Metáfora

Ayer leía una novela, llamémosla ligera. Porque después del Telediario necesitaba un poco de descanso. Y porque ya vale de leer cosas serias, aunque hablen de propagación de agentes infecciosos microscópicos acelulares o de que digan de esta autora que es la esperanza blanca de la literatura británica, o rusa, del XIX. O algo así. Sin reírse. Y le puse su cara, la de ella, a la protagonista, sin querer. A la de la ligera, no a Anna Karenina.

En voz alta dije:

- ¡Joder, no!

Sólo llevaba un par de días acordándome de ella después de unos años y no le di demasiada importancia. Algún disparo al cerebro me la trajo. Quizá un mosquito al que no alcancé con mi zapatilla mortal. Nada por lo que darle muchas vueltas. No viene mucho a cuento pero con una zapatilla en la mano y un mosquito rondando por mi habitación puedo hacer palidecer a Rafael Nadal. Y lo que es quizá más impresionante: puedo hablar como si no tuviera una zapatilla en la boca.

Pero bueno, nos desviamos. Sigamos. Al ver que quería seguir leyendo la novela acompañada de su cara me preocupé un poco. No era el tipo de lectura en la que me apeteciera verla, además. Iba sobre una universitaria intelectual de 21 años que se lía con un actor de belleza incomparable que ya contaba 32. Por alguna razón, en el universo particular de la novela hacen que eso casi parezca pederastia. Es moderna. Contemporánea, vamos. No estamos hablando de cuando los Beatles acojonaban a tu bisabuela. Eso me llamó la atención.

No me importaba mucho el cosmos moral de esa novela en sí, pero me preocupaba mi dilema. Pensaba que si podía soportar poner su cara y su cuerpo en la heroína de la novela, aguantar los ruidosos orgasmos que nunca tuvo conmigo más que esporádicamente o los innumerables padeceres de su cuerpo ansioso del actor de los cojones podría curarme de alguna manera. Por otra parte, intentaba cambiar el cuerpo y cara y ponerle los de alguna vecina, camarera, compañera de clase o incluso madre de algún compañero del colegio.

Y es que no nos conocimos jóvenes. Yo ya era mayor que el actor, no mucho. Y ella mayor aún que yo, ya un poco mayor que el actor, si seguimos jugando a eso. No nos gustamos de primeras. El problema fue que a ella seguí sin gustarle de terceras. Piensas que sí, pero es complicado planear cuándo volverte idiota. A ella le había tocado poco antes que a mí, así que le daba todo un poco igual.

Yo no recuerdo en qué estado mental estaba (quito el prefijo -senti muy conscientemente) porque tendría que tirar de calendario y no me apetece. Pero digamos que tampoco muy abierto porque sé que no me gustaron nada sus sandalias ni su pelo loco. Poco después nos fuimos cada uno a su casa y no pensé más en ella hasta unas 12 horas después. Me aburro, decía, en un SMS. No sé ni siquiera si en aquella época había mensajería instantánea. Puede que fuera un WhatsApp. Sería más romántico lo primero, pero ya dije que no me apetece mucho recordar. Desde luego no me llegó en un pergamino escrito con tinta de calamar y pluma de ganso.

Ya no llevaba las mismas sandalias. El pelo era el mismo, lo entendí. Es más, me pareció un hermoso gesto por su parte: me reafirmo en mi personalidad, gritaba. Paseamos con su pelo y nuestros recuerdos del día anterior, que no eran buenos precisamente. Tampoco malos. He de señalar en este momento que era agosto o algo así y había mucha gente por ahí siendo feliz. Ella parecía indiferente a lo que la rodeaba, era verdad que se aburría. Así que aproveché para divertirla. En esas condiciones era fácil. Es más fácil entretener al rey que al bufón. Todo el mundo quiere un trocito del pastel.