El vulgo en los tiempos del coronavirus

Hace siglos (e incluso décadas) era común que una turba analfabeta, pisoteada y llena de odio se apelotonara allí donde un preso iba a ser ajusticiado públicamente, o donde un represaliado político acababa de ser detenido por sus ideas. Lo de menos era la causa por la que se le detenía o ahorcaba. Lo verdaderamente importante era el placer de poder escupirle e increparle.

El vulgo, eternamente cubierto en las heces defecadas por los gobernantes, vomitaba todo su odio y sus frustraciones y, por un momento, dejaba de sentirse en lo más bajo de la escala social, pues encontraba a alguien aún más oprimido y vejado que ellos mismos, y de ese modo podía sentirse, por unos segundos, como aquellos reyes, generales y obispos que diariamente les exprimían, y que eran los mismos que ordenaron ajusticiar o detener al chivo expiatorio.

Estas imágenes me vienen a la cabeza cuando veo a alguna maruja arrabalera o algún gañán asalvajado insultando desde su balcón a gente que pasa por la calle. No hablo de que insulten a un grupo de jóvenes plantados en mitad de la calle haciendo botelleo...hablo de que gritan e increpan a un anciano que camina rápidamente por la calle desierta, o a una chica con una bolsa en la mano.

¿Quién soy yo para increpar a nadie? ¿Acaso sé los motivos por los que esa persona está en la calle, si va al trabajo o ha salido por alguna necesidad? ¿Qué derecho tengo a erigirme en patético agente de la autoridad y juez que condena sin saber? Lo lógico es que, si creo que se está infringiendo la ley y tengo elementos de juicio suficientes para afirmarlo, llame a la policía y deje que ellos se encarguen. Pero yo no soy quién para insultar ni dar órdenes a un desconocido, máxime cuando ni siquiera sé por qué está en la calle.

Bajo el falso civismo de este vulgo moderno, está el mismo veneno de las turbas que tiraban piedras a los ajusticiados. Aburrimiento, bajeza, frustración por sus miserables vidas y ansia de sentirse importantes. Y lo malo es que, para prevenir y superar las crisis, hace falta ciudadanía y no vulgo. Ciudadanía que, por ejemplo, evite que el gasto en sanidad de España sea ridículo en comparación con el alemán, y que mientras allí tienen 29,2 camas de cuidados intensivos por cada 100.000 habitantes, España sólo tenga 9,7. Por eso sí merece la pena gritar, pero tengo la certeza de que quienes vomitan su bilis desde las ventanas nunca lo harán.