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De negros harapientos y pobres tullidos

En el colegio nos metíamos con los niños bajitos que también veíamos cabezones –pido perdón por no referirme a las niñas, mi colegio no era mixto–, por llevar gafas o ser gordos, y menudas panzadas de reír nos entraban cuando algunos de los mentados se atascaban o no podían saltar el potro o el plinto, y si en un ademán, por disimulado que pareciese, hacían notar el roce sobre sus doloridas partes pudendas, la carcajada era unánime.

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