Sobre los negacionistas, o la intolerancia a lo que es invisible

Sabemos que uno de los fenómenos sociopáticos más llamativos de esta pandemia es la extensión y tozudez de un colectivo de personas que se niegan a vacunarse. Hay quien se explica aduciendo que ni siquiera tal cosa, el virus, existe. La pandemia nos ha traído entre otros horrores bizarros el espectáculo de manifestantes adultos, gente perfectamente normal, sosteniendo pancartas con lemas negacionistas que se acercaban al delirio.  

No quiero traer aquí las explicaciones comunes que desde las posiciones de quienes creemos en el conocimiento científico, en un paradigma de pensamiento que está en la raíz de la cultura occidental desde la Grecia clásica, se están dando a esta sorprendente resistencia. Y no porque esas explicaciones del fenómeno no sean acertadas. Pongamos por caso la evidente y conocida relación entre estas ideas y el liberalismo libertario: personas que rechazan la idoneidad de cualquier acción procedente del Estado, ese monstruo que esquilma a los buenos trabajadores y lo gasta de forma ineficiente y derrochadora. Es comprensible que odien tener que aceptar el salvavidas de la acción pública.

Muchos negacionistas no son lo que se entiende por freaks, al contrario son gente perfectamente integrada, estable, “gente normal”. Precisamente en esa normalidad podamos encontrar alguna pista que explique algo de su resistencia a aceptar este terremoto, esta quiebra inesperada del estado de las cosas. Que compartamos con ellos sociedad y espacios ciudadanos, tradiciones, orígenes culturales no significa necesariamente que todos nuestros planos de creencia sean compartidos. Igual que para los ateos nos cuesta asumir que nuestro vecino tenga fe, crea ( ¿realmente cree?) en la existencia de Dios, la Virgen y el resto de la corte celestial, y sin embargo podemos pertenecer al mismo equipo de fútbol, enamorarnos de la misma persona e incluso votar lo mismo, los que creemos en la verdad de la ciencia, en que las leyes de la física o la biología van más allá de nuestras creencias y percepciones personales, que están por encima y son más potentes y eternas que nuestra existencia particular, que las conclusiones de la ciencia sobre lo que es posible o imposible forman parte del marco mental que utilizamos para vivir, podemos estar equivocandonos al dar por seguro que los demás comparten esto que creemos evidente. 

Para nosotros la intrusión de la pandemia, un fenómeno extraño, inesperado en la vieja rutina previa a enero de 2020 pudo ser rápidamente metabolizada, encajada y asumidas sus consecuencias en nuestra vida personal porque creemos en la jerarquía de las relaciones causa-efecto que nos indica la ciencia. O mejor dicho creemos en la jerarquía que la ciencia determina de lo que puede suceder: sabemos que ante todo estamos sometidos al imperio que marca la física, a nuestra naturaleza de mamíferos con fecha de caducidad, a nuestra dependencia de las leyes dominantes de la biología, la caducidad, la contingencia. Si hemos leído sobre la grandes epidemias del pasado ( la peste, el cólera, la gripe española), si tenemos alguna noción, aún básica, de lo que es un virus, el sistema inmunitario, etcétera podemos concebir como razonable que algo de esto se repita en nuestro presente. 

Y sin embargo para muchos de nuestros vecinos, la realidad es su vida cotidiana, pero es sólo esa vida cotidiana, dibujada en un plano fijo, en las fronteras aparentemente inmóviles, “normales” del mundo de diciembre de 2019. No había nada más allá de lo concreto, de lo palpable en sus vidas tal como eran vividas; trabajo, familia, amigos, placeres y displaceres humanos, en el mismo plano de existencia, múltiple y a la vez limitado a lo que se puede ser vivido.

 Las referencias abstractas que se alejaban de ese círculo de lo tangible ( conceptos como la ciencia, la historia, la alta política, los cambios globales) son palabras que apenas tienen consistencia fuera del momento en que hubo que tratar con ellos, cuando tocó estudiarlos, en los colegios e institutos. Como los antiguos que creían que más allá de las columnas de Hércules el mundo se acababa en una línea perfecta y abrupta, lo real y lo cotidiano mantenían para ellos una estricta relación biunívoca. 

Y es que la creencia en lo que no puede ser visto es un asunto problemático. Quienes dicen creer en Dios (¡o en los Santos!) lo saben. Nunca se está seguro de lo que significa en realidad la palabra creer. Pues bien muchos conciudadanos padecen de esa fragilidad , esa insustancialidad en su creencia para con ciertas abstracciones como son las que se supone forman parte del pensamiento académico. 

El virus supuso para muchos una intrusión, un ser inesperado, inesperable, que no tiene rostro ni se puede palpar ni golpear, que agrieta el espejo que tan bien enmarcaba su mundo, su trabajo, su familia, su ocio. Un virus, ese fantasma etiquetado con nombres extraños, que nos es comunicado por lejanos personajes ( ministros, microbiólogos, ¿quién había visto antes a un virólogo? ….), cabezas parlantes como la de los burócratas impasibles de un relato de Kafka. Una sorpresa impensable como una invasión alienígena, o para los más reacios directamente una mentira, un cuento de alguien malintencionado. 

En los cuentos de terror, lo que asusta del fantasma es que es el heraldo de la existencia de un plano de la realidad que antes desconociamos.Es un aparecido, un ser que sobrevive a lo imposible, a la muerte; procede de un lugar del que nada sabemos y que decide caprichosamente hacer una excursión letal por nuestra cotidianidad. Lo horrible no es su aspecto, sino su incongruencia con nuestra presunciones de lo que es real. El virus para muchos ha tenido este efecto de aparición repentina, de espectro ominoso.

Lo interesante es que los negacionistas han invertido la relación enfermedad/terapia, proyectan estas características de extrañeza y amenaza no en el agente infeccioso sino en las vacunas. Son las vacunas las que son peligrosas: inoculan algo ajeno y peligroso. 

Por ejemplo, una de las ideas delirantes que subyace al rechazo de la vacuna es el temor a ser envenenados, a la mancillación de la pureza del cuerpo: la vacuna contiene metales pesados, imanta el cuerpo, incluso introduce un chip. Como en las viejas películas de extraterrestres, se teme la inyección, la invasión del cuerpo, la aducción. Diría el viejo Jung, que aquí se revuelven viejos arquetipos que enraizan con lo demoníaco.

¿Por qué se da esta inversión entre enfermedad y terapia? ¿por qué lo que protege del agente invasor es temido más que la enfermedad? Porque los negacionistas están entregados a esta inversión de las causas y los efectos: Lo que les parece intolerable es que vivir en este nuevo mundo nacido en diciembre de 2019 les exija tener que aceptar vacunas, normas sanitarias impuestas por policías uniformados, restricciones globales, miedo e incertidumbre. Encontrarse con el virus depende de la mala suerte, del azar, pero la vacuna se plantea prácticamente como una obligación, la imposición de una intención humana sobre el cuerpo propio. 

 La explicación entonces puede ser un plan demoníaco ( o fascista, o comunista, el calificativo es un matiz que depende de cada ideología personal) de hombres ocultos . El virus es un pretexto. Es el efecto, no la causa. Que pregunten en el laboratorio de Wuhan. La existencia de metales pesados, de chips es conveniente, es la demostración (?) de esta intencionalidad oculta. El virus es un mcguffin del mal para justificar la imposición de un propósito, porque ¿quién puede creer que algo tan insignificante, invisible puede obligarnos a destruir nuestra cómodas vidas de ayer, nuestros viajes, las reuniones con los amigos y familiares, a perder el orden lógico y natural? Tiene que ser algo más importante, más poderoso e intencional que un simple “bicho”. 

La reacción colectiva de los negacionistas tiene precedentes históricos, en la Edad Antigua y Media. Las epidemias, las pestes eran interpretadas como consecuencias de la maldición, producto del pecado colectivo de una sociedad, o de un enemigo interno como los judios. Es decir consecuencia de actos intencionados, culposos de una voluntad divina o humana. El mal sucedía porque alguien deseaba el mal. Por eso para los negacionistas invierten causa y efecto. Porque la causa no puede estar libre de intención. El azar, el accidente, la impersonalidad de la causa del daño son inaceptables. Porque para aceptar el accidente como causa de un mal hay que colocar antes al ser humano en lugar subordinado, en el que las leyes del mundo no se rigen por los deseos o actos humanos, sino por las leyes sordas y ciegas de la física y la biología. Hay que colocar al ser humano en una posición en el que lo cotidiano es una cápsula frágil y estrecha.

Todo esto fué asumido tras el triunfo de la ilustración y el pensamiento racional en la edad moderna por la cultura oficial. La pregunta es hasta qué punto eso mismo forma parte de la naturaleza de lo que es real por esa categoría que llamamos el individuo “normal y corriente”. Porque lo llamativo de los negacionistas contemporáneos es que viven en un mundo que ya ha pasado por allí, que ha superado el momento histórico del encuentro con Pasteur, el microscopio, la epidemiología y la ciencia médica.

Esta resistencia, este no poder asumir el saber científico heredado como el terreno de partida del sentido común es quizá más fuerte de lo que esperábamos. Porque es el miedo y la rabia por perder lo que se cree ganado (nuestra segura vida cotidiana del primer mundo) lo que desgasta con facilidad ese barniz de racionalidad adquirido durante la educación.

 La capa protectora de la cordura acumulada por siglos de conocimiento es más leve, más quebradiza de lo que nos gustaría.