Este envío tiene varios votos negativos. Asegúrate antes de menear

"No quiero que a mi hijo le dé clase un funcionario"

No debería ser necesario, pero para descargo de futuras tonterías, creo que debo empezar diciendo que nunca, en mi vida, he pisado un centro privado o concertado: primaria, secundaria y universidad públicas.

Y precisamente porque conozco la pública y sé por dónde ha ido su evolución, o su decadencia, creo que entiendo pro qué tantos padres, tantísimos, eligen la concertada para sus hijos.

El declive de la enseñanza pública tiene muchas caras, desde el interés por degradarla de los que prefieren la privada a las manías alquimistas de cuatro ideólogos sin hijos que quieren hacer experimentos sociales con el futuro de los demás. Es eso y más, pero NO se trata, como muchos repiten, de un problema de presupuesto. Con menos dinero se conseguían en otros tiempos mejores resultados, y con menos dinero se consiguen ahora mejores resultados en otros sitios. La relación entre resultados y presupuesto invertido no es relevante a partir de un nivel mínimo.

La cuestión, como en tantas y tantas otras cosas, está en para qué se quiere el dinero, en qué se emplea, y cuales son los fines de la enseñanza. Los sindicatos lo tienen claro: se necesita más dinero para contratar más personal (la panacea), que el personal gane más (la gloria) y que los grupos se reduzcan (el paraíso). Sin embargo, nadie habla de la necesidad de una mayor motivación basada en resultados, de la imperiosa necesidad de dar autoridad al profesor, para que dos alumnos revoltosos no destruyan el rendimiento del resto, y de la imprescindible evaluación EXTERNA de lo que los alumnos aprenden en cada centro.

A mí, por experiencia y como primera provisión, me genera una desconfianza enorme dejar la enseñanza en manos de personas que, desde su condición de funcionarios, se reciclan si quieren, se esfuerzan si quieren, se implican si quieren y se modernizan en sus conocimientos si les da la gana, sin que nadie los evalúe, o sin que esas evaluaciones tengan ni publicidad ni repercusión alguna.

En los colegios, cuando el profesor cumple cierta edad, el problema es grave. En los institutos, por razones que ignoro, parece ir un poco mejor la cosa, pero en las Universidades es absolutamente repugnante.

Lo que ganamos por un lado, al dar estabilidad laboral y personal a los profesores, lo perdemos en forma de desinterés, temarios obsoletos y sálvese el que pueda. La negativa de todos los estamentos, desde los políticos a los profesionales, a cualquier tipo de evaluación externa, es una muestra de que todo el mundo sabe que vive en medio de la basura pero no quiere verse señalado.

¿Qué problema habría en que se hicieran pruebas externas para comprobar que no se regalan titulaciones, o para comprobar el nivel de cada centro? En realidad, todos. Los públicos no quieren, porque el trabajo es muy desigual, y los concertados no quieren, porque saben que hinchan calificaciones hasta el delirio.

Sin evaluación externa y sin modo de saber qué profesores lo son y cuales están ahí para pasar el tiempo sin hacer nada, no es de extrañar que tantos padres prefieran la concertada, donde los profesores pueden ser también buenos o malos, donde también hay inútiles enchufados que duran cien años, pero la rotación de profesorado es entre tres y cuatro veces mayor que en la pública. De ahí la frase entrecomillad del título, que he tenido que escuchar demasiadas veces.

De lo otro, de integrar en un aula a las manzanas sanas con las podridas (algo que los padres odian con toda su alma), ya hablamos otro día.