Perder siempre en el barro

"¿En qué momento, gente de tan escasa valía intelectual y moral, llegó a tener en sus manos la aspiración del poder? ¿Cómo se explica esto? Hasta para un país como España, esto es excesivo."

Estas palabras, las escribía el que fue Príncipe de la Equidistancia hasta que se cayó del guindo, Miguel de Unamuno, allá por el 35, en los albores de una guerra civil.

Macarena Olona, una chica muy plana intelectualmente (mejor no entrar en otras lides), aspira a conseguir representación en el Parlamento andaluz. Y lo aspira gracias, no solo a los que la votan, sino también aquellos que sobrevaloramos la inteligencia, la capacidad crítica y la memoria histórica del votante medio, antes del surgimiento de la ultraderecha. Lo aspira también, gracias a los que jugaron con el fuego del procés y no calibraron bien sus palabras, sus actos y su incapacidad para no ponerse a la altura de aquellos que querían largarse unilateralmente y que sobredimensionaron, de forma esperpéntica el cariz de injusticia que la opinión internacional tenía del conflicto catalán.

Rajoy y Rivera echaban gasolina al fuego tratando de travestir una pantomima delirante en un golpe de estado de proporciones épicas, el PSOE lo intentaba apagar con una pistola de agua y una calculadora para contar votos y Podemos inauguraba un punto de inflexión hacia el abismo, catalizado por una prensa mafiosa y corrupta que le dio la puntilla.

El futuro para VOX, un partido residual, inaugurado por 4 majaretas que no encontraron su sitio en un PP infartado por tantas redes clientelares, y que lo mismo podrían haber abrazado el hipercentrismo neoliberal que el falangismo más delirante con tal de pillar un escaño, pasó de deprimente a prometedor en unos pocos meses.

Al principio, sesudos editoriales de muy dispares ideologías (El País y ABC) trataron de buscar explicaciones que muchos llegamos a creer, basándose en el contexto socioeconómico. Pero la pobreza provocada por dos crisis casi consecutivas ya no puede explicar el vigor electoral de esta gentuza. Hablamos de un problema ético y cultural de profundísimas raíces.

Hablar con cualquier votante de VOX de política o ética es como discutir con un antivacunas de epidemiología. Da igual que esgrimas centenares de estudios que demuestran que las vacunas han elevado la esperanza de vida 30 años en medio siglo. El odio es como la fe. No entra dentro de los parámetros de la lógica en la batalla discursiva. En esas lides, el votante de ultraderecha no necesita argumentos. Para muestra un botón: ayer asistí a una discusión en la que un votante de VOX defendía que era una barbaridad hablar sobre la masturbación en libros de texto para niños de 10 años, pero no lo era votar para no investigar a la Iglesia por los miles de casos de pederastia. ¿Qué argumento puede esgrimir uno ante tamaño dislate moral e intelectual? Es imposible. Frente al monolítico dogma, no hay dato o razonamiento que valga.

Pero dejando atrás las generalidades sociológicas, uno debe atender a qué factores lograron encender este fuego. En ese sentido, creo que el debate de las elecciones madrileñas que se produjo en los estudios de la Cadena SER fue, además de uno de los grandes errores en la carrera de Pablo Iglesias, un punto de inflexión esencial para el futuro del partido de Abascal, no solo electoralmente, sino también dialécticamente. Aquel día la fe ganó a la razón y eso supuso, para un líder como Iglesias y especialmente, para un partido como Podemos, un golpe durísimo que evidenció el descomunal error estratégico que cometió la formación morada.

A lo largo de media hora, asistimos a una pelea de recreo bochornosa entre una señora que no creía (ni cree) en la democracia y un señor que convirtió a los que no creen en la democracia, en su caballo de batalla, olvidándose de todos los que sí creemos y las pasamos, las estamos pasando y las vamos a pasar muy putas. Aquello se acabó pagando, y de forma especialmente dura para Iglesias que, agobiado por las encuestas, utilizó su futuro político como chantaje para aquellos que aún creían en su proyecto: o me votáis o me voy. Esa decisión, dejando de lado su consustancial narcisismo, respondía más a un profundo y lógico agotamiento personal y político que a la creencia de que se podía gobernar en Madrid: era una huida hacia delante, un todo o nada. La puntilla para Iglesias llegó con su decisión de largarse del debate, un gesto que no era más que un símbolo de lo que luego pasó tras las elecciones. Sean cuáles sean las razones que llevaron a Iglesias a renunciar a su puesto político y las prebendas posteriores, nadie podrá negarle nunca la honestidad del gesto y las razones que le llevaron a hacerlo. Pocos políticos pueden, en este país y en el final de su carrera, presumir de esa coherencia para con su discurso e ideología. Y para ninguno, además se ha fabricado un lodazal mediático y político tan inmoral, agobiante e impune en 40 años de democracia.

Pero hay algunas cosas que sí podemos achacar a Iglesias, y una destaca por encima de todas: dejó de confiar en la inteligencia de su electorado potencial, utilizando a VOX como muleta electoral constante, estrategia pirotécnica esta que, con el tiempo, se mostró tan poco eficaz como agotadora. Ese fue, en mi opinión, el final de un Iglesias que, pese a ofrecer un programa electoral bien trabajado, no logró remontar la sangría electoral del partido y se olvidó de la didáctica, la estudiada calma y la inteligencia que le habían caracterizado, para trasladar la lucha al vertedero de lo mediático e intentar convertirse en el rey de un barro, en el que por muchos golpes que des, acabas siempre tan manchado que la gente ya no sabe distinguirte de un rival que ya solo por recibir tu atención, ha ganado la batalla y la guerra.

El problema, y esto es lo preocupante, es que tras la marcha de Iglesias la estrategia en Podemos no ha virado ni un milímetro, con la sana excepción de Yolanda Díaz que se desmarca del proyecto de UP, pero que sigue sin conseguir deshacer ese guirigai catedralicio en el que uno no sabe quién manda ni hacia dónde se dirige el partido.

Mientras tanto, el electorado de izquierdas mengua a velocidad de crucero con narcos, cada vez más huérfano de claridad y liderazgo. Algo difícilmente explicable con un PSOE que, tras cesar los ecos de La Internacional post-electoral, vuelve a posicionarse en el centro del tablero, impulsado por personajes como Robles o Albares, que uno no sabe si eligieron partido a los chinos o al pito pito, gorgorito.

Las elecciones se acercan, con los vientos de la inflación impulsando a un Feijoo, en el que muchos querían ver a un nuevo Suárez, pero que unas pocas semanas de actividad política han desnudado para mostrarnos a un tipo blando, con la oratoria de Rajoy y el cerebro y las ansias torpes de poder de Casado, "cualidades" estás que muy probablemente le bastarán para mudarse a la Moncloa y contener por 4 años a Ayuso, pero ojo, como Isabel, Feijoo precisará de la piara ultra, porque sí, es cierto, el electorado de derechas votaría a un botijo vacío con tal de echar a Sánchez, pero una cosa es eso y otra muy diferente, creer que el gallego va a hacer desaparecer la base electoral altright.

Frente a esta situación y revisado el esperpento del último debate electoral para las andaluzas (lo de Olona fue especialmente vergonzoso, es decir, maravilloso para el votante ultra), uno no puede evitar volver a hacerse la misma pregunta que se hizo Unamuno: ¿Cómo hemos llegado a esta situación, en la que una panda de racistas, homófobos, clasistas y básicamente, malas personas, tienen posibilidades reales de influir en nuestro futuro? Y lo que es más importante: ¿cuándo entenderemos que no combatir al fascismo es tan irresponsable como convertirlo en un espectáculo dialéctico de masas?

Gramsci dijo: "la inteligencia política es saber cuándo luchar y cuando ignorar. Son dos formas de combatir. Ambas igual de poderosas". Ya va siendo hora, creo yo, de dejar de infantilizar a tu electorado y de pensar que bajar al lodazal es una buena idea. Y ya va siendo hora también de que nosotros, por nuestra parte, dejemos de caer en provocaciones de gente tan sumamente incapaz, porque a fuerza de hacerlo, nos estamos hundiendo en una fosa de fango tan pegajoso como adictivo, olvidando que combatir al fascismo nada tiene que ver con salirse de un debate radiofónico como hizo Iglesias en su momento, ni con discutir en redes con un fascista como hacemos casi todos, sino con proponer, apoyar y aplicar medidas que luchen por la igualdad y por sacarnos de esta pegajosa precariedad que ya dura demasiados años.

Todo lo demás son fuegos de artificio que tapan las preguntas y las respuestas que de verdad necesitamos. Todo lo demás es convertir la ética en desahogo, la ideología en ganar un debate y el mundo en esa distopía que progresivamente comienza a hacerse realidad.