenta mil Humos.

Hacia el este, por la calle del Dinero, tenía que ser, pues al oeste, en el cruce de Dinero y Plata, había un puesto de policía con guardias sin sobornar, con corazas y yelmos metálicos, que afilaban sin descanso sus picas, mientras que la casa de Jengao carecía de pasadizo de entrada e incluso de ventanas en sus muros de piedra con tres palmos de grosor y el tejado y el suelo casi igual de gruesos y sin escotillones.”

7.- Los que se alejan de Omelas de Ursula K. Le Guin (1973). El cuento moral por excelencia del género.

Con un estruendo de campanas que hizo alzar el vuelo a las golondrinas, la Fiesta del Verano penetró en la deslumbrante ciudad de Omelas, cuyas torres dominan el mar. En el puerto, los gallardetes ponían notas multicolores en los aparejos de los buques. En las calles, entre las casas de tejados rojos y paredes encaladas, entre los tupidos jardines y en las avenidas flanqueadas de árboles, ante los enormes parques y los edificios públicos, avanzaban las procesiones. Algunas eran solemnes: ancianos vestidos con ropas grises y malvas, maestros artesanos de ros-tros graves, mujeres sonrientes pero dignas, llevando en brazos a sus chiquillos y charlando mientras avanzaban. En otras calles, el ritmo de la música era más rápido, un estruendo de tambores y de platillos; y la gente bailaba, toda la procesión no era más que un enorme baile. Los chiquillos saltaban por todos lados, y sus agudos gritos se elevaban como el vuelo de las golondrinas por encima de la música y de los cantos.[...] ”

8.- El dragón de hielo de G.R.R. Martin (1980). En poco más de un año Martin escribió El camino de la cruz y el dragón; Los reyes de la arena y El dragón de hielo... casi ná.

A Adara, el invierno era lo que más le gustaba, porque cuando el mundo se congelaba aparecía el dragón de hielo.

Nunca supo decir si era el frío el que les llevaba al dragón de hielo o era el dragón quien les llevaba el frío. Era la clase de enigma que llevaba de cabeza a su hermano Geoff, quien tenía dos años más que ella y una curiosidad insaciable. Pero a Adara no le preocupaban aquellas cosas. Mientras el frío, la nieve y el dragón de hielo llegaran a su debido tiempo, ella sería feliz.

Siempre sabía cuando iba a llegar porque coincidía con su cumpleaños. Adara era hija del invierno. Nació en la helada más intensa de la que nadie tenía memoria, ni siquiera la vieja Laura, que vivía en la granja vecina y se acordaba de cosas que habían pasado antes de que nacieran los demás. La gente aún hablaba de aquella helada. Adara los oía a menudo.

También decían que aquel frío tan terrible había matado a su madre; que la larga noche del parto, el frío había burlado la gran hoguera que había encendido el padre de Adara y se había colado por debajo del montón de mantas que tapaba a la parturienta. Decían que el frío había entrado en Adara cuando aún estaba en el vientre, que cuando nació tenía la piel azulada y fría como el hielo y que nunca desde entonces, en todos años que pasaron, se le había entibiado. El invierno le había dejado su marca y se había apropiado de su ser.”

9.- Suzanne Delage de Gene Wolfe (1980). Un narrador en primera persona y muy poco fiable, la marca de la casa.

Anoche, mientras leía -debo explicar que estaba leyendo un libro, algo por lo demás totalmente corriente; uno de esos libros un tanto políticos, un tanto filosóficos y un tanto históricos que se pueden ahora comprar todos los meses por kilos- quedé sorprendido ante cierta observación del autor. Me pareció en ese momento una idea interesante, aunque más bien obvia; luego, cuando hube vuelto la página y otras muchas páginas y llegué a la mitad de un nuevo capítulo que guardaba muy poca relación con lo que se decía antes, esta idea volvió a entrar en mi conciencia y actuó en ella como una especie de filtro entre mi mente y el libro hasta que lo dejé y, todavía pensando, subí a acostarme.

La idea que con tanta fuerza me había impresionado era simplemente esto: que todo hombre ha tenido en el curso de su vida alguna experiencia extraordinaria, alguna dislocación de todo cuanto esperamos de la Naturaleza y la probabilidad, algo de tal magnitud que, en su propia persona, ese hombre puede servir de prueba viviente del trillado precepto de Hamlet; pero que casi siempre se ha visto tan condicionado por el hecho de considerarse a sí mismo la más mundana de las criaturas que, al no hallar en esta extraordinaria experiencia relación alguna con el resto de su vida, la ha olvidado.”

10.- El hombre que pintó al dragón Griaule de Lucius Shepard (1984). Shepard sabía ser muy, pero que muy original.

Aparte de en la colección Sichi, el único sitio donde se encuentran obras de Cattanay es la Galería Municipal de Regensburgo; dichas obras consisten en un grupo de ocho pinturas al óleo, y la más notable de ellas es La Mujer de las Naranjas. Esos cuadros son su aportación a una exhibición estudiantil que tuvo lugar unas pocas semanas después de que hubiera abandonado su ciudad natal para dirigirse al sur, a Teocinte, con el fin de presentar su propuesta a los dirigentes de la ciudad; no es probable que Cattanay llegara a saber nunca qué uso se había hecho de su obra, y es todavía más improbable que llegara a enterarse de la indiferente crítica general con que fue acogida. Quizá la más interesante del grupo para los eruditos modernos, la que indica mejor cuáles fueron las últimas obsesiones de Cattanay, sea el «Autorretrato», pintado a la edad de veintiocho años, un año antes de su marcha.”

11.- Torre de Babilonia de Ted Chiang (1990). La primera publicación del un especialista de los relatos de ciencia-ficción y fantasía.

Si la torre estuviera tumbada sobre la llanura de Shinar, se tardaría dos días en caminar desde un extremo al otro. Pero como la torre se alza en vertical, se tarda un mes y medio en subir de su base a su cima, si quien sube no lleva carga alguna. Pero pocos hombres suben a la torre con las manos vacías; el paso de la mayoría se reduce por la carreta de ladrillos de la que tiran. Transcurren cuatro meses entre el día en que se carga un ladrillo en una carreta y el día en que se toma de ella para que forme parte de la torre.”

12.- El mar y los pececitos de Terry Pratchett (1998). Relato ambientado en el universo del Mundodisco.

“El problema empezó con una manzana, y no era la primera vez.

En la mesa de Yaya Ceravieja, blanca e inmaculada, había un saco entero. Rojas y redondas, relucientes y gustosas, si hubiesen previsto el futuro tendrían que haber hecho tictac como bombas.

—Quédatelas todas. Me dijo el viejo Hopcroft que me llevara las que quisiera —dijo Tata Ogg; y, mirando de reojo a su hermana, añadió—: Son sabrosas, un poco arrugadas pero la mar de ricas.

—¿Y ha puesto tu nombre a una manzana? —se sorprendió Granny.

Cada palabra era una gota de ácido.”

13.- La verdad es una cueva en las Montañas Negras de Neil Gaiman (2010). La historia de una vengaza servida en frío.

¿Me preguntas si puedo perdonarme? Puedo perdonarme por muchas cosas. Por dónde lo dejé. Por lo que hice. Pero nunca me perdonaré el año que pasé odiando a mi hija, cuando creía que se había escapado, tal vez a la ciudad. Durante ese año prohibí que se pronunciara su nombre, y si se colaba en mis plegarias cuando rezaba, era para pedir que algún día comprendiera el significado de lo que había hecho, de la deshonra que había traído a nuestra familia, de los círculos rojos que rodeaban los ojos de su madre.

Me odio por eso, y nada apaciguará ese odio, ni siquiera lo que sucedió aquella última noche en la ladera de la montaña.”

14.- El zoo de papel de Ken Liu (2011). Multipremiada, si no te emociona es que no tienes corazón.

Uno de mis recuerdos más tempranos arranca conmigo sollozando, negándome a tranquilizarme hicieran lo que hicieran mis padres.

Mi padre se dio por vencido y abandonó la habitación, pero mi madre me llevó a la cocina y me sentó a la mesa del desayuno.

«Kan, kan» , dijo, mientras cogía un trozo de papel de envolver de encima de la nevera. Mi madre llevaba años abriendo con todo cuidado los envoltorios de los regalos navideños y guardándolos encima del frigorífico, en una alta pila.

Colocó el papel sobre la mesa, con la cara en blanco hacia arriba, y empezó a plegarlo. Yo dejé de llorar y la observé con curiosidad.

Ella giró el papel y lo volvió a doblar. Plisó, presionó, metió esquinas en dobleces, enrolló y retorció hasta que el papel desapareció en el hueco formado por sus manos. Entonces se llevó a la boca el paquete de papel plegado y sopló en su interior, como en un globo.

«Kan , dijo, laohu» . Apoyó las manos sobre la mesa y lo soltó.

De pie sobre la mesa había un pequeño tigre de papel, del tamaño de dos puños uno junto a otro. La piel del tigre era el dibujo del papel de envolver: fondo blanco con bastones de caramelo rojos y árboles de Navidad verdes.”

15.- Creando un monstruo, de Joe Abercrombie (2016). No sabrás muy bien si reir o llorar.

“–Padre, ¿qué es la paz?

Bethod parpadeó al mirar a su hijo mayor. Con once años cumplidos, Scale apenas había conocido lo que era la paz. Quizá sólo a ratos. Retazos de paz en medio de una bruma de sangre. Mientras intentaba responder, Bethod cayó en la cuenta de que él mismo apenas recordaba lo que se sentía al vivir en paz.

¿Cuánto tiempo llevaba viviendo atemorizado?

Se sentó en cuclillas delante de Scale y recordó cuando su padre hacía lo mismo. Su padre, retorcido por la enfermedad y envejecido prematuramente. Hay hombres que rompen lo que sea sólo porque pueden , le dijo en cierta ocasión. Pero, para un jefe, la guerra debe ser el último recurso. Si llegas a la guerra, ya habrás perdido.”