Relatos cortos
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Estupor (un relato MUY breve)

El capitán se acercó al intercomunicador y le gritó al buzo:

-¡Sube inmediatamente! ¡El barco se está hundiendo!

Y el buzo reinventó el encogimiento de hombros.

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Cosas de baúles

Cuando yo tenía once años, murió mi abuela, muy viejecita y enferma ya, y entonces llegó la hora del reparto de la casa, los enseres y demás. Para mí fue muy emocionante, porque por fin pude echar un vistazo a todos aquellos arcones de madera, con pinta de contener tesoros, que nunca me habían dejado inspeccionar a gusto.

El más secreto de todos era el arcón de la habitación de la abuela, y allí me dirigí, aprovechando que los mayores seguían en la comedor. El baúl estaba lleno de sábanas bordadas, colchas medio apolilladas, ropas de luto y un montón de cosas más del mismo tipo. 

Desilusionado, iba ya a cerrar el baúl cuando localicé a tientas un objeto más duro y dediqué todo mi empeño a desenterrarlo de entre el ajuar de la abuela.

No fue fácil, pero al final saqué un envoltorio de tela que contenía una tetera y una lata metálica de té. Y me extrañó, porque el abuelo siempre fue aficionado al café y aún había por casa media docena de cafeteras.

Tenía sólo once años, pero antes de enseñar el hallazgo a los mayores recordé de pronto uno de esos cuentos que a veces contaba mi padre, y pensé que quizás no fuese del todo inventada la historia del vecino inglés, vendedor de biblias, que desapareció sin dejar rastro y al que todo el mundo creyó regresado a su país después de no haber conseguido vender ni un solo ejemplar en siete largos años que pasó recorriendo la comarca.

No era nada, pero el otro baúl, el grande del salón, ya no me apeteció explorarlo.

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Nadie dormirá esta noche

Sí, ¿pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la Rue de la Huchette?

Sólo son rumores, sólo palabras transmitidas de boca en boca, de beso en beso, entre transgresión y abandono. Rumor entregado por los labios carnosos de la niñera al mentón bien rasurado del sacerdote; palabra apenas esbozada que pronunciaban los labios de la esposa fidelísima sobre el pecho del mozo de almacén; secreto confesado por la dependienta al gran doctor. Palabras de olvido, de indigencia moral, de pasión mal reprimida encarnada en liviandad para escapar de su asfixia y extrañar otros temblores.

Esta noche nada puede ser real, ni los abrazos que se prestan ni los ojos que se huyen en la oscuridad mal conseguida de una ciudad en guerra que reluce demasiado. Ya no hay miedo a la aviación, ni se asustan las matronas con los estruendos lejanos de los obuses teutones: vuelve la claridad cuando menos se necesita, cuando todos quisieran ser sólo manos para abrazar y cuerpos estremecidos en ese hiriente placer, en la caricia resentida y voluptuosa de los que se odian a sí mismos. 

Es la noche en que nadie puede avergonzarse de sus actos, la noche en que nada importa, porque alguien entro en Sevres y se llevó en un gran saco las medidas y los pesos, las barras de platino e iridio con que antes se cuantificaba el mundo, los termómetros, las escalas y las conciencias. La conmoción es demasiado grande para que alguien se preocupe aún por el decoro: cuando se pierde el orgullo se abandona también toda contención, todo recato. Cuando se pierde el orgullo, sólo queda por defender el animal, y el animal humano se debate en el fango, entre espasmos de rabia, semen, saliva y bilis. 

Esta noche se perdió la autoridad. Nadie se atreve a mandar, ni sirven las cerraduras, ni existen lugares santos. Esta noche todo vale porque todo perdió valor: los cálices son copas y las banderas son trapos, las leyes cantar de ciegos y el vecino anciano una oportunidad de obtener un buen botín sin riesgo y sin esfuerzo. Hoy los lobos son más lobos para el otro. Hoy los otros son infierno, purgatorio y paraíso, sin lindes que los separen.

Esta noche corre el fuego, entre los ladrillos de las esquinas, desgastados por el roce de los carros, en los adoquines demasiado pulidos y los látigos de los cocheros. Esta noche corre el fuego, entre las prostitutas que no lo son, porque el miedo todo lo iguala, y los clientes que no pagan, y los chulos que se miran los nudillos entre copa y copa, entre cerveza y cerveza, entre la espuma derrotada de su arrogancia de ayer.

Esta noche la ciudad aguarda, como un muchacho en posición de firmes al que se la ha prometido una bofetada. Y sabe que el golpe llegará, pero el profesor camina en torno suyo, apostrofando su falta; a veces se detiene y mira cara a cara al alumno, pero espera. Prefiere esperar. Sigue con su clase y entre explicación y explicación vuelve a pasar al lado del muchacho, y lo hará hasta que la bofetada sea recibida con alivio. 

Esta noche el enemigo espera fuera, celebrando su victoria y preparando el desfile del día siguiente. Hace días que aguarda en los arrabales, en los castillos y en los palacios, en las fértiles landas donde cazaban los reyes y se reunían los jacobinos. Espera porque sabe que ha vencido sin luchar y que no hay ninguna prisa para tomar posesión de lo que se entrega con mansedumbre. Espera porque se siente amo y no sólo vencedor. No habrá fusiles en las ventanas, ni trampas en los recodos. No habrá más granadas que las que vendan los fruteros ni más luchas cuerpo a cuerpo que las libradas entre las sábanas de las que prefieran a los vencedores. Habrá fotografías y desfiles, y paseos junto al Sena, y un gobierno de agua con gas para reírles las gracias y ejecutarles los muertos. Y treinta o cuarenta chivatos por cada triste partisano que quiera sacudirse el yugo.

¿Para qué darse prisa?

París es ciudad abierta. Una ciudad que los suyos entregan sin defender. París no es siquiera una ciudad mártir, ni una ciudad derrotada, ni una víctima de la guerra. Es ciudad abierta, madre entregada, novia vendida, botín graciosamente ofrecido. Regalo y no conquista.

París es ciudad abierta porque prefirió ser ramera antes que matrona despeinada.

Sobre las tablas ennegrecidas del salón bailan abrazados el joyero y la modista, el locutor de ojos enrojecidos y la pálida maestra de latín. Bailan como bailaron siglos antes las víctimas de la peste y los feriantes hambrientos. Un aragonés republicano, hasta las cejas de vino, baraja sus documentos sobre la mesa sin hule arrumbada en una esquina. Tuvo que marchar de España, y no sabe adónde irá. Al infierno si es que existe, y si no a crearlo de una vez, que buena falta va haciendo. Con los párpados cargados por el sueño y el alcohol mira a su alrededor mientras recuerda su tierra, y piensa que en España no hay ciudades abiertas, como no sea en canal. Recuerda entonces en la voz de un maestro viejo y mal afeitado una frase de Galdós: Zaragoza no se rinde. La recuerda palabra por palabra, y pelando dignamente con la borrachera logra ponerse en pie:

—Y entre los muertos habrá siempre una lengua viva para decir que París sí que se rinde, y sin disparar un tiro —grita antes de caer de bruces sobre la mesa.

Pero nadie le escucha. Todos bailan. 

El tabernero con la esposa del banquero. El abogado con la niñera. 

Todos bailan a la espera de la bofetada. 

Nadie dormirá esta noche. 

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El colega que se hizo cura (una historia real)

Los cuadros idílicos están muy bien para colgar en una casa confortable, con ventanas de cristal doble, para colgarlos encima de un radiador mientras se mira bien calentito como cae la nevada fuera.

Pero a veces hay que ser honrado con uno mismo y pensar que en esa casa vive alguien, y ese alguien las pasa canutas. Los campos nevados y solitarios son sólo para las postales.

El habitante de esa casa es un ganadero que tiene que segar medio año para tener hierba con que alimentar a sus vacas cuando el paisaje se pone a punto para pintores. La vista es la que se observa desde la casa de un cura amigo mío, un cura al que, si le haces la broma de que vive como un cura, te da de comulgar por lo civil: sin contemplaciones. Y si quieres, vas y le cuentas lo de la otra mejilla, que verás lo que tarda en responderte que tampoco él espera resucitar al tercer día.

No es de extrañar que se lo tome así: ser cura en las montañas de León, con catorce parroquias que atender, y dos años sin celebrar una boda ni un bautizo, no es para endulzar el humor de nadie.

Lo peor son los entierros. Esta semana no ha habido ninguno, y con la nevada se agradece. Se ve que la gente no se quiere morir con nieve para no causar molestias. La gente de esta tierra es así de considerada.

Pero a veces, hasta los más respetuosos, tienen que morirse, y a Vicente, que es como se llama mi amigo el cura, lo avisan para que vaya a enterrar al día siguiente: con nieve, ventisca, caminos que sólo tuvieron tiempos mejores cuando los romanos sacan oro en estos montes, y lobos que ignoran que también los curas son especie protegida.

Hace tres años, cuando destinaron a Vicente a estos andurriales, a un buen señor se le ocurrió la idea de morirse un doce de enero. Había esperado noventa y un años y no pudo esperar a la primavera. Hay gente para todo.

El médico avisó al cura, y Vicente se presentó la tarde siguiente con su flamante sotana, misal, hisopo y estola de gala. Era su primer entierro.

Pero cuando llegó al pueblo se encontró con que enterrar al difunto Alipio no era decir los rezos: se trataba de enterrarlo textualmente, porque nadie en todo el pueblo tenía edad ni fuerzas para cavar una sepultura.

Medio pueblo estaba reunido en el cementerio. Veinte personas. Mil quinientos y pico años en total. Así que Vicente les echó un vistazo, se quitó la sotana, pidió un mono e trabajo, y allí estuvo tres horas dándole a la pala, auxiliado por los aplausos de los más ancianos y la mano que pudieron echarle, quitando tierra, algunos menos achacosos.

Tres horas tirando de pala. Luego vuelta a la sotana, misal, agua bendita, estola y requiem. Y cada vez que decía "descanse en paz", le tenía envidia al muerto.

A él en el seminario le habían icho que el ritual de los funerales era otra cosa. Lo de la pala debía de ser cosa de herejes. O de putos ateos.

—Y yo con mi misal hice el gilipollas, madre —me contaba luego Vicente con una sonrisa, parodiando a Xavier Krahe.

Por eso, el que le dice que vive como un cura se arriesga a que le pase algo.

Por eso, los cuadros como este, son mejor cuando están bien enmarcados, sobre una pared. Siempre sobre una pared. 

Si los ves por la ventana, mala cosa. 

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A, JAT, con un abrazo.

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Sujétame el cubata (4)

Viene de aquí: www.meneame.net/story/sujetame-el-cubata

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El año que acababa de empezar, después del de las piscinas, fue el de los rusos y el de los italianos, gracias a los complementos de las rubias, morenas, pelirrojas teñidas y demás variantes incluidas en las piscinas. Los de la cuadrilla del voldka querían ver cómo podían entrar en el negocio de las chicas de alterne y los del vino rosado con burbujas también. Cada uno con sus maneras y sus manías, diferentes pero parecidas. O parecidas pero diferentes, que no es lo mismo.

Ese año tuve que darle uso a la nariz de mala manera. Entre mis sesiones de cama con Inés, las nuevas sesiones a escondidas con Ana, mis negocios particulares y los que me encargaba Enrique, si no hubiera sido por la coca habría muerto. Aunque en realidad creo que ya estaba muerto pero no me había enterado. Siempre había intentado mantenerme lo más lejos posible del maldito talco, pero a la fuerza ahorcan. Y conste que me sentaba fatal, pero era cuestión de estar siempre activo y alerta. Menuda mierda.

Conseguí convencer a Ana de que planear cómo liquidar a Ernesto no era fácil y además peligroso. Muy peligroso. Así que había que pensar un plan mortal pero a prueba de muertes, las nuestras. Y mientras tanto quedábamos los lunes, miércoles y viernes en... ¿Cómo se llamaba aquel hotelito? Hotel Conde, Hotel Duque, Hotel Marqués... algo así, no lo recuerdo. Quedábamos allí tomando todas las precauciones, cada uno iba por su cuenta y con su coche. Yo, además, dejaba el mío aparcado dos calles más allá, por si acaso. Había elegido ese sitio para dejar el coche porque había un café que tenía dos entradas en calles diferentes. Me tomaba un copazo y después de mirar siete veces que nadie me había seguido, salía por la otra calle y de ahí andando al Hotel Conde o cómo coño se llamara. Allí hacíamos planes para liquidar a Enrique y como todos tenían algún fallo volvíamos al tajo del camastro. Supongo que ella lo hacía para motivarme y que pensara un plan sin fallos, un plan perfecto. Motivado estaba, eso seguro. Aunque ella a veces olía a Enrique. Me daba igual. La gracia es que todos mis planes tenían más agujeros que un colador. A mí me hacía gracia, a ella no tanto.

Un día de esos le pregunté por qué demonios quería cargarse a Enrique. Me dijo, en ese tono inocente que me jodía tanto y que usaba para que me cabreara, que también quería que la ayudara a llevar su dinero a Suiza. Le pregunté que de cuánto estábamos hablando. Por reirme un rato. Dos maletas. ¡La leche! Pregunté la cantidad de dinero y me habló de dinero al peso. ¿Cómo tenía tanta pasta? ¿De dónde la había sacado esa muerta de hambre? Entonces se puso seria. Cuando Ernesto ya no estuviera entre los vivos y su dinero estuviera fuera y seguro, me lo contaría.

Inés tenía un apartamento en el centro de la ciudad, un sitio de decoración educada, colores convenientes, jarrones chillones, cuadros que parecían pintados al gotelé y mucha luz natural. Un lujo. En una de esas charlas, mientras ella preparaba la cena, salió el tema de que mis orígenes y mi crianza en una familia tan destruida habían sido los culplables de mi manera de ser y de actuar. Estaba hasta los cojones de esa mierda de salvación religiosa, como si yo estuviera mal y ella estuviera bien. Hasta los cojones. Ese día le conté varias cosas con la intención de que dejara de darme el coñazo con lo de que me podía redimir y convertirme en alguien bueno para la sociedad. ¿Bueno para quién? Vamosnomejodas. Y además, bueno... ¿para qué? Así que le conté que Guillermo, el del barrio, el de la meada en la herida había estudiado magisterio y había sacado oposiciones en un colegio de otro barrio chungo y que allí seguía dando ejemplo de que se puede salir del barro si uno quiere y se esfuerza. Muchas veces, cuando volvía al barrio a cualquier mierda pensaba que le tenía que dar una paliza a Guillermo, por lo de sacarse la chorra y mearse en la pierna cuando éramos críos. Pero como me gustaba que fuera maestro y tratara bien a los niños, decidí perdonarle los huesos. Los iba a necesitar en el colegio. También le conté que mi casi hermana Gloria, digo casi hermana porque hacía muchos años que mi padre estaba desaparecido en combate y el único que podría haber preñado a mi santa era el de la sotana de los sábados. Menudo pájaro trayendo comida y de paso trajinándose a mi puta madre. Bueno, pues Gloria empezó trabajando de cajera en el supermercado del barrio, uno cutre, y llegó a encargada y después la contrataron de jefa de área de una cadena grande dedicada a eso. Simago. Se había casado con un contable honrado y tenían dos chiquillos. Había salido del barro. No sé si le quedó claro que no era mi caso y que no tenía la más mínima intención de ser mejor, que no tenía ni repajolera idea lo que quería decir ser mejor persona y que lo que era, fuera lo que fuese, me parecía bien. Muy bien. Inés abrió la botella de vino y la puso en la mesa. Me dijo algo que no entendí muy bien. Así que lo apunté en un papel, que tengo aquí delante, está viejo, sucio y tiene manchas de vino pero... dice: “Jesús dijo: Si puedes creer, al que cree todo le es posible.” Marcos nosequé... que ya se ha borrado lo que ponía. Las tonterías de Inés.

Un día, no sé cuándo pero hacía frío, así que supongo que todavía sería invierno. Ana, después de un revolcón, me dijo que ya sabía cómo se podía hacer. Y, coño, qué plan más retorcido se le había ocurrido para liquidar a Enrique. Me veía ya sin los lunes, miércoles y viernes de diez a una en el Hotel Comosellamara. Me explicó que le había prometido hacerla modelo de pasarela, así que debíamos esperar a que consiguiera lo suyo y después seguir el plan de cómo liquidarlo. Al menos, de momento, no perdería esos tres días a la semana de venganza. Sí, con Ana era sexo de venganza. No voy a explicar eso, cosas mías que tampoco importan mucho. Si queréis más explicaciones, os jodéis, que no las voy a dar.

Enrique me encargó lo de los rusos y los italianos, que negociara con ellos lo de entrar en el negocio de los complementos. Me dio el caramelito de que además pusiera en marcha parte de mi idea de lavado de dinero con licencias de taxis y peluquerías, que dejara de momento las empresas de reformas. No pregunté por qué había que dejar fuera a los del ladrillo. Uno ya sabe cuándo debe preguntar y cuándo cerrar la boca.

Sabía que me daba eso para ver cómo me las organizaba, también sabía que se blanquearía poco dinero, pero que ya harían números los suyos del traje de chaqueta a final de año. Me estaba diciendo que como la cagara, que me fuera buscando un hoyo donde esconderme o donde enterrarme. Como estaba tan motivado porque ya había perdido el olfato y tenía la nariz como un cartón, puse en marcha el sistema con seis licencias de taxis y una docena de peluquerías que lavaban, secaban y planchaban la pasta sin ningún problema para los inversores. La cosa era muy sencilla, como las peluquerías pagaban por módulos y los taxistas también, se compraban licencias de taxis por encima del precio de mercado, el taxista que vendía se llevaba una pequeña comisión más lo que valía la licencia a precio real, una parte en blanco y la otra en oscuro. Se pagaban los impuestos legales y una parte del dinero ya queda limpio como una patena. Luego, se contratan a dos pringaos por taxi que harán turnos para tenerlo el máximo de tiempo en la calle y en movimiento, se les pagaba una parte del jornal mensual en sobre y con dinero más negro que mi alma y la diferencia de sus carreras diarias para nosotros. Se facturaban gastos y demás puñetas, lo justo para que no cantara. Además de tener una pequeña flotilla de pringaos en taxi, tenías sus licencias que podías vender cuando quisieras. El mismo sistema con las peluquerías, sólo que aquí se incluía compra de local, nunca alquilar. Una parte la pagabas en negro y el resto en blanco, contratas a peluqueros a precio de saldo y al poco te encuentras con que tienes varias peluquerías dando salida legal a dinero oscuro, tengan o no clientela. Facturabas cada año lo justo para que pareciera real y la diferencia para nosotros.

Dimitri se llamaba el cabrón del ruso, un tipo duro pero maricón. No marica, no, maricón. A mí siempre me ha dado igual esto, cada cual hace lo que quiere con su cuerpo y con el de los otros, pero este hijodeputa malnacido maricón era muy hijodeputa. Carlo era el italiano, otro tipo duro más cabrón que el ruso y eso ya era difícil.

Nos vimos la primera vez en el club de Enrique, que nos presentó y dejó en mis manos cómo llevar a buen puerto lo de los complementos de las piscinas. Allí nos dejó a los tres mientras se echaba unos hoyos con algún pez gordo de la costa, y perdía, claro. A propósito, claro. El pez gordo lo sabía, claro.

Dimitri quería montar urbanizaciones enteras en un pueblo de la costa levantina que ya tenía localizado. El ruso quería incluir hombres, porque decía que había mucho ruso aficionado a lo suyo y que allí no estaba bien visto pero que en España era mucho más fácil. Carlo quería montar directamente puticlubs gigantes con neones y doscientas chicas traídas de medio mundo. Ya me estaba oliendo el marrón que me iba a tener que comer. Marrón oscuro. Muy oscuro. El italiano explicó que Enrique ya tenía la imagen de marca para el negocio: Ana. Me enseñó una foto de mi secretaria sin título. Así que el plan de hacerla modelo era ese. Por algo se empieza, pensé en su momento.

Ya por aquel entonces me había fijado en que a Enrique debió pasarle algo con Ana, porque la quería más con ropa que sin ella. Me entraron sudores fríos pensando que quizás ya sabía que la estaba jodiendo a sus espaldas. Pero ya no podíamos hacer nada. Ni ella, ni yo. Había que acelerar el plan para liquidar a Enrique.

 (Continuará...)

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Lo que está feo

Vivía solo, sin perro que le ladrase, ni gato que le maullara, ni vecinos estridentes que estorbaran con lereles o chunda-chundas sus reposadas lecturas. Vivía solo porque le gustaba aquella clase de vida, aunque sabía muy bien que tanto aislamiento y tanta oportunidad de darle vueltas a las cosas no le convenía para nada a su carácter. 

En realidad, lo que no le convenía en absoluto era su carácter. Su caso era uno de los muchos ejemplos que pueden encontrarse cada día de que no es verdad, ni mucho menos, que las personas vayan desarrollando poco a poco las costumbres y los mecanismos de actuación que les exige el entorno para enfrentarse a los problemas habituales. A veces, por vete a saber qué errores o que extravíos de la naturaleza, lo que se acaba por desarrollar, ¡y de qué manera!, es el modo de tener cada vez más presentes los problemas y más lejos la solución. En el caso de Gonzalo, el mecanismo era particularmente eficiente para atraerle la clase de relaciones y amistades que sólo podían causarle disgustos y quebraderos de cabeza.

Aquella noche, entre unas cosas y otras, se le habían hecho las once sin que encontrase momento para prepararse la cena: primero fue lo de Robles y luego aquella maldita llamada. Daba igual. El caso es que le habían quitado el apetito. De todos modos, en días menos atribulados que aquel 15 de noviembre, tampoco cenaba Gonzalo gran cosa fuera de una lonchas de embutido, un trozo de queso duro y alguna ocasional lata de conservas.

Aquella noche la cena era lo de menos. Le daba igual si quedaban o no huevos en la nevera o si las salchichas estaban caducadas. Le daba igual absolutamente todo. Había llegado al extremo en todas las facetas de su vida: le tomaban el pelo en el trabajo, lo menospreciaba su jefe y le llamaba la mujer que le gustaba para decirle que no podría quedar con él, como habían acordado, porque se le había estropeado el vídeo y no podría grabar el capítulo de esa noche de vete a saber qué serie idiota.

Había planeando al milímetro sus palabras y su actitud para la oportunidad de aquella noche y ella no sale porque se pierde el capítulo de una serie. El colmo. Aquello había sido el colmo.

Después de pasear unos minutos por su habitación tratando de poner algún orden en la leonera de sus pensamientos, Gonzalo se sentó, cogió un folio y un bolígrafo y se dispuso a escribir.

No había empezado aún cuando pensó que la ocasión requería algo más solemne, así que se levantó de nuevo, fue hasta el salón, cogió la pluma con punta de oro, abrió un frasco lacrado de tinta, llenó la pluma y se sentó de nuevo, listo, ahora sí, para escribir:

Sr. Juez:

Comprendo que estará hasta la coronilla de que todos los depresivos de la ciudad se dirijan a usted en circunstancias como esta. Comprendo también que en vez de esta clase de misivas preferiría recibir cartas de secretas admiradoras citándolo a usted a las diez en punto delante de la fuente de la Plaza del Grano. Pero ya ve: la vida es así y hay que aceptarla como viene o pedir un visado para el Otro Barrio en la embajada del Infierno, que es lo que me dispongo yo a hacer en cuanto acabe esta carta.

Por cierto: debo confesarle que el arma que utilizaré no está legalizada; me la vendió por diez dólares un paramilitar serbio hace unos cuantos años durante un viaje por Europa, pero para cuando usted se presente por aquí dudo mucho que esté yo en condiciones de ser procesado por tenencia ilícita de armas.

No sé si a los casos de suicidio siguen algún tipo de investigación, pero por si así fuera, quiero dejarle las cosas lo más claras posible para que no tenga que molestarse en indagaciones. Además, me repugna la idea de que alguien se dedique a escarbar en mis asuntos, incluso después de muerto. Los muertos también tienen su intimidad, pienso yo.

Por tanto, para ahorrarle pesquisas y quebraderos de cabeza, le diré que no tengo más deudas de juego que una cena que le debo a un compañero de trabajo porque tampoco este año ascendió la Cultural. Como ve, mi vocación de suicida viene de lejos. Tampoco padezco ninguna enfermedad incurable distinta de la mala leche o la caspa, ni se trata tampoco de que me haya dejado mi novia. ¡Ojalá tuviera yo una novia que pudiera dejarme!

Lo que ocurre es que soy feo. Feo con palio, esclavina, butafumeiro y monaguillos revestidos: feo de solemnidad. Por supuesto, a usted esto le parecerá una tontería sin importancia, pero usted nunca ha ido a una farmacia a comprar un par de cajas de preservativos para usarlos como globos en una despedida de soltero y le han advertido que caducan en el dos mil nueve; usted nunca ha tenido que escuchar cómo su vecina le dice al niño que se lo coma todo o vendrá el señor de arriba y se lo llevará.

¡Oh, por supuesto! Usted dirá que el físico de una persona no lo es todo, que en realidad no se trata más que de un detalle circunstancial que no nos hace ni mejores personas, ni influye en nuestra valía, nuestra inteligencia o nuestra sensibilidad; me dirá que esas y no la apariencia física son las cualidades verdaderamente importantes, y yo, pobre hombre racional y lógico, le contestaré una vez más que sí, que tiene razón, como tantas veces he hecho ya cuando las personas a las que he confiado mi angustia recurrían a tan trillado razonamiento para animarme un poco. 

Le diré que tiene usted toda la razón, que es cierto que soy capaz de emocionarme con la música como seguramente no lo logra la mayoría de la gente, que leo y entiendo libros sólo accesibles para unos pocos, etc., etc., pero en el fondo de mí quedará la amargura del que se sabe injustamente condenado y es consciente, además, de que no hay tribunal al que apelar.

El problema reside en que ser feo supone una insalvable barrera inicial que impide llegar a un punto donde eso no tendría ninguna importancia. Para mí, la vida sin amor es algo vacío, horrible, y la fealdad me ha reducido a la soledad igual que un secuestrador reduce al silencio a un niño. Yo puedo ser un gran hombre, pero para demostrárselo a una mujer antes he de conocerla. Ha de surgir la mutua simpatía, la conexión de caracteres, luego la amistad y de ahí se pasa al amor a través de la atracción física.

Cuando se es feo es difícil conocer chicas que no te miren como una simple atracción circense. El día que, finalmente, te encuentras una que consciente e inconscientemente (¡ahí está el problema!) te considera humano, lo normal es que piense en ti como alguien que necesita ayuda, como una buena oportunidad de realizar su buena acción de la semana; en los rarísimos casos en que aparece una persona que ve en ti algo más que una oportunidad para desgravar purgatorio, el resto de los pasos, hasta la amistad, se dan sin ningún problema, pero al tratar de avanzar un poco más surge de nuevo el muro, alto, poderoso, para decirte que tu amiga, esa amiga que te ha costado las lágrimas de cien desilusiones y fracasos, nunca ha pensado en ti más que como un buen compañero de tertulia, porque es incapaz de sentir otra cosa.

Es como si el mejor violinista del mundo estuviera postrado en una silla de ruedas y hubiera una docena de escalones para acceder al Teatro de la Ópera; ¿dejaría por eso de ser un genio? No, pero de nada le serviría, y tendría que pasarse la vida tocando el violín en la salita de su casa, soportando seguramente las quejas de algún vecino con sensibilidad de hormigonera.

Y si además de feo eres pobre, o al menos no lo suficientemente rico como para entregarte a las manos de la cirugía estética, estás condenado a perpetuidad.

En mi caso, lo más curioso es que cuando me miro a un espejo no veo mi cuerpo como algo más mío, más personal de lo que pueda ser mi abrigo, mi paraguas o mi reloj; ¿está acaso la esencia de mi yo en mis enorme orejas?, ¿lo está en mi larga y ganchuda nariz? No, no lo está. La esencia de mi yo está en el espíritu, si es que los feos tenemos espíritu, y el cuerpo no es más que el envase que lo contiene. Pero, ¿que haría el vino si en vez de embotellarlo en cristal lo envasaran en un material maloliente y todo el mundo lo juzgara olfateando el recipiente?, ¿puede el vino dejar de ver el mundo poblado de sombras sin escapar de ése infame encierro?, ¿puede escapar de él sin romperlo?

No, no puede. La única salida es hacer añicos la botella para que su contenido pueda fluir libre, y mostrar, aunque sea sólo por un instante, su verdadero aroma. Puede usted tacharme de melodramático si lo desea, pero creo que más vale un final brillante que todo un languidecer miserable, entre las risas más o menos contenidas de un público demasiado vulgar para una tragedia y demasiado pretencioso para un sainete.

Me siento como un vino de marca y de cosecha envasado por error en un cartón miserable y voy a acabar ahora mismo con esa situación.

Respecto a mi lastimoso envase, se lo dejo a la Universidad, y como aquí no hay facultad de Medicina, se lo dejo a la de Veterinaria. A lo largo de mi vida todo el mundo me ha considerado un bicho raro y justo es que mi cuerpo tenga el fin de un bicho raro.

En cuanto a las cuestiones que puedan surgir y que yo no haya previsto, quedo a lo que disponga la legislación ordinaria.

Nada más. Con el deseo de que este caso no le haga trabajar demasiado, se despide atentamente

Gonzalo Pozuelo

Después de firmarla, Gonzalo releyó tranquilamente la carta, la dobló, la introdujo en un sobre y la dejó sobre su escritorio; luego, fue hasta el cajón de su mesita de noche y sacó un revólver con cachas de nácar; lo abrió y comprobó que, como siempre, estaba cargado con tres balas.

Sacó las balas de sus huecos y las volvió a colocar, dejando espacios entre ellas: no quería estar seguro de encontrarse con una bala a la primera. Quería que su decisión de quitarse la vida fuese una resolución meditada y no fruto de una casualidad o de un arranque. Quería tener la oportunidad de disparar dos veces si la fortuna así lo decidía, porque son muchos los que en un momento de coraje son capaces de apretar el gatillo una vez, pero no tantos los que se sienten capaces de repetir el gesto. 

Luego cerró el revólver e hizo girar el tambor. Nunca había ido al casino, pero el sonido le recordó de todos modos al de la bola saltando en los obstáculos de la ruleta.

Amartilló el arma y respiró profundamente al tiempo que llevaba el cañón a la sien derecha. Estaba frío, terriblemente frío, como si no fuera un vulgar trozo de metal sino un ser maligno preparándose para adueñarse de una vida.

La mano le temblaba cada vez más y corría el riesgo, el peor de todos, de acertar sólo a medias el disparo. Vio la carta sobre el escritorio y decidió bajar a echarla al correo: así ya no habría marcha atrás posible. 

Se llegó hasta la cocina para buscar un sello; los guardaba en un bote de mermelada, pero no recordaba en cual. Tardó unos minutos en encontrarlo y cuando lo hizo, lo pegó en el sobre con saña y sin cambiarse calzado bajó a la calle. 

El buzón se encontraba a sólo cincuenta metros de su portal, pero aún tuvo tiempo de mojarse: llevaba todo el día lloviendo y en ese momento comenzó a llover con más fuerza. Gonzalo pensó que lo último que el faltaba era coger un catarro, pero recordó que estaba a punto de matarse y pensó que sería una buena jugarreta para los virus, o los bacilos, o lo que fuera que acechaba para extenderse por su cuerpo y hacérselas pasar canutas durante unos días.

Regresó a casa escuchando el blando chapoteo de sus zapatillas sobre la acera mojada, echó mano al bolsillo para comprobar que no se había olvidado las llaves y al encontrarlas dio un suspiro de alivio.

Después de cambiarse de calzado volvió al salón y tratando de no pensar en nada, ni siquiera en el vivificante fresco de la calle, cogió de nuevo el revólver. Aunque no tuviera público que pudiese repetirla, buscó una frase que sirviera de despedida, pero no se le ocurrió ninguna acorde a las circunstancias. Cerró los ojos y se llevo el arma a la sien.

El dedo le temblaba nervioso sobre el gatillo. Gonzalo pensó que lo mejor sería sentarse y lo hizo sin apartar la pistola de su cabeza.

 Pasaron unos segundos, luego sonó una gran detonación y acto seguido un golpe seco producido por el revólver al caer sobre el suelo de madera.

Gonzalo miraba preocupado al techo, pensando en cómo explicaría aquel agujero al dueño de la casa.

 ——***—— 

I I 

Algunos han oído contar que aquella noche Gonzalo acabó suicidándose porque los vecinos, al escuchar el disparo, llamaron a la policía, y en cosa de unos minutos estaban a su puerta dos agentes, el casero, y el presidente de la comunidad. Así, al pensar en el tumulto que estaba a punto de formarse, en lo que dirían de él al día siguiente, y en la cantidad de explicaciones que tendría que dar, pensó que lo mejor era pegarse un tiro y no tardó en encontrar las fuerzas y la determinación que le habían faltado la primera vez.

La historia no es mala, pero las cosas sucedieron de otro modo. Puedo asegurarlo porque soy amigo de Gonzalo y sé muy bien que no ha muerto. Se mudó de casa, sí, y como coincidió que se habló de un disparo (porque la cosa al fin se supo) con que no lo volvieron a ver por el barrio, no hubo quien desmintiese el infundio de que se había suicidado a la segunda.

Todo podía haber terminado sin consecuencias, con una cucharada de yeso y tres brochazos de pintura blanca aplicados al techo, de no haber sido porque unos cuantos días después del suceso Gonzalo recibió una carta con membrete del juzgado.

Como era habitual en él, había olvidado completamente la misiva que envió al juez en un momento tan malo como el de su intento de suicidio, y mientras ascendía a toda prisa por las escaleras, ansioso de abrir la carta, pasaron por su cabeza toda clase de ideas amenazantes. No ignoraba que el intento de suicidio era un delito y, aunque podía negarlo todo, prefería no tener que pasar por el enredo que sin duda era capaz organizar la maquinaria judicial. Y además estaba lo del revólver, que tampoco era para tomárselo a risa, así que no es extraño que casi se pusiera a temblar cuando pensó que podía haber despertado a las fieras de la justicia.

Con manos inseguras abrió el sobre y comprobó, aliviado, que la carta había sido escrita en dos folios en blanco sin ningún membrete y la firmaba un tal Toribio Rodríguez, sin más añadidos de cargo o título. Eso, sin duda era buena señal, porque ni siquiera el juez más estricto, te mete un paquete a título personal.

Después de mucho pedírselo, Gonzalo me hizo un día una fotocopia de la carta en cuestión, así que ahí va:

Sr. Pozuelo:

Ignoro si la depresión que a buen seguro padece ha menoscabado sus facultades mentales o si la carta que reposa ahora sobre mi mesa es producto de una discapacidad menos puntual. En cualquier caso, su tono y contenido han bastado para impulsarme a darle respuesta después de comprobar que, al fin y al cabo, no había usted llevado a término sus funestas intenciones. Es mi deber felicitarle por ello.

Ciertamente, como su perspicacia adivina, estoy hasta la coronilla de que todos los depresivos de la ciudad me dirijan cartas como la suya; también los neuróticos, los neurasténicos y buena parte de los majaderos en general, pero le aseguro que incluso eso es mucho mejor que ser citado a la diez de la noche en la fuente Plaza del Grano por una anónima admiradora, sobre todo por la clase y calidad de las mujeres que suelen convertirse en secretas admiradoras de un juez de mi edad y condición.

En cuanto al arma, haría usted bien en desprenderse de ella a la mayor brevedad, porque sabiendo de dónde salió no es difícil adivinar dónde irá a parar, contra usted o contra otro, y las consecuencias, negativas en cualquier caso, que de su utilización resultarán para su persona. No voy a decirle aquello de que las armas las carga el diablo: las cargan las personas, y por eso son aún más peligrosas.

Para su información, y a título didáctico, me complace informarle de que en los casos en que se puede determinar fácilmente que una muerte ha sido voluntaria, la Administración de Justicia procura ahorrar el dinero de los contribuyentes omitiendo investigaciones posteriores. Cuando una persona ha decidido matarse, la Administración no siente curiosidad alguna por sus razones; si existe Dios, que el interesado se las cuente a Él, y si no existe, que se lo cuente a las chimeneas del crematorio. Por otro lado, no deja de extrañarme la repugnancia que dice usted sentir porque alguien se inmiscuya en sus asuntos cuando tan galanamente los airea. Si a usted le molesta más que alguien hurgue en el cajón en el que guarda sus calzoncillos que en los miedos de su espíritu, sus motivos tendrá y me reservo mi juicio sobre ellas.

En lo que respecta a las razones que alegaba usted para su nunca consumado suicidio, le diré que, efectivamente, considero su autodeclarada fealdad un móvil de escasa sustancia, o al menos, de escasa sustancia si se valora aisladamente.

Celebro que su sensibilidad le permita emocionarse con la música y que su cultura e inteligencia pongan a su alcance lecturas de alto nivel, pero observo, si me lo permite, que toda esa cultura y esa sensibilidad no le han bastado a usted para liberarse del peso que la opinión de los demás ejerce sobre su ánimo. Afirma usted que la vida sin amor es una vida vacía, una horrible desgracia, y a buen seguro debe de tener razón cuando se ama tan poco a sí mismo como para pretender matarse. Sin embargo, cuando describe la barrera que la fealdad supone, barrera que de sobra conozco, se olvida de su sensibilidad y de su inteligencia, esas mismas cualidades que más adelante encarece. Si fuera su talento tal como usted generosamente lo valora, a buen seguro hallaría usted la manera de saltar ese muro, y aun de utilizarlo como mecanismo defensivo. Pero, por lo que deja usted entrever en su carta, su problema reside en que enfoca sus deseos precisamente sobre aquello que no puede conseguir, defecto además de legítimo, común, pero defecto al fin y al cabo. Su problema, Señor Pozuelo, es que nació usted para guapo y no lo es; nació usted para rico y no lo es tampoco, y en vez de sacar partido de su supuesta inteligencia para ser primero rico y luego guapo, se entretiene en escribir majaderías y enviarlas al juzgado, distracción que por esta vez me parece bien porque también yo me distraigo, pero que sin duda le acarreará grandes complicaciones si comete la torpeza de repetirla en el futuro.

Porque, señor mío, si el mejor violinista del mundo estuviera imposibilitado en una silla de ruedas y hubiera una docena de escalones para acceder al Teatro de la Ópera, esté usted seguro de que el violinista encontraría a quien le ayudara a franquear ese obstáculo, aunque sólo fuera por el placer de colaborar a la consumación de una gran obra. Sólo si el violinista fuera de la misma pasta y talante que usted se pasaría las horas tocando en el salón de su casa, entregado a la autocompasión y a la vagancia, si es que hay alguna diferencia de fondo entre estas dos llagas morales.

En cuanto a su segundo ejemplo, a lo que sucedería si el vino, el mejor vino, estuviera encerrado en una botella maloliente y la gente lo juzgara olfateando la botella, no parece usted darse cuenta de que eso no redundaría más que en beneficio del vino, pues en tales circunstancias sólo podría acabar en la mesa de un verdadero entendido, de una persona que supiera saltarse las apariencias para llegar al fondo del producto. Siguiendo su analogía le recuerdo que, no en vano, muchos de los mejores quesos y todos los champiñones se producen en lugares pestilentes.

De todo lo antedicho deduzco que sus penurias, que ni conozco ni me importan, provienen de su falta de talento, de su incapacidad para atraerse amistades que le convengan y de fiar todos su anhelos en la opinión de las mujeres, pues no alcanzo a comprender cómo le puede perjudicar su extremada fealdad en los ambientes masculinos.

Concluyendo: a usted no le va mal porque sea feo; a usted le va mal porque es idiota.

Sinceramente, demasiado incluso

Toribio Rodríguez

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“Oh, be a fine girl–kiss me!”

Acaba de entrar el otoño y la tontería de las hojas secas en el paseo, lo de los árboles tiñéndose de colores pardos y el olvido del calor del verano, tonterías que evitan recordarnos lo frágiles que somos. Esos eran los pensamientos desordenados que enmarañaban a María aquella mañana fría y ventosa. Incluso parecía que llovería y no se había acordado de coger un paraguas. Visualizaba el paragüero lleno a rebosar de plegables comprados de urgencia en cualquier bazar, como varas inertes de un árbol cilíndrico negro y bronce, también comprado en la tienda de la esquina, ni era bonito ni práctico, pero le daba mucha pereza dedicar el tiempo a buscar uno que luciera en la entrada de la casa.

Apretó el paso para no perder el autobús; si perdía el de las siete no había otro hasta las ocho y llegaría tarde al trabajo; no quería oír las quejas de su jefa de sección, con esa voz aguda y molesta. “Maldito otoño”, pensó apretando la mandibula y arrebujándose en el jersey de entretiempo que sabía que cargaría al mediodía cuando apretara el calor. Miró al cielo buscando pistas sobre las nubes y su posibilidad de descargar lluvia fina, tormenta o aguacero. Podría mirar en el móvil el tiempo, aunque de unos años para acá no acertaban mucho. En cuanto estuviera sentada en el autobús lo miraría. Sabía que camino al trabajo había varias tiendecitas donde podría comprar otro plegable más para su colección de desmemoria, otra rama más en aquel árbol con forma de paragüero.

Vio que ya había una incipiente cola en la parada y aceleró discretamente para no ser de las últimas y tener que ir de pie todo el camino. Últimamente había notado el aumento de jóvenes y mujeres en esa línea, suponía que la crisis tendría algo que ver, eso y que los estudiantes habían vuelto a sus clases. Recordó sus años de universitaria, y por un instante se trasladó a las aulas y al olor característico de esas salas impersonales y llenas de energía juvenil, ese fulgor que parecía iluminar toda la estancia, esa efervescencia mezcla de ilusión y ganas.

Cuando llegó el 155 ya se veía que había mucha gente en su interior, así que se hacía a la idea de tener que ir de pie todo el trayecto. Repasaba mentalmente la ruta, recordando los lugares de interés que marcaban su ruta diaria a la ida. La Plaza de Chamanes, más conocida como Plaza del Miedo, por las gárgolas que decoraban aquella casona del siglo dieciocho; luego la Avenida de Miscato, esa con tres carriles a cada lado; mas adelante el Parque del Buen Suceso y finalmente su parada en la Calle Valeriano Domínguez. Por fin se puso en marcha el vehículo y como pudo buscó un sitio cómodo donde agarrarse ya que el autobús iba muy lleno.

María no se había fijado en que un hombre se le había acercado desde atrás, asiéndose a la barra superior del vehículo. En su mundo no se había fijado ni en el hombre ni en su cercanía, hasta que lo evidente se hizo obvio. Sin mediar palabra, se cambió de posición enfrentando cara a cara a ese hombre sudoroso y que olía a perfume barato. A esos perfumes de saldo que usan las personas de saldo en sus vidas de todo a cien. El hombre, en su cincuentena, dándose cuenta de su desafiante actitud, apartó su cuerpo y fue a colgarse de otro perchero menos agradable para el molesto “caballero”, al que María suponía una vida fustrada, de esas con soledades enfermizas y pensamientos circulares. Ella, segura, le miraba la nuca intentando comprender como un roce sexual podría suponer la diferencia en la vida de esa persona, cuando el máximo placer era el deseo compartido, amoroso, tierno o enérgico, pero compartido. Se dió la vuelta y continuó mentalmente la ruta, treinta minutos más de traqueteos y baches, de olores extraños, de personas en una confluencia tan extraña como compartir unos momentos vitales de transporte a ninguna parte, o a alguna parte donde volvía la realidad de la calle, de la acera, de los edificios, de los portales, del lugar donde se accedía para hacer cosas y que nos pagaran por ello, por hacer esas cosas, a veces absurdas, a veces con mucho sentido social o económico, nunca se sabía, nunca se terminaba de entender. A ella le gustaba su trabajo. Una joven a su lado tenía unos auriculares puestos y se podía intuir la música que estaba escuchando, se preguntaba si ahora, de repente, tantas consultas de medición de la audición tenían algo que ver con el uso y abuso de esas lentejas metidas en lo más profundo de la oreja escuchando a todo volumen el éxito del momento o la tontería de moda, que para el caso era más o menos lo mismo.

Ahora se le venía a la cabeza una canción de David Bowie: “Heroes” y recordaba la voz atiplada del señor de los ojos raros. “We can be heroes. We can be heroes. We can be heroes just for one day. We can be heroes...” Podemos ser héroes. Podemos ser héroes. Podemos ser héroes al menos un día. Podemos ser héroes. Y María pensaba que no era lo que soñaba haber sido, pero era lo que debía ser, para lo que estaba dotada. Los años de estudio, las basuras mentales que había sufrido para terminar su tesis doctoral, porque era de clase humilde, de esa clase que te condiciona toda tu vida, seas buena o mala. De esa clase que te obliga a ir en autobús y no en ese coche con chófer uniformado. Le importaba bien poco.

Con un siseo de frenos, el autobús se detuvo en su parada.

Miró al edificio de cafés modernos, aburrida, uno con nombre insípido y en inglés, siempre en inglés. Se desvió en la primera esquina, y como todos los días pasó la mirada por el rótulo de la calle: Constelación Andrómeda. Ahora olía el aire a hierba y a esos nogales aburridos pero centenarios. Al fondo, su trabajo. El edificio con forma de herradura gigante, blanco, pulido, moderno. Un perro comenzó a ladrar al lado de un árbol y su dueño, indolente, lo miraba mientras hablaba por el móvil. Ajeno. Tan ajeno al viento otoñal y a la caída de las hojas, como un extraterrestre que viniera de Plutón... Eso le hizo recordar todo el trabajo que tenía acumulado.

Marcó con su tarjeta el lector de acceso al edificio. Aburrida. Esperando que algún día no la dejaran entrar y se fuera a pasear entre los nogales, pero eso jamás ocurría. Saludó al vigilante de la puerta, ese hombre con cara de esfinge que no se sabía si sonreía o maldecía. Manuel, cree que es su nombre, pero tampoco estaba segura, podría llamarse Sebastián o Eleuterio porque era una de esas personas invisibles a propósito, por definición. El pasillo olía a lo de siempre, asepsia pura. Su despacho al fondo a la derecha, como los lavabos en los bares, siempre al fondo a la derecha. Despacho. Un eufemismo de cubículo. Suspiró pensando que al menos nadie la molestaría en sus horas de trabajo, nadie.

Abrió la puerta con su tarjeta, un clic simpático le anunciaba que podía entrar en su santuario. Allí, de nuevo, como cada día, miles de imágenes de galaxias lejanas, de puntitos absurdos para el profano, para ella eran lugares que catalogar, clasificar, ordenar, decidir si era una conocida o desconocida, si pertenecía a un grupo o a otro, si era un cuásar o una estrella de neutrones o un agujero negro, simple clasificación. La vista le fallaba pero nadie lo sabía y había engañado a la prueba mensual del departamento. Seguía queriendo mirar a muchos años luz de nuestro planeta, seguía pensando en todas esas mujeres que descubrieron tantas cosas en los años sesenta, aunque ella tampoco quería ser una de esas famosas, sólo quería hacer su trabajo. Tantos años de carrera, tanto trabajo en su tesis doctoral. Tanto sufrimiento para poder mirar a través de unas imágenes de lugares tan lejanos, mezclado con gente en un autobús, personas que no sabían que ella era testigo y exclusiva observadora de todo lo que nos rodea, esas pequeñas luces que de noche nos dicen que somos una mota de polvo en un mar negro de silencio.

Se sentó y abrió la carpeta de nuevas imágenes. Puntos iluminados en un fondo negro mate. Estas eran de la Enana de Sculptor. Brillantes luces a clasificar. Se puso los anteojos de aumento y suspiró. Aquel hombre del autobús, qué solo debía estar, qué desgracia tener que abusar de ese contacto ilícito y sucio para existir. Qué desgracia sabiendo que somos un grano de arena en medio de negrura.

María se concentró en el cúmulo de estrellas que debía clasificar, astros situados a 290.000 años luz, tan lejos... tan absurdamente lejos. Su trabajo era maravilloso. Sus miedos extraordinarios, pero volvió a darse ánimos pensando en aquellas pioneras, todas ellas contaron y catalogaron estrellas a finales del siglo XIX. Recordaba que fue la propia Annie Jump Cannon la que ideó un sistema de clasificación estelar en siete categorías alfabéticas que daban una secuencia de temperaturas: O, B, A, F, G, K, y M, donde la letra O correspondía a las estrellas más calientes y las del grupo M, las más frías. Cannon usaba una regla nemotécnica que ayudó a muchas generaciones de astrónomas y astrónomos venideros: “Oh, Be A Fine Girl–Kiss Me!”. “¡Oh, sé una buena chica, ¡bésame!”.

El ordenador hacía una primera clasificación y ella y sus expertos ojos decidían si el programa se había vuelto loco o si había acertado; anotaba cada coordenada, el nombre técnico y su categoría, todo eso pasaba al gigantesco mapa estelar que el Instituto de Astrofísica publicaba cada año y compartía con otras agencias mundiales. Desvió la mirada hacia la ventana de su despachito, una lluvia fina comenzaba a entelar el cristal. Abrió el último cajón de su mesa y allí estaba. Un paraguas plegable del invierno pasado. Otro más.

Continuó mirando y admirando las imágenes del día... ahí estaba A3-4III/IV, majestuosa, hermosa y pequeña. Amplió la imagen hasta lo que parecía, a ojos profanos, un borrón de luz informe y que para ella era un universo entero. Suspiró pensando que el universo entero cabía en su pequeño despacho.

Afuera el aguacero se ponía rebelde. Hoy tendría que desayunar en la cafetería del planetario y aguantaría las bromas idiotas de Manuel, o la charla insulsa de Ángel o las nuevas fotos de las gemelas de Ana. Se fijo en el cúmulo de estrellas sin clasificar que tenía ahora delante y, sonriendo feliz, canturreó “¡Oh, sé una buena chica, ¡bésame!”.

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Cuestión de tiempo

-¡Flotando a la deriva en medio de ninguna parte, sin comunicaciones exteriores y con el soporte vital justito para cuarenta y ocho horas! -bramó Hans Firstkerchief, dando un puñetazo en la primera consola que tenía más a mano.

-Señor, yo no necesito oxígeno, no me afecta el vacío, ni... –dijo el robot con la voz sincopada que era el hazmerreír de la nave y fuente de los chistes más procaces que la tripulación compartía en sus ratos de ocio... y de trabajo.

-¡Genial, eso es de mucha ayuda, chatarra parlante! -interrumpió Hans al locuaz ingenio mecánico de la nave-. Como si no tuviera suficientes problemas ahora mismo.

El robot se encogió de hombros haciendo un ruido de servomotores parecido al graznido de una rapaz. Técnicamente hablando, en Base Luna lo llamaban ingenio de inteligencia cuántica, modelo “TAL3”. Conocido en la nave como: “Tonto a las tres”.

¡Skooc! ¿Dónde demonios estás? ¡Te necesito en el puente como para ayer o así! –gritó exaltado por el comunicador de la nave.

-Ejem, señor, ejem... Voy para allá, señor... No pensé que pudiera ser de mucha utilidad y... –La vocecilla del tímido Kilian Skooc sonaba siempre igual, era la duda personificada, nadie sabía cómo había conseguido el puesto de ingeniero jefe.

-Skooc, no me jod... –comenzó a decir el capitán, mientras apretaba los puños y su rostro se tornaba de un color pálido tenso mientras las venas del cuello pugnaban por salir a través de la piel como tuberías embotadas en sangre-. ¡Y tú también, ”Mec”, sube al puente inmediatamente!

-Capitán, señor, para su información, el sindicato está negociando ahora con los de mantenimiento de motores... –En un susurro, como esperando no contrariar a los mismísimos dioses, el primer oficial John Alonso se dirigió a su superior con la cabeza inclinada.

-Por todos los... ¿Es que no puedes decirles que no es el mejor momento para estar negociando chorradas? ¡Estamos parados o a la deriva, que ya ni lo sé, delante de un agujero en el espacio de origen desconocido y me vienen con las horas libres del convenio...!

-Ya, lo comprendo, señor, pero el vocal del sindicato...

-Está bien. Está bien. Total, los motores no funcionan –dijo Hans encogiéndose de hombros dando por perdida la batalla.

-Sí, capitán... –respondió el primer oficial dudando si hablarle sobre las quejas por el horario de turnos de comida y las nuevas peticiones del sindicato sobre el color de los monos de trabajo del personal de mantenimiento de motores o dejarlo para otro momento.

-”Mec”, cuando usted tenga a bien, responda a los mensajes del capitán de la nave.

-Sí, señor... Quiero decir, perdone, capitán, voy para allá...  –respondió a través de los altavoces de la sala de mando la cantarina voz de la oficial científica, María Elena Cozina, más conocida como “Mec”.

-Bueno, ¿qué sabemos del agujero ese? –preguntó al aire el capitán mirando a través del ventanal frontal de la sala de mando. En realidad, la imagen era la de varias cámaras situadas en el casco exterior que proyectaban sobre un vidrio con nanopartículas las imágenes procesadas, creadas de tal modo que daban la impresión de una ventana al espacio.

-Señor, la mayoría de los sensores no funcionan... –respondió la menuda encargada de comunicaciones, Naoko Asuka, con su vozarrón de barítono.

-¿Y los datos anteriores al fallo de los instrumentos? –suspiró Hans cerrando los ojos por un instante intentando no perder la calma.

-Capitán, mis sensores detectan una distorsión cuántica del tipo variedad diferenciable semi riemanniana con un tensor métrico de signatura alfa en el tensor de curvatura de Ricci marcando una hipersuperficie de Cauchy –dijo el robot moviendo los brazos como si estuviera dando una disertación a una audiencia invisible. Como pasaban los segundos y nadie le contestaba, el robot volvió a hablar creyendo que no se le había oído-. Capitán, mis sensores detectan una distorsión cuántica del tipo...

-Ya lo he oído, ya lo he oído, pero estoy dudando entre estrangularte con una llave inglesa o preguntarte... ¡¿qué diablos es eso!? –estalló el capitán, cosa que era de esperar, porque aunque era un hombre curtido en mil y un problemas en el espacio, también era famoso por perder la paciencia a la velocidad de la luz.

-Pues eso exactamente, que mis sensores detectan una distorsión cuántica del tipo variedad diferenciable semi riemanniana con un tensor métrico de signatura alfa en el tensor de curvatura de Ricci marcando una hipersuperficie de Cauchy –dijo el robot en tono tan neutro que casi parecía que se estaba mofando del capitán.

-¿Y esa distorsión alfa singer con tensor cuántico en un hipermercado de curvatura qué es? –preguntó el capitán en un tono extraordinariamente coloquial y amable, como si estuviera a punto de desmontar al robot a mordiscos.

-¿Capitán? –respondió el robot, no entendiendo lo que se le acababa de preguntar.

-Señor, el robot se refiere a una fisura en el espacio-tiempo... –intervino “Mec” mientras abría manualmente la puerta del puente de mando, ajustándose el cuello de la camisa, comprobando que estaba bien abotonada, y el cinturón magnético a la cadera.

-No voy a preguntarte por qué tardabas en responder... –dijo el capitán cerrando los ojos esperando que al abrirlos todo fuera un mal sueño del que pudiera despertarse en una nave con una tripulación normal.

-Capitán, aquí Wachonski, suboficial de mantenimiento –dijo la estropajosa voz del fornido polaco a través del comunicador.

-Espero que sea urgente... –masculló Hans tapándose la cara con las manos.

-Señor, sí, capitán, era para comprobar si estaba usted en el puente de mando o aquí en la bahía de carga nordeste, señor... 

-¿Wachonski borracho otra vez? Suspende una semana de empleo y sueldo a esa esponja... –dijo imperativamente al primer oficial mientras éste tragaba saliva.

-Lleva un mes sin beber, capitán... –respondió John mientras esperaba no haber dicho lo que acababa de decir.

El capitán entrecerró los ojos mirándolo fijamente, tomó aire lentamente y lo expulsó en un remedo de relajación.

-Señor, tengo aquí a... a usted en persona y... quería saber a quién debo obedecer ya que... –volvió a decir por el intercomunicador el polaco aficionado a coleccionar figuritas de porcelana y resacas.

-Pásame con ese impostor y solucionamos esto antes de que te mande de cabeza a la celda A3, ésa que tiene goteras desde hace años y que el suboficial de mantenimiento... ¡no ha tenido a bien arreglar nunca! –respondió Hans con un evidente rastro de desesperación en la voz y una cara tan crispada que algunos músculos parecían cuerdas de piano.

-Aquí Hans Firstkerchief, capitán de la nave Zelestia, identifíquese –dijo a través del comunicador una voz que sonaba exactamente igual a la del capitán que ahora mismo estaba sentado en la sala de mando.

-Si es una broma, alguien lo pagará muy... muy... muy caro –dijo el capitán entre dientes y cogiendo aire lentamente.

 

La Zelestia tenía asignada la ruta Nibelungo 34 de los asteroides del grupo Hildas, desde la base minera en la Luna hasta el grupo de extracción situado en Gold122b, un asteroide tapizado en oro. La compañía minera, U.R. Mine Ltd. se encargaba de extraer cualquier mineral que supusiera beneficios para la compañía; iridio, oro, tántalo, molibdeno, todo era procesado por la ávida compañía. La nave, comandada por Hans Firstkerchief, tenía encomendada la misión de transportar piezas de repuesto y recoger restos de materiales inservibles, así que entre el mundillo minero la llamaban “La escoba espacial” en referencia a una arcaica serie de visovisión2D.

En algún punto entre Júpiter y los asteroides Iron557b y Gold215h, la Zelestia se encontró con una especie de desgarro en el espacio. “Eso es un siete y no lo que llevo yo en el pantalón”, dijo el cocinero de la nave, famoso por hacer vomitar a media tripulación.

Al acercarse a la supuesta rotura del tejido del universo, la nave perdió el impulso inercial y las comunicaciones exteriores, los motores se pararon y el soporte vital quedó limitado a cuarenta y ocho horas. A ojos vista, era como si el propio espacio estuviera desgarrado en zigzag y dentro de la rotura sólo se viera una negrura densa; la fractura podría medir unos cinco mil kilómetros de largo por quinientos de ancho. Justo antes de que la Zelestia se quedara sin energía, los sensores habían detectado un intenso pico energético y una copia desdibujada de la propia nave había atravesado el desgarro, como si fuera un fantasma, y había desaparecido por aquel agujero en la malla del continuo espacio-tiempo.

 

-Señor, si se ha producido una paradoja espacio-temporal y esa copia es usted... –intervino la joven oficial científica ajustándose aún más el entallado uniforme.

-El capitán debería ponerse algo para que podamos distinguir al nuestro del otro... –interrumpió Naoko, aparentemente distraída, como si hablara para sí misma.

-O pactar una palabra clave para saber que es él... -añadió el primer oficial con aire de seguridad.

-Los dos capitanes no deben entrar en contacto o el universo explotará –dijo “Mec” pensando en alguno de los holofilmes, de dudosa calidad, que veía a altas horas de la madrugada.

-¡Aún no sabemos lo que está pasando, demonios! Wachonski, dígale a ese supuesto capitán que venga inmediatamente al puente -bramó el capitán en el comunicador, mientras sopesaba la situación. Los segundos llegaron al minuto largo y seguía sin haber respuesta del suboficial de mantenimiento, así que Hans insistió al estilo de los capitanes que están a punto de perder la paciencia-. ¡¿Wachonski?!

-Ejem, señor, es que... eh... no puedo darle órdenes al capitán de la nave y tampoco me obedecería, así que... –contestó por el comunicador el suboficial sintiendo en lo más profundo de su ser que hiciera lo que hiciera acabaría arrestado por uno u otro capitán.

-¡Le ordeno que abandone el puente inmediatamente! La usurpación de un oficial al mando y el control sin autorización de una nave espacial se castiga con duras penas de cárcel –gritó desde el comunicador el otro Hans.

-Me cago en la... -exclamó el capitán, dando puñetazos al ritmo de golpe por palabra sobre el brazo derecho del asiento del primer oficial-. ¡El capitán de esta nave soy yo!

-Voy para el puente y espero que el equipo de seguridad ya esté allí -añadió el otro Hans por el comunicador.

-Capitán, aquí seguridad, nos dirigimos al puente... –dijo la voz del oficial de seguridad de la empresa SafeSpace, el hombre más gafe de la compañía y que había sido destinado lejos de la central para evitar “males mayores”.

-¿Capitán? –preguntó John al ver que éste tenía los ojos en blanco y parecía a punto de sufrir una grave crisis nerviosa.

-Estoy aquí, aunque no lo parezca, estoy aquí –dijo en tono quedo.

-A lo mejor no es mala idea ponerse algo para que lo reconozcamos, capitán... –añadió TAL3, conocido por su habilidad para meter en líos al primero que se le cruzara por delante.

-Está bien, está bien, me guardaré los galones en el bolsillo –añadió Hans maldiciendo en varios idiomas mientras guardaba los dos laureles dorados que rodeaban una pala, un pico y un planeta plateados, símbolo de capitán de astronave minera.

-Capitán, aquí seguridad, sólo tengo disponibles dos agentes, el resto tienen días libres por el convenio sindical... –dijo de nuevo la voz del oficial de seguridad, Roy Jessop, la única persona “famosa”, con muchas comillas, por haber sido alcanzado por un rayo en la Tierra no una, sino dos veces; recibir el impacto de un micro meteorito en la Luna justo en el visor del casco y por haber sobrevivido a dos inverosímiles descompresiones de trajes espaciales.

El capitán miró al primer oficial, éste se encogió de hombros, luego Hans cerró los ojos y se dejó caer en el sillón del puente de mando vencido por las circunstancias.

-Señor, las mediciones de la fisura fluctúan –dijo el robot en el tono más neutro posible.

-¿Cómo es que esta cafetera con patas sigue funcionado y el resto de los sistemas de la nave no...? –preguntó Hans al aire.

Un silencio incómodo llenó la sala. El capitán miró intensamente a “Mec”  y a Skooc después. La primera intentó distraer la respuesta mirando la ventana de observación donde se veía la fisura espacial. El segundo comenzó a rascarse el pelo sonriendo a Naoko y buscando una complicidad que no encontraba.  

-Interesante, parece que... –comenzó a decir TAL3 proyectando un holográfico que parecía la lista de los últimos premios de la Lotogalaxia.

-Ahora no, ahora no... –le dijo Skooc al robot entre dientes y negando con la cabeza.

-Rápido, poneos algo para que entre nosotros nos podamos reconocer –dijo a toda prisa la oficial científica.

-¿Por...? –preguntó John, estirando dignamente su uniforme.

-Ha cambiado de color por un instante –respondió “Mec”, experta en mezclar conocimientos científicos con ideas absurdas de relatos de bajísimo contenido técnico: “Avispas gigantes de Ganímedes”, “La reina de los cielos submarinos” o la conocida holoserie “Invasores de Terraplania”.

-¿Y? –preguntó Hans abriendo los brazos a modo de interrogación.

-No sé, pero en “Enterprise Wars” cada vez que...

-Capitán, mis sensores indican fluctuaciones estructurales en el continuo, se ha añadido energía a nuestro universo... -dijo el robot moviendo la mano como si estuviera controlando el tráfico.

¿Y? –volvió a preguntar el responsable de la Zelestia, ahora ya con gesto apático.

-Por si acaso -dijo “Mec”, totalmente convencida.

 

Sin que mediara más discusión técnica, Skooc se quitó la chaqueta y el primer oficial le dijo que eso no era suficiente, que tenía que ser algo más evidente, así que el ingeniero de la nave se quitó los calcetines, los anudó y se los puso en el cuello a modo de colgante. “Mec” cogió de una consola uno de los rotuladores usados en baja gravedad y se pintó la cara con motivos supuestamente étnicos. John, detrás de una consola, intercambió sus pantalones con los de Naoko. Al robot, Skooc le pintó la cabeza con spray de soldadura de color amarillo vivo. A todo esto, el capitán contemplaba atónico lo que estaba sucediendo en el puente de mando, donde sus oficiales parecían ahora escapados de alguna prisión mental de máxima seguridad, o peor aún, estaban actuando totalmente en serio. El ingeniero descalzo con unos calcetines rojos, manchados y sudados, a modo de pañuelo anudado al cuello. La oficial científica con la cara pintarrajeada como si un bromista la hubiera pillado dormida y le hubiera dejado formas absurdas en la cara, frente y cuello. Su primer oficial llevaba puesto un pantalón dos tallas menos, lo que le daba un aspecto de apretada morcilla zamorana. La oficial de comunicaciones llevaba unos pantalones dos tallas más grandes, anudados con un cable para que no se le cayeran. Y al robot le caían goterones de color amarillo por los hombros y el torso de aceropiel.

Todos miraron al capitán con la actitud de misión cumplida. Hans no sabía si echarse a llorar o a reír, el cerebro había entrado en un bucle difícil de sortear.

 

Hans Firstkerchief era conocido en la flota por muchas cosas, entre ellas su tenacidad, cierto que había resuelto bastantes problemas en los años que había comandado la Zelestia dando un puñetazo en la primera consola que encontraba, cosa que con la tripulación que tenía bajo su mando era la única opción razonable, la otra era matarlos lenta y dolorosamente. Opción que alguna vez había sopesado muy seriamente.

Las puertas de la sala de mando se abrieron con un gruñido metálico al ser accionadas manualmente ya que no había energía suficiente, la justa para mantener el soporte vital, la iluminación de emergencia y un par de áreas básicas. Dos agentes de seguridad, el mismo Roy Jessop y el otro capitán, perfectamente uniformado, entraron. Por un instante, el tiempo parecía haberse detenido, los que acababan de entrar se quedaron pasmados al ver la escena protagonizada por los allí presentes, una mezcla entre bufonada y locura a partes iguales. Hasta que los dos capitanes, señalándose mutuamente, gritaron al unísono:

–¡Arresten a ese impostor!

Los agentes se quedaron mirando fijamente a cada uno de los capitanes sin saber a quién detener. Hasta que Roy, en un arranque de convicción, intervino con voz ronca.

-Agentes, arresten a los dos capitanes en celdas separadas, hasta que se aclare este asunto.

-¡Usted no tiene la autoridad suficiente como para...! –comenzó a decir entre dientes el capitán sin galones, mientras apretaba la mandíbula con peligrosa presión.

-Señor... las celdas, como no se han usado en mucho tiempo... pues... –dijo uno de los agentes mirándose la puntera de las botas.

-Las goteras, las malditas goteras... –dijo Hans pensando en su querido suboficial de mantenimiento Stanislaw Wachonski y en docenas de maneras diferentes de lanzarlo al espacio. Sin traje espacial, claro.

-Bien, llegados a este punto debemos solucionar el asunto de la fisura espacial y que uno de los dos vuelva por donde vino –dijo el otro Hans con seguridad, calma y el tono justo de voz. Algo impropio del Hans de este universo, conocido por la tripulación por sus imperiosos cambios de humor.

-Como que uno de los dos... yo soy de este universo... de este continuo espacio-tiempo, maldita sea... –comenzó a decir el capitán sin galones, cuando fue interrumpido por el otro Hans.

-Quizás podríamos intentar usar la vela solar y alejarnos de los efectos de la brecha -dijo el sesudo capitán con aire de suficiencia.

-La vela solar... la vela solar... lleva guardada... ejem... tres meses en la bahía de carga... ejem... -intervino Skooc, mirando a todas partes y a ninguna en concreto.

-Una pregunta, capitán del otro lado, ¿su tripulación es igual que la mía? ¿O es mucho peor? –preguntó Hans negando con la cabeza, no dando crédito a lo que allí estaba sucediendo.

-Eficientes, leales, profesionales... Eso es lo que son, ahora mismo deben estar planeando cómo devolverme a mi universo, si es que es eso lo que ha sucedido.

-Entiendo –respondió lentamente Hans, mascando cada sílaba mientras una ligera sonrisa se le dibujaba lentamente en la cara.  

-¿Capitán? Espero que no esté pensando lo que está pensando, con el debido respeto... ejem... claro –intervino el primer oficial cogiendo aire entre las palabras debido al encorsetamiento que le producía la talla de pantalón que llevaba.

-Alonso, si supiera lo que se me pasa por la cabeza cada hora de cada día con la tripulación... –respondió Hans mirando fijamente a los ojos a John. Quien apartó la mirada sin saber qué responder.

-Bueno, se acabó la cháchara, vamos a ponernos a trabajar... la vela solar no funciona... ¿no es así? –dijo dando una palmada en el hombro al otro capitán.

-Sí, señor... –respondió Skooc en un susurro, mirando a cada uno de los capitanes, sin saber qué hacer. Mientras tragaba saliva esperando no tener que responder por qué estaba guardada la vela.

-Bien, no hay energía para casi nada, soporte para dos días y la de emergencia almacenada en las baterías iónicas de la zona de motores... –siguió el capitán con galones dando un puñetazo en la palma de la mano izquierda. 

-Eso es... –dijo el Hans de este universo, un poco aburrido de los resúmenes de su copia.

-Ya, señor, sí, pero ahora mismo hay reunión del sindicato con los técnicos de motores y... –carraspeó el primer oficial maldiciendo haber dicho exactamente eso en ese preciso instante.

-Un momento, si vamos a trabajar con dos capitanes en una nave, mejor nos ponemos de acuerdo nosotros antes... ¿se viene a mi despacho, capitán Hans de otro universo?

-Bien... Alonso, el puente es suyo mientras nos reunimos... –dijo con voz marcial el calco de capitán mientras se dirigía al despacho con paso firme.

-A la orden, señor.

Y ahora que caigo... ¿por qué están vestidos de esa manera? –dijo el jefe de seguridad, como si ahora hubiera tenido una revelación divina.

-Por nada en especial... ¿por qué lo pregunta, señor Jessop? –dijo “Mec” mientras colocaba la mano estratégicamente en la cara intentado cubrir la mayor parte de los garabatos que ahora decoraban su rostro.

-Traman algo, lo huelo... –Roy no quería soltar el hueso, había hecho presa en algo jugoso y se resistía a no tener razón.

-Qué perspicaz –dijo la menuda japonesa, mientras se miraba la uñas, hoy pintadas de un color marrón sucio que le daban un aspecto mugriento.

-¡No querían confundirse con la tripulación del otro universo! –exclamó por fin el jefe de seguridad abriendo las manos con incredulidad.

-Qué va... para nada... –volvió a responder Naoko, atusándose el pelo teñido de morado, jugando a parecer que no mentía mientras dejaba caer el hielo glacial de la ironía sobre la sala.

-Parece que sólo ha aparecido del otro lado el capitán Hans... –dijo John intentando liberar algo de presión de los ajustadísimos pantalones.

-Eso parece, de momento... –contestó “Mec” con falso dramatismo en tono enigmático y misterioso. 

-Puede que en el otro universo no tenga tanta mala suerte... –Reflexionaba el jefe de seguridad en voz alta, mirando a la fisura en el espacio.

-Gafe, Roy, eres gafe, lo tuyo no es mala suerte... –dijo Naoko negando con la cabeza, como si hiciera falta constatar lo que a todas luces no parecía, o no quería, asimilar Roy.

-Quizás en ese universo paralelo los humanos me respeten como el gran robot que soy... –TAL3 se había quedado mirando la brecha en el espacio-tiempo analizándola con infrarrojos, ultravioletas y luz visible. 

-Un momento, cómo es que sólo hay una copia de Hans... ¿por qué no hay copias del resto de nosotros? 

-Te repites, Roy... –respondió Naoko, levantándose de su silla para sacudirse la pereza estirando los miembros sin orden ni concierto.

Todos miraron a “Mec” mientras ésta comprobaba en su espejocam el resultado final de su creativo maquillaje en azul intenso y los garabatos que ahora decoraban su cara redonda y de mofletes generosos.

-¿Es a mí? –preguntó María Elena como si no fuera con ella.

-No le vamos a preguntar a Wachonski, ¿verdad? –intervino cáustica la responsable de comunicaciones, confirmando la histórica rivalidad que mantenía la japonesa con la mexicana por motivos desconocidos. Unos decían que era por el éxito de “Mec” entre hombres y mujeres de la Zelestia, otros decían que por pura envidia corporal y los más osados decían que era por amor no correspondido.

-Creo –intervino el robot- que la hipersuperficie de Cauchy posee ciertas características matemáticas relacionadas con la estructura causal, que no casual, de la variedad que representa este espacio-tiempo en concreto, por tanto en un espacio-tiempo con una región globalmente hiperbólica sería posible predecir cualquier evento futuro si se conocen una serie de parámetros iniciales sobre una hipersuperficie tridimensional si y sólo si...

-Resumiendo, que si la fisura es inestable en algún momento se cerrará...

-No exacta... –TAL3 intentó corregir a “Mec”, sin éxito.

-¿Y si no es inestable? –sin prestar atención a la cháchara del robot, Skooc lanzó la pregunta al aire rascándose el mentón pensativo.

-Moriremos por falta oxígeno en no sé cuántas horas, minutos y segundos... –intervino Naoko, mascando chicle abriendo la boca de par en par y cerrándola con un ruidoso castañeo de dientes.

-¿Y qué pasará con el otro Hans? –preguntó el primer oficial mirando primero a “Mec” y luego al robot.

-No tengo datos para responder a eso. Por un lado, no debería morir al venir de otro plano existencial paralelo pero al estar aquí y, si llegamos a perder el soporte vital y siendo humano, pues...

-Agentes, arresten a todo el puente de mando –Roy sacó de su funda el látigo neural, seguro, con voz recia y autoritaria.

-Soy el primer oficial, señor Jessup, ¿qué nueva tontería se le ha ocurrido ahora? Además, usted no tiene autoridad para... –John se ajustó la parte superior del uniforme con aires de autoridad.

-Confabulación para motín a bordo. Orden 7, Párrafo 56. Agentes, cumplan sus órdenes. Látigos neurales en aturdir –dijo el oficial de seguridad, mientras manipulaba su látigo y casi se le escapa de las manos. El resto de los allí presentes dieron un paso atrás, temerosos de que fuera a suceder otro “evento Roy”, como llamaban a los golpes increíblemente improbables de mala suerte que perseguían al jefe de seguridad.

-Creo que el capitán, nuestro capitán, quiere largarse a la otra nave con una tripulación mejor y dejarnos aquí con ese superHans... –sin prestar atención al jefe de seguridad, “Mec” mostró sus cartas a la tripulación.

-¡Agentes, arresten a los amotinados...! –Insistía Roy sin mucho éxito.

-Señor, el primer oficial... –dijo con una voz insegura uno de sus agentes.

-¿Opciones? –preguntó Alonso ahora ya desabotonando el pantalón para poder respirar, cogiendo con una mano la cintura de éste para que no se le bajara.

-Tenemos que mover la nave como sea... alejarla de la fisura... –dijo “Mec” apretando un puño teatralmente y con un dramatismo más falso que su título de Doctora en Física por la Universidad de San Juan de Acapulco.

-¿Salir todos e impulsar la nave con los retros de los trajes? –preguntó Skooc, poco convencido de su propuesta.

-Tardaríamos semanas y la moveríamos centímetros –respondió Naoko, tecleando en la consola que tenía delante como si tocara un silencioso piano, al no tener ninguna función activa por la ausencia de energía.

-Bajen los látigos, por favor... –dijo John mirando con cierta indulgencia a los tres representantes de seguridad.

-¿Alguien se ha fijado en que el otro Hans tenía más canas en las sienes? –con una mueca de resignación, Roy ordenó guardar las armas e hizo lo propio con la suya, mientras preguntaba mirando de reojo al primer oficial.

-¿Qué? –preguntó Skooc, arrugando el entrecejo.

-Canas –repitió el jefe de seguridad, mirando al responsable de ingeniería.

-¿Y? –preguntó John agarrando el pantalón desabotonado.

-Quizás viene de un futuro alternativo –levantando las manos como si no fuera evidente la conclusión.

-¿Y? –preguntó ahora Naoko.

-Ah, claro, si viene de un futuro alternativo, quiere decir que en algún momento se ha superado este problema de modo satisfactorio y... –concluyó “Mec” como si hubiera entendido el final de un chiste.

-No me volváis loco con teorías absurdas... Si ya lo hubiera vivido nos lo habría contado y sabría cómo resolver esto... –remató el primer oficial agitando las manos exasperado haciendo que se le cayera el pantalón.

-O hace lo que tiene que hacer para solucionar esto, no decir nada... –dijo Naoko mirando oblicuamente a John mientras éste se subía los pantalones.

-No me extraña que nuestro capitán se quiera largar a la otra nave –añadió “Mec” mirando de reojo los calzoncillos del primer oficial.

-Yo lo estoy pensando muy seriamente... –dijo Roy rascándose la cabeza pensativo.

-Tú te quedas aquí, que eres nuestro gafe favorito, a los demás no nos pasará nada mientras tú atraigas todos los rayos... –respondió “Mec” señalando el suelo de la nave primero y luego el techo- Y perdón por el símil.

 

En ese momento la puerta de la sala de mando se abrió con un gruñido metálico mientras los dos capitanes empujaban un lateral para salir del despacho del capitán.

-Bien, hemos tomado varias decisiones. Primera, me he vuelto a poner los galones, ya que hay dos capitanes en la nave, mismo rango, mismo mando -dijo Hans tras haber recuperado su aire marcial tras la charla con el capitán de otro universo, incluso parecía hasta animado.

-Tengo que volver a mi universo atravesando la fisura, y no morir en el intento, claro –dijo el otro capitán, con aire aún más marcial.

-Segunda, cualquier orden dada por cualquiera de nosotros debe ser asumida como orden de la máxima autoridad y responsabilidad de la Zelestia–Hans continuaba enumerando los puntos del acuerdo con las manos a la espalda y con andares firmes.

-Hemos pensado que con un traje espacial y varios cartuchos de retros podría alcanzar la fisura en seis horas –dijo el otro Hans mirando al personal de la sala de mando.

-Tercera, mi sosias se encargará de los preparativos para intentar volver a su universo a través de la fisura, yo me encargaré del control desde la nave de que todo vaya bien. ¿Alguna pregunta?

-Skooc, ¿qué duración, a máxima potencia, puede tener cada cartucho?

-Eh... Pues... –la duda personificada volvía a mostrar todas sus cualidades: Inseguridad, temor y un temblor característico en la voz. 

-Ah, bien, ya veo que les has explicado nuestro plan, estupendo. A ver si esta panda de desarrapados mentales se pone a la altura de, nada menos, dos Hans Firstkerchief –dijo el capitán frunciendo el ceño y apretando los labios mientras miraba a su tripulación.

-Un par de horas, señor -tras una leve pausa, el ingeniero jefe, continuó con un hilo de voz–. Aproximadamente.

-¿Ves? ¿Ves a lo que me tengo que enfrentar cada día, cada hora, cada minuto al mando de esta nave? –dijo Hans mirando a su copia del otro universo dando un puñetazo en la primera consola que encontró.

 -Seguridad, pueden abandonar el puente, gracias –como si no hubiera oído nada, el otro capitán se dirigió a Roy y a su menguado equipo de dos miembros.

-A la orden, señor –de nuevo abrieron las puertas de la sala mando y un gruñido metálico resonó en la estancia.

-Me dirijo a la bahía de salida más cercana, que me preparen un traje y varios cartuchos de retro. Capitán, el puente es suyo.

-Gracias y suerte, capitán.

 

Todos se quedaron mirando a Hans, esperando que pasara algo, o casi mejor, que no pasara nada. Los circuitos de control de impertinencia del robot se pusieron en marcha, con escaso éxito.

-Señor, es muy peligroso atravesar esa fisura, supongo que ya lo sabrá... –dijo con voz sincopada, señalando con el brazo la imagen de la fisura espacio temporal.

-No veo por qué... si en lugar de entrar frontalmente, la atraviesa en un ángulo de cuarenta y cinco grados... –respondió Hans ajustándose la parte superior de su uniforme.

Naoko miraba a John enarcando una ceja. “Mec” miraba a Skooc esperando que dijera algo, éste le devolvía la mirada esperando que fuera ella la que comentara algo. John miraba al robot y, para variar, éste no se daba por aludido.

-Señor, con el debido respeto, ¿de dónde ha sacado eso de los cuarenta y cinco grados? –preguntó finalmente “Mec”.

-Es sólo una teoría que barajamos mi sosias y yo... –Hans parecía estar más interesado en la pantalla que mostraba la fisura espacial, mirándola con intensidad.

-Ah –respondió lacónicamente la oficial científica.

-Robot, ¿qué demonios haces aquí? Acompaña al otro capitán en su salida extravehicular, creía haberlo dejado claro –bramó Hans apretando los puños.

-¿Yo, señor? ¿Cuándo lo dejó claro? Y además, no veo qué utilidad... –obviamente la diplomacia social no era uno de sus fuertes, de hecho, parecía que usaba las impertinencias a propósito, cosa que no era posible.

-Asistencia al capitán en caso de necesidad –respondió Hans moviendo la mano indicando que se marchara.

-Pero esa hipersuperficie de Cauchy podría destruir mis circuitos, mi inteligencia artificial...

-Una gran pérdida, TAL3, una gran pérdida –contestó el capitán mascando las palabras.

-A la orden, señor –dijo el robot, mientras abría la puerta y salía de la sala.

 

El silencio se había instalado de nuevo en la sala de mando. Ahora John miraba a Naoko encogiéndose de hombros con disimulo. Skooc miraba a “Mec” y al suelo alternativamente. Naoko se rascaba la cabeza pensativa. “Mec” no sabía a dónde mirar y se arreglaba el uniforme. El capitán no apartaba la vista de la pantalla donde la intensa negrura de la fisura era particularmente opaca. Parecía un desgarro en un lienzo color carbón tragándose la luz como haría un agujero negro.  

 

-Capitán, aquí Hans, preparado en la esclusa E2... Permiso para salida extravehicular.

-Un momento, capitán, TAL3 le hará de escolta en caso de que haya problemas.

-Recibido. Ese montón de chatarra parlante tardará en llegar, seguro que se detiene a hacer alguna medición o alguna de sus tonterías.

La sala de mando seguía en silencio. John a espaldas del capitán abrió los ojos sorprendido y comenzó a señalar nerviosamente sus sienes y luego al capitán. Skooc, se encogió de hombros y le dio un golpecito en el brazo a “Mec” para que mirara al primer oficial. Éste seguía gesticulando a toda prisa, como si quisiera enviar un mensaje por señas. Las sienes. El capitán. Las sienes...

-Capitán, abro la esclusa y salimos fuera. 

-Recibido. Buena suerte -respondió Hans con una media sonrisa en la cara.

“Mec” entrecerró los ojos prestando atención a las patillas del capitán y se encogió de hombros indicando que no sabía qué quería decir. En ese instante el capitán se giró y vio cómo el primer oficial gesticulaba como un mimo con problemas motrices; “Mec” se encogía de hombros haciendo aspavientos con las manos; Skooc miraba fijamente a Hans sin darse cuenta de que éste se hubiera girado; y Naoko, bueno, la japonesa se arreglaba el pelo ausente a todo.

-Sí, John, sí, soy el “otro” capitán. Muy perspicaz. Era cuestión de tiempo que alguien se diera cuenta.

-P-pero... no entiendo... si dice que su tripulación es mejor que nosotros... –“Mec”, desconcertada, se dejó caer en el asiento del primer oficial.

-Ya, pues no es cierto, mi tripulación es infinitamente peor que vosotros, os lo garantizo –afirmó Hans apretando los puños triunfante.

-Pero... el capitán, nuestro capitán... ¿lo sabe? –preguntó Skooc con su típico tono de duda constante.

-Ahí está la gracia, que él cree que os cambia por una tripulación mucho mejor. No me ha costado mucho convencerlo, claro.

-Rápido, avisen al capitán que... –dijo el primer oficial mientras se subía el pantalón con una mano buscando una dignidad difícil de encontrar.

-No hay comunicaciones con el exterior, ¿ya no se acuerdan? –dijo con una sonrisa complaciente Hans.

-¿Ni con TAL3? –preguntó “Mec” dirigiéndose a Naoko.

-No, me temo que este capitán se las sabe todas, no hay comunicación posible –la japonesa contestó sin mirar a nadie mirando su consola.

-Entonces... –comenzó a decir Skooc.

-Estamos perdidos –remató John sentándose en el primer asiento libre que había en el puente de mando.

-Mírenlo por el lado positivo, son una tripulación mejor que la que conozco, así que seré mucho más calmado y tranquilo que “su Hans”... 

-En eso tiene razón –dijo Skooc sopesando pros y contras.

-Sí, claro, visto así... –Naoko miraba ahora al capitán como si estuviera escudriñando su mente.

-Tenemos que hacer algo... es nuestro capitán... usted es de otro universo... –John se negaba a aceptar la situación en la que se encontraban.

-Dentro de breves instantes, no –Hans dejó escapar una leve risa triunfal.

Todos miraron la pantalla viendo cómo el capitán y el robot se alejaban de la nave en dirección a la fisura del espacio-tiempo. Y de pronto, la fisura comenzó a cerrarse lentamente.

-Señor, creo que a partir de aquí ya debería volver y... –dijo el robot con ese tono de miedo más agudo de lo normal.

-Aún no hemos llegado a la zona de radiación peligrosa para ti, zoquete...

-¿Cómo lo sabe? ¿Cuándo le han instalado sensores?

-Porque hasta que no te oiga balbucear no habremos entrado en la zona de radiación ionizante... –respondió Hans mientras ponía en marcha otro cartucho de retro para reemplazar el gastado.

-Ah, claro.

-Por fin una tripulación decente... ¡Por fin! –dijo Hans triunfal, alegre, feliz.

-¿Tanto echa de menos su universo, señor? –preguntó TAL3 ajustando la autopropulsión a la velocidad del capitán.

-Soy yo, tarugo, soy Hans Firstkerchief, del universo que tú conoces...

-Un momento, capitán... ¿Quiere decir que...? ¿Me está diciendo que...?

-Exacto. Os quedáis con mi copia y a ver si os mete en cintura de una vez por todas. Por fin una tripulación normal. Una “Mec” científica de verdad. Una Naoko experta en comunicaciones. Un primer oficial capaz y seguro. Un Skooc ingeniero hábil y resolutivo. Un Jefe de Seguridad que no sea el gafe de la galaxia... un...

-Señor he de recordarle que ha engañado a toda su tripulación. Es un delito contemplado en las ordenanzas... –dijo el robot con cierto deje de reproche en la voz.

-¿Sí, y cómo van demostrar que yo no soy yo?

-Pues... pues...

-Exacto.

Lentamente, Hans se acercaba a la fisura mientras ésta comenzaba a cerrarse. Según la conjetura de Smith y Fernández podría ser que el espacio-tiempo fuera discreto, o sea dividido en pequeñas partes, aunque las interpretaciones de su conjetura tenía muchos detractores y hubo mucha controversia debido a que si el espacio-tiempo estuviera dividido en partes más pequeñas, la velocidad de la luz podría no ser constante, variaría ligeramente dependiendo de la energía de cada “fragmento” espacio temporal. Uno de los problemas a los que se enfrentaba –y se enfrenta- esta conjetura es qué ocurre con la dimensión tiempo, ya que si se demostrara que el espacio-tiempo no es continuo, las consecuencias en la mecánica cuántica y en la teoría general de la Relatividad de Einstein serían absolutamente imprevisibles. Esta fisura podría servir para demostrar que el espacio-tiempo es continuo o discreto.

Hans y el robot veían una oscuridad tan oscura como la de un agujero negro pero sin las tremendas fuerzas gravitatorias en marcha.

-¿Qué genera una copia del universo conocido? ¿Por qué se ha generado una copia? ¿Qué fuerzas entran el juego? ¿Por qué se crean esos jirones en el espacio-tiempo? –dijo el robot, buscando en su mente algún algoritmo de respuesta y sabiendo que el capitán no tenía ni la más remota idea de las respuestas.

-Bueno, chatarra, ya te puedes alejar que voy a entrar en mi nuevo universo... –respondió Hans sin prestar la más mínima atención a las dudas científicas del robot.

-A la or... Un momento, señor, mis sensores captan un objeto a alta velocidad dirigido hacia nosotros.

-¿Un qué?

-Por la velocidad y su aceleración yo diría que...

Hans se giró un momento para poder mirar hacia atrás. Algo brillaba entre la nave y ellos, algo que se acercaba a toda velocidad.

-¿Qué demonios?

-Bueno, señor, me marcho que ya noto que las radiaciones están empezando a afectar a mi centro de lógica...

-Como si tuvieras de eso... –dijo Hans intentando obtener una imagen clara del objeto que se acercaba a toda velocidad.

De pronto una voz se escuchó por los comunicadores, una voz terriblemente familiar para Hans.

-¡Date prisa, entra de una maldita vez! –dijo el otro Hans.

-¿Cómo? Hans, ¿qué haces en el espacio...?

-¡Tu maldita tripulación me ha metido en un tubo lanzatorpedos...!

-Pero si no había energía para...

-Han usado la de reserva del oxígeno, los muy gilipollas –dijo por el comunicador el otro Hans.

-Pero por qué...

-¡Acelera y entra ya, demonios!

-No puedo ir más rápido.

-Pues yo sí...

Como una exhalación el otro Hans pasó al lado del robot y el capitán, embutido en un traje espacial y con la cara roja de puro cabreo. Lanzado hacia la fisura y entrando en ella justo segundos antes de que se cerrara. Sus últimas palabras antes de perderse en ese otro universo fueron unos sonoros y malsonantes juramentos e insultos.

-¿Pero qué leches acaba de pasar? –preguntó Hans deteniendo su trayectoria.

-El Hans del otro universo ha vuelto a su espacio-tiempo y la fisura se ha cerrado, señor.

-Eso lo sé, idiota, lo acabo de ver con mis propios ojos...

-Capitán, ¿se encuentra bien?

-¿Skooc?

-Ya se han restablecido las comunicaciones, la energía y todos los circuitos están operativos, capitán –dijo Naoko, alegre.

-¡Me cago en la galaxia del Pavo! ¡Se ha cerrado! ¡La fisura, mi futuro... todo por la borda! ¡No! ¡No!

-Señor, cuando vuelva se lo explicamos todo. Robot, acompaña de vuelta al capitán.

 

En el camino a la nave, Hans iba pasando de la rabia más salvaje, a la frustración ante la oportunidad perdida, pasando por las ansias asesinas en una cadena de emociones sin solución de continuidad. Una vez que Hans llegó a la nave, se calmó lo mejor que pudo y escuchó la explicación que le estaba dando su tripulación.

-Así que, si lo he entendido bien, el otro capitán me engañó para que me quedara con su tripulación que, según decís, es aún más penosa que vosotros, ¿no es así?

-Sí. Pero mucho peor que nosotros, dónde va a parar –dijo “Mec” haciendo aspavientos con los brazos.

-O sea que lanzasteis a mi sosias por el tubo a toda velocidad hacia la fisura.

-Eso es... un alarde de ingenio de Skooc –dijo, orgulloso, el primer oficial.

-Así que vosotros sois lo mejor que hay en todo este universo como tripulación de la Zelestia.

-Eso parece, capitán –respondió Naoko frotándose las manos.

-Todo vuelve a la normalidad, seguiré esperando mi jubilación como siempre, seguiré lidiando con vosotros intentando no perder los nervios y todo será como siempre.

-Capitán –dijo el primer oficial-, ya que está usted de vuelta y tan de buen humor quisiera comentarle las quejas del horario de turnos de comida y las peticiones del sindicato sobre el color de los monos de trabajo del personal de mantenimiento...

-De buen humor. Sí. Estoy de un humor excelente. John, continúe la ruta que teníamos marcada antes de la fisura.

-Sí, señor, a la orden, señor, un placer, señor.

-Por cierto, capitán, ahora que me fijo... usted también tiene las patillas canosas –dijo “Mec” arrugando el entrecejo.

-¿Y ahora os fijáis? Hace años que me salen canas de las alegrías que recibo comandando esta nave –dijo el capitán chasqueando la lengua.

-Entonces... –comenzó a decir Skooc.

-Me marcho a mi camarote a descansar, John, el puente es suyo.

-A la orden.

 

FIN

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La universidad de las redes sociales. (relato con música IV)

Transcripción de la discurso pronunciado por D. Segismundo Téllez, catedrático de represiones freudianas de la Universidad de Navarra, ante el Claustro de doctores con motivo de su nombramiento como Doctor Honoris Causa por esta universidad.

“Excelentísimo señor Rector, dignísimas autoridades, ilustrísimos doctores, señoras y señores:

Permítanme empezar con una obviedad: en internet no entra gente de todas clases. Los lugares seleccionan a los individuos del mismo modo que los individuos seleccionan los lugares. Según la clase de sitio, así será el tipo de personas que lo frecuenten.

Las personas que entran en las charlas de internet se caracterizan por un cierto nivel adquisitivo (un ordenador no lo tiene cualquiera y las conexiones telefónicas no son gratis) por el hecho de que están dispuestas a invertir tiempo y dinero en hablar o relacionarse con los demás.

El progresivo empobrecimiento de las relaciones humanas, la erosión del carácter y el temperamento a través de modalidades laborales abusivas y el actual gusto por los sucedáneos, han determinado la eclosión de la red como un pujante medio de impulsar las relaciones sociales, e incluso las afectivas.

En estas últimas nos centraremos.

Siendo comúnmente aceptada la estupidez de que el ser humano es monógamo, concluimos necesariamente que las personas que entablan una relación afectiva en internet lo hacen por no tenerla en otro sitio. Los que buscan pareja en la red lo hacen porque no la tienen en su ambiente, ni en su ciudad, ni en sus alrededores. También porque, por alguna razón, encuentran dificultoso buscarla en esos ámbitos.

Un somero análisis de esas personas nos lleva al extremo de que su desarraigo, la escasa calidad de su vida personal, lo depauperado de su entorno y/o de sus relaciones más próximas, les obliga a usar de un medio tan frío e impersonal para relacionarse. Poner la afectividad en una persona que vive lejos y de la que sólo se conoce un mote autoimpuesto denota tal nivel de inmadurez que raya en la estulticia más severa. Esta afirmación, que puede parecer exagerada a primera vista, se sostiene perfectamente si nos paramos a razonarla: poner la afectividad en un lugar donde la gente se trata porque no se conoce, no puede ser bueno; dejar los sentimiento para un perpetuo carnaval donde cada cual elige y cambia a diario su nombre y su personalidad no puede ser sano; basar las relaciones humanas en la absoluta carencia de rostro y de pasado no puede ser razonable; dejar una faceta como la afectividad, tan importante en la vida, para un lugar donde nada tiene importancia, donde todo se subsana variando un apodo insulso no puede ser cabal.

Un individuo adulto, mentalmente equilibrado, sólo se conformaría con semejante relación platónica si es lo máximo que puede conseguir. Si nos preguntamos ahora, como es lógico, por qué no puede conseguir otra cosa, nos encontramos con los verdaderos pilares sobre los que se asientan los amores de internet: inseguridad, desarraigo, complejos diversos, aislamiento, falta de espacio social donde desarrollarse plenamente, apatía, miedos, etc...

Para identificar a los individuos capaces de sostener un romance en estas condiciones es útil conectarse a la red un viernes o un sábado a eso de las once de la noche. Quien a semejantes horas, tradicionalmente dedicadas al esparcimiento y a las relaciones sociales, permanezca en su casa pegado a una pantalla, se identifica a sí mismo como una persona con problemas a la hora de relacionarse.

Un análisis más detallado de estos individuos, realizado entre doscientos participantes en un foro de amistad y relaciones, ha sido completamente revelador: la presencia habitual en esos lugares de aburridos, cuarentonas, obesos, divorciadas, neuróticos, ninfómanas, diletantes, adefesios y pederastas, no hace sino confirmar nuestras tesis.

No obstante y por eso mismo, proponemos que se alienten y financien los servidores destinados a las charlas por internet: Al menos, mientras está ahí toda esa gente, ni estorba ni salpica.

Muchas gracias.”

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No es bastante... (relatos con música IX)

Luis Mediavilla no tenía suerte con las mujeres.

Intentarlo, lo intentaba, pero no tenía suerte.

Cada vez que se le cruzaba por la imaginación una chica, ella empezaba a salir con otro una semana después. Era un sino aciago.

A puro acodarse en la barra de los pubs, cerveza en mano, acabó trabando conversación con Jaime. Luis temió en un principio haber ligado justo cuando menos lo pretendía, pero luego se enteró de que el tal Jaime estaba tan solo como él, y tan harto como él de fracasar con las chicas.

Intentaron algunas correrías juntos, pero fue aún peor: eran como dos ciegos bajando Pajares en bicicleta, cada uno confiando en que el otro sólo era tuerto.

Una noche, bailando en la pista del Bovis Ridentis, Jaime se fijó en una chica de escote generoso y piernas largas. Era una rubia estupenda, o de bote estupendo: era estupenda en todo caso.

—¿Le entramos a esa? —le propuso a Luis.

—¿A cual?

—A la de las pantalones rosa.

—No jodas, que es mi prima Laura.

Jaime abrió los ojos como si le hubiesen metido un hielo por la espalda.

—¿Lo dices en serio?

—Totalmente. Toda la infancia y la adolescencia enamorado de ella.

—No me extraña.

—Inténtalo —animó Luis.

Jaime lo intentó, pero sin éxito. A los pocos minutos volvió junto a Luis.

—No hay nada que hacer.

—Si te gusta de veras, sé donde vive. Le puedes mandar unos versos. siempre le han gustado esas cosas. Si le picas la curiosidad, lo mismo te acepta una cita a ciegas —propuso Luis.

—Pero yo no sé escribir versos.

—Es igual. Te los escribo yo.

A Jaime la idea le pareció buena. Una cita a solas con la dueña de aquel meneo tenía que ser de locura y no había mucho que perder. No mucho más.

El lunes, después del trabajo, los dos amigos quedaron en un bar. Luis apareció con los versos, y Jaime añadió una líneas. Luego echaron la carta al correo.

Para sorpresa de ambos, la chica llamó al teléfono de Jaime y quedó con él. La cosa marchaba. La cosa iba como Dios.

Pero cuando el día siguiente a la cita Luis se encontró a Jaime en la esquina del bar de siempre, enseguida descubrió en su expresión que algo no había ido bien.

—¿Qué tal? —le preguntó.

—No muy bien...

—¿Qué pasó?, ¿qué te dijo?

—Estos versos son de mi primo, que es un idiota. Y tú un imbécil. Eso me dijo.

—Joder, tío. Lo siento —se disculpó Luis.

—No pasa nada, amigo, pero ya ves: ser feo no es batante para ser Cyrano.

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Diálogos con un extraterrestre

-Nosotros no tenemos lo que llamáis propiedad privada, usamos esa palabra que tenéis, como se dice, “usufructo”.

-Pero qué pasa con la herencia... con lo que has conseguido en tu vida trabajando o creando o invirtiendo...

-No tenemos el concepto invertir, no lo entendemos... y herencia tampoco, te recuerdo que al llegar el omokunin, algo parecido a la mayoría de edad o una traducción más literal sería “poder caminar solo”, la prole se marcha voluntariamente del nido. Y ellos empiezan de cero cada vez, sin recordar ni deber nada a los guklian, engendradores; ellos, los jukih, se forman voluntariamente en los uhuhg o “centros de contenido”... no toda la prole sobrevive, pero solemos tener una media de diez jukih como ya te he contado en otra ocasión... Y siempre sobrevive alguno, además nos da igual lo que hagan después con sus vidas.

-Pero las casas donde vivís, no son vuestras...

-Usufructo. Las usamos hasta que fallecemos, y luego otro jilom usará esa casa...

-¿Y cómo cobráis por el trabajo? ¿Cómo sobrevivís?

-Usamos unas tarjetas donde los trabajos que nadie quiere son los que se pagan mejor y los que todo el mundo quiere se pagan peor... Y todo el dinero va al fondo común de la yaatrid, donde se reparten las vuyde o “perlas de sudor” en una traducción lo más parecida a vuestro idioma; estas perlas son limitadas al número de integrantes de la yaatrid, si hay 1.000 jilom hay 5.000 “perlas de sudor”. Ni una más. Calculando con las tarjetas los trabajos que nadie quiere o los que todos quieren.

-Alimento, agua...

-A través de una cosa parecido a vuestros poros, bebemos agua evaporada del ambiente, usamos los iningur para ello, el equipo viene integrado en cada nido, en cada casa. Comer, hacemos una comida al día en el kiloj, el centro de comidas de la yaatrid. Todos aportamos comida de sobra para que nos alimentemos bien.

-No me has contado cuál era tu trabajo.

-Oh, ha variado muchas veces, no soy especialista en nada, pero suelo trabajar en teoría espacio temporal, y a veces he trabajado construyendo nidos nuevos. Depende.

-Pero con vuestro sistema no entiendo cómo podéis haber avanzado tanto... hasta el punto de poder comunicarnos como hemos venido haciendo estas noches.

-Oh, es fácil, no competimos entre nosotros.

-No lo entiendo.

-Y nosotros no entendemos cómo podéis organizaros como lo hacéis.

-Háblame de la familia, de tu familia.

-No tenemos, sólo cuidamos a nuestra prole mientras está indefensa. Cuando ya pueden “caminar solos” se disuelve la asociación, acuérdate que somos cuatro generadores, cada uno aporta una parte del futuro jilom. Nuestra genética os parecerá complicada, ya que tenemos que integrar en un equilibrio perfecto pero inestable elementos complejos como carbono y cianuro, sílice y nitrógeno. Esto es complicado de explicar ya que vuestra genética es muy simple, hermosa, pero simple.

-Ni siquiera entiendo cómo te comunicas conmigo.

-Eso es porque algunas cosas las olvidas debido a que me comunico contigo en tu etapa de sueño, no todo lo puedes guardar, al ser un sistema muy selectivo cómo manejáis la información en esos estados tan raros para nosotros.

-¿No dormís, no descansáis?

-Paramos nuestras partes pensantes varias veces al día.   

-Estoy cansado, ¿seguimos otro día?

-Claro, cuando quieras, te visitaré dentro de trece días en tus sueños. Que descanses.

(Febrero, 2008. 1ª parte de 6.)

 

 

 

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Sábado noche (Txominadas)

Sábado noche (Txominadas)

Hoy hemos quedado la cuadrilla, hemos salido a romper. Hemos estado de cena y luego tomando cervecitas por el casco viejo. Con las primeras cervezas se hace una selección del ganado que tendremos esta noche. Se ven chicas de más o menos nuestra edad, o sea, cuarentonas, bien arregladitas, mostrando sus gracias en generosos escotes y cortas faldas, protegidas del frio por largos abrigos. ¿Aguantarán con los tacones toda la noche? Me da que llevan unas típicas alpargatas vascas en esos bolsos enormes que gastan.

El mostrar bustos y muslos no evita que al principio de la noche aún podamos distinguir las arrugas en los ojos, el código de barras en los labios, las hechuras lorcianas y otros pequeños defectos que a partir de las dos de la mañana desaparecen gracias a esa mezcla mortal de cubata y presbicia...
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El delincliente

Aquella mañana no me sentía con ganas de ir a trabajar. Estaba atravesando una mala racha. Durante el último mes apenas habían pasado por el bufete tres personas, para consultas banales. Y a dos de ellas ni les cobré. Mi despacho no era tan famoso como para facturar a 200 € la hora, no era más que un mediocre abogado que se ocupaba de casos de divorcios y algún que otro impago, que como generalmente no conseguía ganarlo, a pesar del trabajo realizado, me quedaba sin cobrar.

¿Para qué madrugar e ir a la oficina? Para ver la cara de mi secretaria, una mujer voluntariosa y muy eficaz, que cobraba el salario mínimo y con la que tenía que hacer cabriolas para poderla pagar a fin de mes. Necesitaba mantener una imagen, por lo menos de cara a ella, ya que si tal y como estaban las cosas, no acudía a trabajar, posiblemente acabaríamos mal.
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Terminador 2

Sus ojos eran como telarañas. Bajo la potente luz de los trajes de sus compañeros, parecía que las venas del rostro de Bao estuvieran tatuadas sobre la piel con una enfermiza tinta azul desde el cuello a la frente.

Dejarían a Bao allí sentado en la sala de control. No tenía sentido que salieran de la base con su compañero ciego. Tenían que saber qué había pasado, o al menos en qué situación se encontraban. La base tenía un volumen lo bastante grande como para no preocuparse por el oxígeno, de momento. Pero si no podían volver a poner en funcionamiento los sistemas, tendrían que tomar decisiones difíciles y actuar rápido.

Se despidieron de él con un “en seguida volvemos” antes de dirigirse al módulo de entrada. La pequeña sala de presurización del fondo del módulo estaba abierta. Estaba diseñada para tres personas, y habían decidido salir juntos. Ya dentro de la sala, Chang bajó una palanca junto a la puerta interior para desbloquear el sistema de apertura manual. 

El cierre manual de la puerta interior no estaba diseñado precisamente pensando en la ergonomía. Chang intentó girar la manivela con las dos manos, pero no pudo. No podía ser que en unos días hubiera perdido tanta masa muscular, seguía su tabla de ejercicios y debería estar al 95% de su capacidad máxima. Probó de nuevo, esta vez con todas sus fuerzas. Se le encendió la cara como una tea. No había manera.

—Prueba con esto —dijo Li, ofreciéndole una herramienta multiusos del tamaño de un antebrazo de la que había desplegado el cabezal idóneo.

El extremo encajaba en la manivela como un guante. En otra situación, Li le habría hecho alguna broma sexista al respecto, pero en esta ocasión le fruncía el ceño con preocupación. Desplegó una barra del otro extremo para hacer palanca. Estaba en el manual. Era obligatorio llevar esa herramienta en cada salida, y aunque no recordaba ese cabezal concreto, debería habérselo imaginado. Tenía que estar más atento, no podía permitirse desperdiciar sus energías ni arriesgarse a sufrir una lesión por no pensar con rapidez. Lo bueno de haber realizado ya tantas misiones con Li era que con una sencilla mirada y un asentimiento fue suficiente para que ella supiera que estaba al tanto de su error y que intentaría corregirse. Fuera no tendrían esa ventaja. Si había algo que odiaba del traje era no poder contar con ese contacto visual. Le exasperaba hablar con su reflejo curvado en el casco de sus compañeros.

Cerró la compuerta interior. La puerta exterior tenía una pantalla inservible por ventanilla, así que no sabían que se encontrarían fuera. Se colocaron las escafandras y comprobaron los sistemas del traje. No los habían recargado, les quedaban poco más de dos horas de oxígeno. “Cuando esto acabe, seguro que añaden un paso más al protocolo de entrada en la base: recarga de los trajes.” El indicador de riesgo de síndrome de descompresión estaba en naranja, alto pero asumible; seguramente tendrían bajo todavía el nitrógeno corporal por la última salida. Se dieron la señal de OK y activaron la mochila de soporte vital. Estaban forzando los tiempos de los protocolos de salida, o más bien saltándoselos. Esperaba que se le taponaran bruscamente los oídos durante un rato, pero no fue para tanto.

Al contrario que la puerta interior, la exterior se abría siempre de forma manual. De modo que Chang se ajustó la herramienta en el cinto, puso las dos manos en la manivela, y luego miró a Li. Cualquiera diría que ella le veía a través del espejo.

—No le des más vueltas, la decisión ya está tomada. Salimos los dos a la vez. Ninguno de los dos iba a quedarse dentro sin poder hacer nada en caso de problemas —dijo Li.

—Sabes que no es la mejor decisión.

—Pero es la que hemos tomado —zanjó Li.

Chang no estaba de acuerdo, pero no quiso discutir antes con Li. La conocía lo suficiente como para saber que no aceptaría órdenes en una situación así. De todas formas, pensaba que fuera no habría nada que les pudiera dañar. Fuera lo que fuese, ya había pasado. O eso quería pensar. Sí que le preocupaba que más adelante, en una situación realmente crítica, no tuviera forma de convencerla. Tendría que hacer que salieran de ella las decisiones difíciles.

Abrió la compuerta. Li barrió el exterior con los focos de su traje. Nada parecía haber cambiado en el exterior de la base. A la izquierda y a lo lejos, podían vislumbrar el montículo artificial de regolito que cubría el módulo de energía nuclear, y el grueso cable que llegaba hasta la base. En el centro, el extenso valle del crater Daedalus. A la derecha, el radiotelescopio en disposición de funcionamiento para la noche lunar, tal y como lo dejaron en su última salida.

Salieron de la base y cerraron la puerta exterior; el polvo lunar era un incordio, especialmente en el interior de la base. Chang le hizo una señal a Li con la mano para que le siguiera, y se dirigió hacia el montículo andando despacio junto al cable. La luz de sus focos se veía reflejada en el polvo en suspensión, mirara hacia donde mirara. Era su primera noche en la Luna, así que no tenía claro si esa cantidad de polvo era inusual, o era la misma de siempre, magnificada al reflejarse la luz de los focos en la oscuridad. 

Por el rabillo del ojo, vio una luz azulada. Se giró bruscamente hacia atrás. Ahí estaba Li, que instintivamente también se giró hacia atrás, gritando por radio un “¡¿Qué?!” que casi le deja sordo. La luz ya no estaba. No había nada raro. Sólo el cable que llegaba por el suelo hasta la colina de regolito que ocultaba y protegía la base.

—Nada. Me pareció ver una luz azul detrás. Serían tus focos.

—Maldita sea, Chang, no me des estos sustos.

Siguió andando, pero pronto volvió a ver lo mismo. Se detuvo. Esta vez dirigió sus mirada hacia la izquierda sin mover la cabeza. Había una luz azulada. Estaba seguro. Eran los focos los que le impedían verla con claridad. Apagó sus luces y le indicó con la mano a Li que hiciera lo mismo.

Giraron sobre sí mismos, mirando asombrados a su alrededor. Era algo precioso, casi mágico. La base, el cable, el módulo de energía, el radiotelescopio, y hasta ellos mismos tenían una especie de tenue aura azulada. Agitó la mano delante del cristal de su casco y pudo ver como el aura la acompañaba, dejando una leve estela en su retina.

—Qué pasada, Chang. ¿Crees que esta cosa tan bonita nos habrá fundido los sistemas?

—No lo sé. Si tuviera que aventurar una hipótesis, diría que ha habido una descarga eléctrica y de alguna manera la carga residual produce esta luz. Tenemos que comprobar el módulo de energía nuclear.

—Tiene sentido. Lo de Bao parecían quemaduras eléctricas superficiales. Como si le hubiera atravesado un rayo. Pobre diablo. Me cae como el culo, pero no se merecía eso. No me jodas —dijo señalando la parte alta de la base, cerca de la cima de la colina—, ¿eso es lo que creo que es?

—Mierda, sí, Li. Tenemos fugas de aire en las claraboyas. Hay que darse prisa.

Con la vista acostumbrada, ni siquiera encendió las luces. Retomó el camino, esta vez dando grandes saltos. Li le siguió sin titubear un segundo. Si no se daban prisa en reactivar el soporte vital, Bao podría morir. “Es culpa mía. No hago más que cagarla. No es que tuviéramos el nitrógeno bajo, es que la presión en la base era más baja de lo normal. Debía haberme dado cuenta. Eso me pasa por mirar los malditos indicadores para torpes. Por no haber revisado los niveles individuales.” Llegaron por fin al módulo de energía nuclear y lo rodearon hasta alcanzar la puerta. Pintaba muy mal. Cerró los ojos y encendió sus focos, deseando encontrarse otra cosa al abrirlos. Pero cuando los abrió y se acomodó a la luz, la realidad le golpeó con fuerza. La puerta estaba completamente chamuscada. Ennegrecida y deformada en los bordes. Sellada.

#

Iban de vuelta a la base, no había tiempo que perder. Li iba delante. No habían conseguido abrir la puerta de ninguna manera. Chang, con las lágrimas saltadas por la impotencia, la había maldecido y golpeado como un niño hasta que Li le puso la mano en el hombro y le dijo lo que había que hacer. Si no llevara el traje no habría sido una mano en el hombro, sino una bofetada. 

Tenían que ayudar a Bao. Y tenían que sellar las fugas ya. Desconocían la magnitud del problema; solo habían visto lo que parecían ser chorros de aire perturbando el aura azul que cubría la base. Sin fugas, la base tendría oxígeno como para que todos sobrevivieran tres o cuatro días. Pero no sabían cuánto tiempo estaban perdiendo por cada minuto que pasaba. “Cuánto tie mpo hemos perdido por mi culpa ¿Minutos?¿Horas quizás?¡¿Días?!

Cerca de la puerta de la base, se separó de Li. Ella entraría a ayudar a Bao mientras él subía a sellar las claraboyas. Casi la pifia otra vez; intentando subir por el camino más corto, por poco no resbala en el regolito apelmazado de la colina. Se dirigió a los escalones de uno de los laterales. Cuando llegó arriba, apagó las luces. La luz azul era más tenue ahora, pero pudo ver discontinuidades en dos de las tres claraboyas. Se dirigió a la primera y cerró la escotilla de metal. Cuando se agachó sobre la segunda, se detuvo. A través del cristal, podía ver a Bao en la sala de control, iluminado por las luces de Li. Sus brazos estaban tendidos en la mesa, y su cabeza recostada de lado sobre los controles. Li se llevó las manos a la cabeza y se dejó caer de rodillas. Bao estaba muerto, y sin embargo seguía saliendo aire a través del cristal de la claraboya. “Claro. Hasta ciego lo has visto mejor que yo. Tu sacrificio te honra. Ahora me toca a mí.”  

#

Miró hacia atrás otra vez, aunque sabía que no vería nada. El polvo lunar que levantaba el rover reflejaba las luces de su casco; era una niebla impenetrable que le alejaba del pasado, una niebla que borraría sus errores, y una vez disipada, dejaría ver su verdadera huella. Detuvo el rover. Ya había terminado. Espiró por última vez, se quitó el casco, y lo lanzó con todas sus fuerzas. Sonrió. Seguía sorprendiéndose de lo lejos que podía lanzar las cosas allí. O2. Deseó poder ver su obra desde el espacio. ¿La dejarían allí para la posteridad, como la huella de Buzz Aldrin? Le recordarían como un héroe, eso seguro. En ese momento, al dolor que empezaba a notar se le unió uno más punzante. Quiso tomar aire, y el pánico de su falta se vio incrementado por la incertidumbre de la duda. ¿Había hecho lo correcto? Se sintió el mayor egoísta por acabar de aquella forma. Él no tendría que vivir cargando con la muerte de sus compañeros. “Perdóname, Li.”

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El Misterio del Monolito

El Misterio del Monolito

El gran "monolito", por Ludovic Celle (BY-NC-SA)

Thuilr miraba el horizonte. Tenía que descubrir de donde surgía aquel resplandor dorado que llevaba toda la mañana molestándole.

Además, estaba aquella música melancólica que no paraba de sonar. Desde hace varios días sentía como si estuviera siendo controlado: oía sus propios pensamientos en voz alta, luces y sonidos surgían de todas partes y, a veces, escuchaba largas descripciones sobre el paisaje.

—¿Mundo? ¡Escúchame! No voy a permitir que me controles.

Continuó cabalgando. Ahora que lo pensaba no recordaba cuando había sido de otra manera, sin escuchar aquellas voces...

—Eh... espera, espera... ¿Cómo que nunca he vivido de otra manera? Claro que he vivido de otra manera... —pero su protesta fue apagándose poco a poco cuando descubrió que se equivocaba.

—¿Qué dices? —continuó—. ¿Qué yo me equivoco? Estás haciendo trampa, me estás diciendo lo que tengo que pensar.

«Es posible que esté haciendo trampa, para algo soy el Narrador. Yo existo, tú no existes. No me quieras decir cómo tengo que escribir este cuento».

—¿Pero cómo va a ser eso posible? ¿Y mis derechos? ¡O sea que eras TÚ el que hace que todo esté tan excesivamente descrito, cuando no hace falta! ¡Pues que sepas que tienes un gusto pésimo!

A Thuilr le empezó a dar vueltas la cabeza. Decididamente, los tragos de ron que se había tomado con los bandidos a los que había ayudado a escapar no ayudaban en nada.

—¡Difamación! Puede que me dé vueltas la cabeza, ¡pero es por tu culpa, voz fantasmal! Y que conste que yo no les ayudé... sino que...

Con un suspiró, cayó al suelo, totalmente borracho. No se movió de ahí durante un buen rato.

Así que ese es su juego, quiere controlarme, pero no lo va a conseguir. Pero le seguiré la corriente y averiguaré cómo devolverle la jugada.

Thuilr despertó a la mañana siguiente todavía con resaca y algo confuso, pero al no escuchar voces extrañas (que habían sido producto, indudablemente, de la borrachera) su ánimo mejoró. Se mantuvo callado y cabalgó con su poni (¿Cómo que un poni? ¡Me costó mucho dinero este caballo!) con su caballo hasta aproximarse a aquel resplandor que había visto el día anterior.

Era una gigantesca roca amarilla con forma de monolito. No amarillo pálido, ni dorado, como aparentaba desde lejos, sino un amarillo chillón difícil de soportar a la vista. A la derecha del enorme monolito había un frondoso bosque. A la izquierda, un enorme cañón desértico.

Tenía que elegir.

—Pues no sé tú, pero yo me quedo aquí a comer, que estoy cansado.

«Tienes que continuar, si no, el cuento se queda estancado. Además, ¿A quién le importa que tú comas? Luego me dirás que tienes que hacer —ejem— otras cosas».

—Pues claro, ¿quieres que tenga estreñimiento? En estos lugares no se puede permitir.

«No seas mal personaje y continua andando».

—No. —dijo el muy terco de Thuilr—. ¿Terco, eh?, pues que sepas que no te voy a hacer caso.

«Narrador narrándose a sí mismo (con voz fría): Tienes que saber una cosa. Si ahora presiono una cosa que "aquí afuera" llamamos "tecla escape", sabrás por seguro que no seguirás existiendo. Es más, es como si nunca hubieras existido».

—Curioso. Tú también tienes voz narradora.

«Narrador narrándose así mismo (temeroso): ¿Yo? ¿Cómo? —el Narrador estaba perplejo».

«Narrador cada vez más atemorizado: No, yo no tengo voz narradora»

—Sí, la tienes, la estoy escuchando todo el rato. Al parecer tienes miedo. ¿Qué es lo que temes?

«Narrador pensando: "¿Qué es lo que temo?" ¡Yo no puedo estar siendo narrado! ¡Me convertiré en un personaje también

—Diría que dentro de poco te vas a materializar aquí dentro, en el relato. No puedo esperar a echarte la mano encima.

«El Narrador notó como lo que decía Thuilr se iba haciendo cierto. ¡Pronto dejaría incluso de tener una tipografía diferenciada!».

_________________________________

—Hola —dijo Thuilr—. Tumbémonos sobre el césped y charlemos tranquilamente, Narrador. —El tono que se desprendía de sus palabras era venenoso y cortante.

—¡Ja! —continuó Thuilr—. Este Narrador tiene más estilo que tú. ¿Te ves ya completamente ficticio, eh?

—Eh... —dijo el Narrador—. Esto no puede estar pasando. Yo estaba escribiendo este cuento. ¿Quién lo escribe ahora?

—Quién sabe. —Y, agarrándolo de la sucia chaqueta (al parecer el Narrador se había caído y su camisa se había llenado del polvo del camino), le llevó a rastras hasta el monolito.

—¿Qué significa esto? Como Narrador tienes que saberlo.

—Es que... todavía no lo había pensado. La trama no estaba desarrollada.

—No me mientas. Después de escuchar todas tus descripciones ridículas del paisaje, sé que tenías algo preparado. ¡Por el amor de todas las criaturas de Ra, si incluso cuando pasamos aquellos pedruscos hace tres días, no dejabas de repetir que podían ser ruinas antiquísimas de los demonios de nosequé Imperio!

—Está bien, está bien. Te contaré lo que sé, pero suéltame la camisa, ¿está claro? Además, quiero que quede constancia de que soy un ser superior que tú, aunque esté atrapado aq... argghh...

—Como sigas con ese discurso ridículo, te estrangulo aquí mismo. Para todas las desgracias que me has hecho pasar, hubiese sido mejor que no me hubieses creado, o sea que no lo vuelvas a mencionar.

—De acuerdo. Veamos. Si mal no recuerdo, estaba describiendo el paisaje, antes de que decidieras pararte a comer. Era importante la prisa, puesto que tiene que haber algún acontecimiento crucial que tú fueras a evitar. Aunque dudo que realmente puedas resolver nada, pareces muy enclenque. Luego desentrañarías el misterio del monolito.

—¡Uhh! Que grandilocuente. Lo veo incluso con letras rojas en un cartel de cine: "EL MISTERIO DEL MONOLITO". Pues bien amigo Narrador, que quede claro que no hay ninguna raza antigua durmiendo en el subsuelo. Además este "monolito" no es más que tu corriente exageración de las cosas. A mí me parece un termitero, un poco grande, pero podría pasar por un termitero. Mmm, mmm...

—... un termitero... un termitero... Ha dicho...un termitero... ha dicho que el Monolito construida por la antigua raza Thain de osos polares gigantes era un termitero... increíble... no puede ser... un termitero...

—Calma amigo. Parece que te ha dado un ataque nervioso. Además ¿qué es eso de la raza Thain? No eres nada original con los nombres. Yo me llamo Thuilr. Significa "diente de dragón". La raza Thain de la que hablas te la acabas de inventar. ¡Por favor! Osos polares... a estas latitudes. Te está afectando eso de entrar en la ficción. ¿Qué dices? ¿Nos movemos? Parece que aquellos arbustos tienen bayas y parecen comestibles. ¿Y dónde está el Metanarrador? Hace tiempo que sólo hablamos en diálogo y es un poco cansado.

—¿Ese? ¿El que hasta hace un momento era yo? Pues espero que se le caigan las teclas del portátil y deje de escribir, así nos deja tranquilos.

«La voz del Metanarrador se escucha desde la distancia; le escuchan todos, oye todo y nada le afecta: Moriríais».

—¡Ja! Mira como se cura en salud. No quiere que le pase lo que a ti.

_________________________________

«Una extraña urgencia se apodera de ellos. Recogen las bayas y sus pertenencias. En silencio, se ponen en camino. Tienen que descubrir lo que significan las extrañas inscripciones que hay en el monolito (que habrían visto si no hubieran estado discutiendo inútilmente y se hubieran acercado a mirar).

El misterio del paisaje cobra relevancia para ellos. Después de una tensa discusión, el Narrador consigue hacer entender a Thuilr que es mejor tomar el camino del cañón, que conduce a una extensa llanura, salpicada de protuberancias similares al extraño Monolito que acaban de abandonar. Cabalgan hacia el cañón. Notan como no sólo cambia el suelo, también lo notan en los huesos: el paso del tiempo es diferente, más pesado, más tétrico».

«Después de un tiempo, deciden parar. A lo lejos se percibe una enorme formación rocosa de color rojo».

Imagen II: El gran "monolito", por batjorge. (CC-BY-NC-SA)

—Mira, allí hay un Monolito mucho mayor.

—A ver, un momento, pensemos con claridad. Que el Metanarrador sienta simpatía por ti y te apoye no significa que de repente hayan aparecido Monolitos por todas partes. Son termiteros.

—¿Quieres hacer el favor de mirar? Parece que no tienes ojos en la cara, oh, señor "diente de dragón".

—Estás resentido por lo de tu inexistente raza de osos polares.

—No es cierto. Sólo tienes que mirar a lo lejos. Quizás no fueran osos polares, está bien, puede que me precipitara, pero seguro que eran bastante grandes, no sé si gigantes pero lo suficiente para construir ESO.

«Thuilr por fin miró hacia donde el Narrador le indicaba. Su cara de asombro fue digna de contemplar».

—Os reís de mí, pero si no estuviese yo no tendrías personajes. Pregúntale a cualquiera que puedes hacer en un cuento con un Narrador y un Metanarrador. ¡Nada! ¡YO muevo el relato! Y, vale, a veces creáis alucinaciones bastante convincentes. Pero por más que digáis que eso es un monolito construido por no se que raza, a mí me parece una formación rocosa natural.

«Después de las habituales quejas de Thuilr, los dos se pusieron en camino. Nada más llegar a la base de la impresionante formación rocosa, les recibió un ser delgado con aspecto animal, pero rasgos risueños».

—Han llegado al Monolito Grande. Aquí pueden escuchar todo lo que necesiten saber sobre los monolitos de esta parte del continente. —Al ver la desconcertada cara de los que asumió como turistas despistados, procedió a iniciar la visita—. Este monumento fue construido hace 500 o 600 millones de años por una raza desconocida, aunque creemos que tenían un aspecto parecido a osos de color blanco y bastante envergadura...—Si me acompañan podrán observar los intrincados túneles que construyeron para... —se detuvo al ver que Thuilr sacaba algo de una bolsa.

—Guarde eso —De repente su tono amistoso de guía turístico desapareció—. Las fotografías están prohibidas.

—¿Pero qué haces con una cámara digital? —le recriminaba el Narrador—. ¿Thuilr, "diente de dragón", con una cámara digital? ¿No ves que es un anacronismo? Como mucho tendrías que tener una cámara fija o analógica...

—¿Y porqué no iba a tener una cámara de fotos digital? Nunca has dicho en que época se encontraba enmarcado el relato. Es tu culpa si pensabas que era en 1940 o así.

—Pero... pero... el ambiente... la narración... los bandidos, el ron, el cañón... todo eso desprende un aura de antigüedad, tiempos lejanos, lugares remotos...

—Venga ya.

—Tenías un caballo. Nadie va a caballo ahora.

—Tú me querías endosar un poni. Eso sí que es romper con el "aura" de antigüedad. ¡Un poni! —se dirigió al humanoide—. Perdone, señor. ¿Porqué no puedo hacer fotos? No me irá a decir que el flash estropea la roca, porque está cámara tiene sensores que hacen innecesario el uso de flash incluso con muy poca luz.

—¡Alto ahí! —dijo el Narrador—. ¿Innecesario el uso de flash? Estoy de acuerdo que no esté ambientado este relato en el S. XIX, pero no te pases de listo, ni de siglo.

—Creo que tú aquí ya no eres el Narrador ¿recuerdas? Además, el Metanarrador no parece poner objeciones.

«El assyntu, que así se llamaba la especie humanoide con rasgos animales, los miraba desconcertado. Normalmente las visitas que recibía eran de otros essuntu [plural de assyntu], ansiosos por conocer la historia de sus antepasados y de los misteriosos Thain. Pero en las ocasiones en las que tenía que dar su charla a seres cara-tiesas siempre había problemas. Aún así, ninguno de ellos era tan ridículo como la pareja de forasteros que acababa de llegar, chillándose por todo. El assyntu decidió ignorar las excentricidades de los cara-tiesas y contestar directamente a la pregunta del más delgaducho de ellos».

—Esos aparatos capturan el alma de los sitios y según nuestra re-...

—A ver, señor-guía-turístico, he visto que hay cámaras de seguridad por todos lados. Los monolitos pequeños (y tengo que dejar claro mi opinión: son termiteros) también los tienen, pero es que ¡incluso los cactus tienen agujeros para las cámaras de seguridad! Perdona, pero no me creo eso de que es por respetar las tradiciones sagradas.

—Señor, la política del parque me impide hablar del asunto. No están permitidas las fotografías. Como les iba diciendo, los túneles fueron excavados hace más de 400 millones de años, siguiendo un complicado patrón para conectar las diversas e inmensas salas que recorren el monolito...

—¿Dijo usted que fueron unos osos de color blanco los que lo construyeron?

—Sí, ellos decían que era para entrar en lo que conocían como el Tiempo No-ficticio. Querían llegar a él, puesto que según ellos, el estado normal de todo esto —hizo un gesto con los brazos, queriendo indicar el mundo—, era la no-ficción.

Narrador, al parecer tu introducción en la historia ha variado totalmente el desarrollo normal e introducido elementos completamente ajenos.

—¿Porqué has dicho eso? Suena como si lo hubiese dicho el Metanarrador a través de ti...

—Conque parque turístico ¿eh? ¿Dónde está tu "MISTERIO DEL MONOLITO" ahora? —le reprochó Thuirl, olvidando totalmente lo que le acababa de decir el Narrador—. Este cuento ya no tiene sentido.

—Señor turista cara-tiesa—se percibía que el assyntu estaba fuera de sus casillas, pues utilizar ese adjetivo despectivo delante de los visitantes era algo poco común—, esto no es un parque "turístico". Este el parque natural y etnográfico essuntu del mítico Tiempo de la No-Ficción y del estudio de los Thain, quiénes eran y adónde fueron. También estudiamos a nuestros propios antepasados essuntu. No diga que no tiene sentido. Este mismo año se ha descubiert...—calló repentinamente, con aire culpable—. Bueno, nuestro trabajo es muy importante, pero no creo que sea de vuestra incumbencia.

—Venga, ahora tienes que decírnoslo. Narrador, ¿puedes obligarle de alguna manera? —añadió en un susurro, para que el assyntu no le oyera.

—Ya no soy el narrador, tú mismo lo dijiste. —le contestó, en el mismo tono—. Lo más que podemos hacer es influenciar en el Metanarrador para que nos diga lo que queremos a través del assyntu.

—Perdone, señor... ¿Cómo se llama usted?

—Mindassanya.

—Señor Mindassanya, yo me llamo Thuilr, expreso mis disculpas por nuestra grosería. Si fuera tan amable de explicarnos todo lo que tengamos que saber acerca de este monumento...

Thuilr, ese es un cambio notable. Disculpas aceptadas.

—(psst, Thuilr, ¿te has dado cuenta?, ¡lo ha vuelto a hacer, eso no ha sonado nada natural!)—susurró el Narrador—.

—Como iba diciendo, existen numerosas salas y pasadizos en el interior del enorme monolito. Cada sala tiene su función y pensamos que se trata de una gigantesca nave espacial.

—(¡Resopla!).

—(Vamos a ver, ahora no me salgas arcaico, tienes que ceñirte a una época concreta).

—Aunque de un tipo algo especial: pensaban en ella como una nave abstracta que les serviría para retornar al Tiempo de la No-Ficción. Nuestro último descubrimiento muestra que es posible que lo consiguieran.

«Y ese es el origen verdadero de los osos polares».

—¿Quién ha dicho eso? —dijo Mindassanya.

—Es largo de explicar —repuso el Narrador.

«Con amables palabras se despidieron de Mindassanya y atravesaron de nuevo la llanura y el cañón, volviéndose a encontrar con el primer monolito que indicaba el límite del parque natural. Se acercaron al monolito, grabado en él ponía...»

—¡Ey, mira! Pone ©Copyright Osos Polares Gigantes AKA Thain. Realmente tú y el Metanarrador no tenéis mucha imaginación.

—Olvídalo, vamos a ayudar a aquellos comerciantes a los que vapuleaste.

—¡Eran comerciantes! ¡Me hiciste pensar que eran bandidos!

—Jaja, es broma. Eran bandidos.

«... ... ...»

—¿Qué ha sido eso? —dijo Thuirl.

—Mmm, no lo sé. Parecían como tres grupos de puntos suspensivos flotando por encima de nosotros.

«                                                        »

—Se escucha un vacío muy incómodo, ¿Verdad, Narrador?

—Ahora que lo dices, el Metanarrador parece que se ha quedado callado durante un buen rato. Al principio pensaba que no quería asustar al assyntu, luego le asustó y después nos ha traído aquí y ahora no dice nada.

«Nrghh. Nghh»

—¡Qué ruidos más raros hace!

—Creo que ya sé lo que pasa. —dijo el Narrador.

—¿Qué? —la tensión volvió debido al nuevo misterio, después de descubrir todo lo concerniente a los monolitos.

—Al Metanarrador se le está acabando la batería del portátil o...

—¿O?

—Va siendo hora de que vuelva a ocupar su lugar.

—¡Ah!, ya. Sólo espero que no seas tan malintencionado con tus personajes.

—¿Cómo? ¿No quieres venir conmigo? Al "Tiempo de la No-Ficción".

—¿Puede hacerse?

—Hay que hacerlo con cuidado, si no fíjate en los pobres Thain, como acabaron, marginados a los polos por interferir en la causalidad del espacio-tiempo. Prepárate, vamos al Tiempo de la No-Ficción.

—Vamos allá.

«Hay que decir que luego llovió mucho. Los bandidos se recuperaron de sus heridas. Los dobles de Thuirl y los personajes bajo el yugo del Narrador (y el Metanarrador) tuvieron mayor poder de decisión en sus obras; se evitó que la Realidad se fuera al traste impidiendo la salida de nuevos elementos ficticios hacia el Tiempo de la No-Ficción.

Actualmente Mindassanya sigue investigando en las ruinas del Monolito Grande y es un prestigioso arqueólogo. Thuirl (o al menos otra versión suya) vagó por las llanuras, montado en su caballo y disfrutando de las excelentes fotografías y vídeos de una cámara adelantada a su tiempo».

FIN

Diferentes inspiraciones:

  1. Hay un paralelismo con el Tiempo del Sueño de los aborígenes australianos.
  2. El "Gran Monolito" está inspirado en Uluṟu, también conocido como Ayers Rock, en Australia.
  3. Cuando empecé a escribir el relato estaba escuchando la canción "Misery’s King" de Septicflesh/Chaostar (a pesar de que es un grupo de death metal sinfónico esta canción en concreto es para todos los públicos) y es a la que se hace referencia.
  4. Hay una influencia notable de "El país del fin del mundo" y quizás de Dosflores en "El Color de la Magia" ambos son libros de Terry Pratchett.
  5. Influencia subsconsciente de Otherland de Tad Williams para los assyntu (que se inspiró a su vez en la serie de Marte de Edgar Rice Burroughs).
  6. Ciertos pueblos no industrializados pensaban que las cámaras de fotos robaban el alma.

Fecha de primera escritura: 13 mayo 2012. Revisiones: 2016, 2019.

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Diálogos de ultratumba

- Así que esto es la muerte...

+ Pues sí, Pedro, hasta aquí has llegado

- Es extraña, no se siente nada

+ Tu alma se ha separado de tu cuerpo, no puedes sentir nada, no puedes comunicarte con nada ni con nadie, porque no tienes un cuerpo para hacerlo

- Pero esto es una situación muy cruel, ¿sólo puedo hablar contigo?

+ Sólo puedes hablar con tu imaginación, con nadie más. Yo te voy a dar la bienvenida en estos primeros momentos de tu muerte, y explicar tu futuro

- Pues vaya. Me volveré loco, solo toda la eternidad

+ No, esto es temporal, hasta que se te asigne un nuevo destino y te reencarnes

- ¿Volveré a ser otra persona?

+ No exactamente, puedes reencarnarte en una planta o un animal

- Joder, pues no tiene que ser aburrido reencarnarte en una planta

+ Bueno, si te reencarnas en un roble milenario... pues sí, hay que reconocer que se hace largo. Pero si te reencarnas en una lechuga, en un par de meses vuelves por aquí.

- Visto así... ¿y se sabe en qué me voy a reencarnar?

+Sí, en tu caso se trata de una gallina.

- Anda, no me jodas, en una gallina... ¿Y qué se supone que tengo que hacer? ¿Cacarear?

+ Las gallinas ponen huevos, son muy útiles

- Jeje, voy a tener una regla de esas que dicen los veganos, espero que no me viole el gallo, jejje

+ Bueno, pues sí, te vas a pasar la vida picoteando paredes y poniendo huevos

- ¿Y cómo se hace para poner un huevo?

+ Es fácil, sólo tienes que hacer fuerzas y empujar

- ¿Hacer fuerzas y empujar? ¿Así?

+ Sí, empuja, empuja fuerte

- Mmmm.... empujo... uffff...

+ Sigue, empuja...

- MMMMM... YA SALE!!!!!

+ ...

+ ...

+ ...

+ MIERDA, PEDRO, DESPIERTA, HOSTIAS, QUE TE ESTÁS CAGANDO EN LA CAMA!!!!!!

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Comentario de un restaurante en Tripadvisor

-texto puesto en cuarentena, volverá pronto...-

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Historia de un fantasma verde

1

Tiene buena pinta el tío. Me cae bien.

Fue uno de los primeros en comprender que la simpatía del autor colabora al éxito de sus obras, incluso en un campo tan obtuso como el de la Física Teórica.

Antes de él, al criminal le gustaba parecer peligroso en las fotos de la policía, el boxeador ponía gesto agresivo, el filósofo reflexionaba ante la cámara y el científico trataba de simular una conexión directa con la divinidad. Pero él no: él parecía la propia divinidad, justo después de una partida de dados, o un vendedor de coches de segunda mano, o el celador de un manicomio. Cualquiera de ellos o todos a la vez.

Quizás por eso consiguió que aceptasen su teoría de que el espacio y el tiempo son dos caras de la misma moneda, intercambiables, maleables, negociables entre sí a velocidades de vértigo. Ni siquiera el gremio de impresores, preocupados por la suerte de su industria de almanaques y calendarios, se opuso a sus tesis con la esperada vehemencia.

Cualquier cosa es verosímil si se presenta con una sonrisa. Desde hace siglos los bufones conocían este truco, pero ningún científico se atrevió antes a bajar de su estrado para utilizar las burlas como apoyo para su palanca. 

Él lo consiguió, y desde entonces el pasado y el futuro se confunden según el punto de vista del observador. Y el descrédito, en vez de cebarse en su teoría, cayó sobre nuestra percepción de lo que llamábamos realidad.

Desde entonces los recuerdos son augurios y la anticipación, memoria. Y corren todos juntos, cuesta arriba, en el río de caos.

2

Es el viento y no el catastro el que en realidad mide los solares. Lo que estorba al viento es lo real, y este método funciona bien en la práctica aunque a primera vista pueda parecer un criterio de realidad dudoso. 

Setenta y seis metros por cuarenta y dos. Una buena parcela, incluso descontando las sisas municipales para patios, aceras, farolas y faroles. Más de tres mil metros cuadrados para que el viento haga su ronda sobre los cardos, las piedras y las vacas, cuatro vacas escuálidas y tristonas, que pastan sin nuestro permiso en el terreno mientras el antiguo dueño les encuentra otro acomodo.

Cuando la tierra se convierte en solar se queda estéril. La sal con que se siembra se llama urbanismo y rivaliza con Atila. Los nuevos hunos, en cambio, amamos el césped, que es casi como la hierba, pero bien domesticada. Yo soy uno de estos hunos de nuevo cuño, y me enorgullezco de mostrar urbanizaciones donde antes había pedregales y matojos.

En cuanto al viento, sigue indiferente recorriendo los solares, y nadie le da importancia salvo cuando va vestido de verde. Porque hay veces que el viento se viste de verde, sí.

Verde pistacho y cinturón blanco.

3

La vi por primera vez una tarde de invierno. Una de esas tardes que parecen haber nacido ya noches y aguantan unas horas disfrazadas de luz. Habíamos vallado el solar y hasta encargado el cartel con el nombre de la promotora y el arquitecto. Las vacas seguían allí y no supe nunca ni cómo ni por dónde habían entrado: ese es el primer efecto colateral de la Relatividad, el de la dimensión desconocida por el que entran las vacas en un solar cuando ningún labrador vive cerca porque el único que había se ha mudado a trescientos kilómetros. Un efecto misterioso, pero no hablaré más de él.

El viento soplaba a ratos, como si marchase al paso de la oca. Era un viento solemne y agresivo. Frío. Demasiado frío. Casi con casco en punta.

Al frente del viento iba ella: una mujer vestida de verde pistacho con un cinturón blanco. O la sombra de una mujer. O una bandera agitada, colgando del propio cielo.

Como no podía ser real la miré con atención en busca de un rostro que no pude encontrar. Vino hacia mí y seguí sin verla. La mancha verde parecía sustentar una cabellera pero ningún rostro.

El escalofrío que sentí no merece descripción. Mi huida tampoco.

Regresé a los diez minutos, avergonzado y con un par de aguardientes en el cuerpo haciendo las veces de bofetadas recién administradas a un histérico, si no como remdio, al menos como escarmiento.

No la vi más aquel día.

4

Los coches son criaturas omnipresentes que se cuelan en las postales y hasta en las películas de romanos, así que no es extraño que exijan sus cobijos y guaridas en cualquier edificio, y alcen sus voces con fuerza de titanes.

Cuando excavamos el aparcamiento permanecí atento a lo que pudiesen encontrar. No había hablado con nadie del asunto, pero en cuanto hice un par de comentarios todo el mundo pareció darse por enterado de lo que había que buscar entre la tierra movida por las máquinas. El rumor había corrido por sí mismo después de que alguien más viese a la mujer, o a la mancha verde.

Muchos ojos, demasiados, escudriñaron cada cacetada de tierra que vertían las excavadoras. Revisamos, sin reconocerlo, miles de metros cúbicos de pedruscos, tierra y raíces.

No hubo tumba ni hubo nada. No hubo enterramiento clandestino, ni lápida funeraria, ni necrópolis olvidada. No hubo más que barro para cocer cien mil Adanes, pero ni una sola costilla de Eva.

Con eso pensé calmarme, pero volví a verla. Y otros la vieron también, seguramente, a juzgar por las razones que tuve que escuchar para justificar sus deserciones a empresas que pagaban peor que la mía.

Se acabó el aparcamiento y con él la posibilidad de cerrar la historia con una superchería conocida. Las supersticiones reciben sólo este nombre cuando son viejas y repetidas; si son nuevas, se les llama tonterías.

5

El edificio avanzó a buen ritmo. Las vacas se replegaron a sus posiciones de retaguardia y al viento se le multiplicó el trabajo entre vigas, forjados y columnas. Los tabiques, poco a poco, fueron completando el laberinto.

No había puertas ni ventanas y el viento se divertía por los huecos de los ascensores, las escaleras interiores y los pasillos de las futuras viviendas. A veces yo lo seguía en busca de su cabecilla y a veces creí entrever en un patio o un salón la conocida bandera verde.

A fuerza de no encontrarla, me olvidé poco a poco de su presencia hasta que un día nos encontramos de frente y no pude seguir ignorándola. Era una mujer, o lo parecía, y casi me tendió la mano.

Quise hablarle y tuve la impresión de que ella lo intentó por su parte. Ninguno de los dos lo conseguimos y allí, entre sacos de cemento, vigas, viguetas y azulejos de segunda me convencí para siempre de que el silencio es una entidad real y palpable. Como una pedrada. Como aquel vestido verde con cinturón blanco venido de no sé dónde para decir no sé qué. 

Luego se desvaneció.

Y yo, casi, también.

6

Se puede creer en lo imposible pero no en lo improbable. Es más fácil creen en fantasmas que en la lotería primitiva. 

El encuentro de aquel día tuvo para mí el efecto de la espada de Alejandro cortando el nudo Gordiano: por fin podía tomar en serio el asunto sin burlarme de mí mismo. Y cuando algo se convierte en real es como si debutase en el teatro del mundo, cobrando de repente músculos, huesos y tendones. Los nervios ya los ponía yo.

A partir de aquella tarde la mujer de verde fue real. Pregunté a los obreros, a los vigilantes y a los capataces, y como yo era el dueño de la empresa y el primero en preguntar, salieron a relucir las cosas que nunca hubiesen dicho por propia iniciativa.

Muchos otros la habían visto. Muchos otros se la habían encontrado en diferentes lugares y habían tratado de hablar con ella, o de preguntarle si deseaba algo.

El fantasma de la obra se mencionaba sólo en privado, pero al fin era un tema del que se podía hablar abiertamente.

Aquello tampoco era cabal y un día los reuní a todos antes de la hora de salir y dejé claro que habría que negarlo si alguien de fuera preguntaba porque, en caso contrario, el rumor podría perjudicar la venta de los pisos.

Todos acataron mis instrucciones menos el arquitecto, que opinó que cualquier publicidad era un ayuda.

Tuvo razón: cuando vinieron a preguntar los periodistas y respondí con una sonrisa burlona que sólo eran rumores sin fundamento, la noticia corrió con más fuerza y agilidad que todas las páginas contratadas en la prensa y todas las cuñas pagadas en las emisoras locales de radio. Por pudor o por miedo al ridículo no se dieron datos concretos: algo extraño se movía algunas veces por el edificio Sarmentosa. Una luz. Un vapor. Algo.

Supongo que a algunos los echó atrás. Pero otros que nunca se hubieran acercado a nuestra promoción nos conocieron por ese rumor y fueron a ver nuestras viviendas. 

Y los pisos se empezaron a vender.

7

El comisario Martínez no es un tipo al que se le pueda ir con tonterías. Ni siquiera siendo amigo. Cuando fui a verlo para pedirle que me ayudase con este tema casi me da con la puerta en las narices.

Sólo la vieja amistad consiguió que me escuchara los dos minutos que tardé en explicarle que necesitaba su ayuda para la parte estrictamente material y verificable del asunto: quería saber si en los últimos años había desaparecido alguna mujer vestida de verde. Seguramente no era imposible conocer la descripción del atuendo de las mujeres desaparecidas en los últimos años en la ciudad, o la provincia, o la región entera.

No podía ser muy complicado.

Mi expresión, más que mis palabras, debió de parecerle convincente. En la ciudad no había desaparecido nadie que coincidiese con mi descripción en los últimos veinte años. Veinte años me parecieron poco y conseguí hacerle mirar en los archivos de los cincuenta anteriores: tampoco.

En cuanto conseguí picar su curiosidad, el resto vino rodado: no había ninguna descripción parecida a la mía en cien, ni en doscientos kilómetros a la redonda. Ni en veinte, ni en cincuenta, ni en sesenta años. 

No había desaparecido ninguna mujer vestida de verde. No estaba enterrada en mi solar. Ni siquiera una víctima de muerte violenta se aproximaba a mi modelo.

No había caso para la policía ni caso para los ocultistas.

No había caso.

8

Supongo que el fin último de una investigación es despejar el misterio. Y así fue, porque en cuanto investigamos, el misterio se despejó. O teníamos un fantasma en el solar equivocado, porque también los fantasmas pueden extraviarse, o el simple hecho de considerarlo real y tomarnos la molestia de averiguar su pasado había sido suficiente para calmar sus demandas.

En los meses que transcurrieron hasta que se terminó completamente el edificio nadie volvió a ver el vestido verde. Se organizó el laberinto. Se cerró el paso al viento y la luz eléctrica inundó los futuros baños, las futuras cocinas y los futuros dormitorios. 

La mujer desapareció al mismo tiempo que apareció la luz y eso fue bastante para que muchos se rieran de los que habían afirmado ver algo. Incluso los propios interesado se rieron de sí mismos.

Muerta la penumbra, muerto el misterio. Una aurora boreal puede tomarse por una lucha de dioses en el Walhalla. La canícula de agosto en Túnez, ya es más difícil de convertir en procesión de difuntos que un bosque gallego en medio de la niebla.

Sólo yo la vi una vez más, en un piso concreto, el cuarto derecha, cuando fui a comprobar si había alguna ventana rota porque unos posibles compradores se habían quejado de que había demasiado frío en aquella vivienda.

No había ninguna ventana mal instalada: el frío era ella.

9

Por prudencia dejé aquel piso para el final. No quería que alguien lo comprase y hubiese verdaderos problemas antes de que se hubiera vendido el resto.

Quedaban sólo cinco viviendas cuando un día se presento en la oficina una pareja con un niño. Ella iba vestida de verde pistacho y llevaba un cinturón blanco. Les enseñé todos los pisos y todos les parecieron demasiado bajos. Les dije entonces que me quedaba un cuarto y les gustó.

Firmaremos las escrituras en quince días, si el banco les concede la hipoteca.

No puedo culparme de nada, pero no me siento tranquilo.

Es una tontería. No va a pasar nada. Los fantasmas sólo vienen del pasado, ¿verdad? 

Sólo del pasado.

La Relatividad sólo se cumple a la velocidad de la luz.

Nadie viaja a la velocidad de la luz vestido de verde pistacho.

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7 citas historicas apocrifas aclaradas por sus verdaderos autores

“Más vale morir de pie que vivir de rodillas”, Che Guevara

Esta frase la dije justo antes de que me operaran los cirujanos del hospital Reina Sofía, me iban a implantar unas piernas biónicas de última generación, cómo las de Ironman. Según los médicos era una operación arriesgada por eso estuve meses pensando una frase guapa que decir antes de entrar al quirófano, por si tendría que ir cómo el doctor Xavier de los X-men el resto de mi vida. A lo lejos había unos perroflautas, me escucharon y el resto es historia.

- Jose Juan Martínez Abalos (Murcia, 2012)

“El estado soy yo”, Luis XIV

Fue el slogan que se nos ocurrió para el videojuego de estrategia Age of Empires.

-Bruce Shelley (Michigan, 1997)

“Los fascistas del futuro se llamarán a sí mismos antifascistas”, Winston Churchill

Aún sigo pensando que lo que dije es verdad, pero se me malinterpretó. En mi época había muchos que iban de antifascistas, pero en realidad eran unos fascistas de tomo y lomo. Muchos de ellos los intente alistar en mi partido, pero aun tenia que pasar más tiempo para que fueran lo suficientemente fascistas para entrar en mi partido. Lastima que los aliados me robarán la frase.

-Adolf Hitler (Berlín, 1944)

“Perdonen que no me levante”, epitafio de Groucho Marx

¡Otra frase que me robaron! Está la iba a usar si la operación salia mal. Tuve que contarle al marmolista la famosa frase para que la tallara en mi lápida por si moría en quirófano. El muy chismoso la publicó en internet con la cara de Groucho.

- Jose Juan Martínez Abalos (Murcia, 2012)

“Conócete a ti mismo”, Socrates

Esto se lo dije yo a Socrates y no él a otro. Robando ideas hasta después de muerto.

Critón de Atenas (Atenas, 465 a.C.)

“Los buenos artistas copian, los grandes roban”, Pablo Picasso

Yo soy un artista de los que ya no quedan, tengo un arte que no se puede copiar. Solo algunos me han intentado copiar, incluso han hecho películas, pero yo soy el más grande y no se me puede imitar. Soy el mejor robando.

-Martin Cahill (Dublín, 1965)

“No te creas todo lo que leas por internet solo porque haya una foto de su cara al lado”, Abraham Lincoln

Debido al aumento de citas falsas expuestas en internet hice esta cita obviamente falsa de Abraham Lincoln para que la gente se diera cuenta que internet te pueden mentir. La jugada me salió bastante mal, ya que ahora hay gente que no se cree las citas que son claramente verdaderas, y todo porque se lo ha dicho su expresidente con mejor barba.

-Alejandro Magno (Babilonia, 322 a. C)

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Trabajos forzados

El sol caía impasible, con la crueldad del hierro que imprime su anagrama sobre el lomo de una res. Desde poco después de amanecer, un fuego sordo y blanco como el luto de Hiroshima se había hecho dueño absoluto del cielo, disolviendo primero cualquier conato de nube para volatilizar después hasta la última gota de humedad del áspero pellejo de la tierra; una tierra delgada, frágil, a duras penas suficiente para cubrir la roca: tierra extendida como un mísero pedazo de mantequilla sobre un mendrugo de pan centenario.

El aire, recalentado, sostenía en vilo el polvo que levantaba los contantes golpes de pico sobre la roca, impidiéndole volver al suelo hasta que lograba adherirse en el rostro y las ropas del condenado.

Sergio jadeaba a causa del esfuerzo, pero no podía detenerse. Llevaba así seis horas y le quedaban aún cuatro más antes de poder regresar a los nudos y asperezas de su cena y su camastro. A veces paraba unos segundos, no más de los justos, para secar el sudor que amenazaba salvar el dique de las cejas para herir los ojos con su aguijón salado.

Tenía las manos destrozadas, cubiertas de ampollas y viejas heridas a medio curar, pero sólo muy de tiempo en tiempo se acomodaba las vendas con que trataba de protegerse las llagas más maltratadas. Sé detenía únicamente cinco minutos cada media hora, a punto de derrumbarse, pero cuando concluía el tiempo de su descanso volvía ponerse en pie para seguir con su tarea.

La roca cedía muy lentamente a los golpes de su pico, más haciéndole una pequeña concesión para que no desmayara que por verdadero triunfo de su esfuerzo.

Sergio llevaba un mes picando y no había conseguido avanzar más que una docena de metros en la enorme mole de piedra que debía desmenuzar. Pero el esfuerzo físico, el trabajo hasta la extenuación, no lograban anular totalmente el pensamiento: una y otra vez volvían a su mente las imágenes de la muerte de Ana, su esposa. Él la había matado.

A veces, incluso en medio de aquel infierno, recordaba también los buenos tiempos, cuando se conocieron. Fueron años inocentes, o al menos merecedores de una absolución por falta de pruebas.

Ella era una chica desgarbada que servía copas en un garito de moda cuando él decidió salir del cascarón académico para tratar de averiguar a qué olía el mundo. Un día, por sorpresa, le asaltó la idea de que los hombres se diferencian de las máquinas en que tienen también una existencia fuera del trabajo que desempeñan y decidió ser solamente uno de los mejores abogados del país en vez de Sergio el Insuperable, futuro Fiscal General, Martillo de Delincuentes y Anatema de Abogados defensores.

Le faltaba sólo un año para finalizar la carrera y sus calificaciones destacaban tanto que nadie podía imaginar un obstáculo capaz de detener su marcha triunfal. Inmune a los vicios, suscitaba todas las admiraciones, aunque muy pocas envidias.

Sin embargo, aquella chica escuálida y feúcha le cautivó de tal modo que, sólo por verla, se unió a un grupo de compañeros suyos, juerguistas por vocación, para los que el estudio no era más que un brillante pretexto para la diversión.

Sus notas descendieron hasta lo que él consideraba míseros notables, pero le pareció que había merecido la pena cuando, contra todo pronóstico, ella le sonrió y le dijo que sí, que le gustaría darse una vuelta con él después de salir del trabajo.

Cuando evocaba esa clase de recuerdos la piedra parecía volverse un poco más blanda, y su pico lograba desprender pedazos de roca ligeramente mayores.

Incluso el sol calentaba menos cuando pensaba en los primeros meses después de su boda, cuando él ya había acabado sus estudios y conseguido, a la primera, una plaza de fiscal. Le destinaron a una pequeña ciudad del Norte y Ana se despidió del dueño del garito, que a partir de ese momento comenzó a perder clientela a pesar de que las camareras eran cada vez más guapas y exuberantes. La chica tenía algo, en la expresión, en la mirada, en la leve negligencia de sus movimientos, y no sólo Sergio lo apreciaba.

En aquella época comían cualquier cosa, tenían la casa como una pocilga y hacían el amor con la furia incontenible de los prisioneros que han recobrado su libertad sin un ápice de arrepentimiento por los delitos cometidos.

Los fines de semana los pasaban en la costa, cogiendo lapas para improvisar una sopa o, simplemente, contemplado las olas los días que el mar no estaba de humor para bañistas.

Al anochecer volvían a casa y escribían cartas, montones de cartas para amigos que hacía años que no veían, o para otros que no habían visto nunca, porque a Ana le gustaba intercambiar postales con gentes de países remotos, participando un poco de su exótica lejanía. A veces, para burlarse de los demás y de ellos mismos, intercambiaban sus papeles y ella escribía a los amigos de él, y viceversa, provocando malentendidos que nunca se molestaban en aclarar.

«Lo malo es que aquellos tiempos no duraron mucho», pensó Sergio, secándose una vez más el sudor con el antebrazo.

La brillantez de que hizo gala en el desempeño de su trabajo, y también un par de golpes de suerte, le hicieron ganar méritos rápidamente y fue trasladado a una bulliciosa ciudad del interior. Allí su vida, sus vidas, debían cambiar: aquella era su oportunidad para acceder a un puesto importante y Sergio no estaba dispuesto a desaprovecharla. Había empezado a tratarse con ciertos personajes políticos y existía la posibilidad de que se acordasen de él para un importante puesto en el Ministerio, o incluso más arriba. A pesar de su juventud, podían nombrarlo incluso fiscal de sala de la Audiencia Nacional, un puesto con el que soñaba desde antes de comenzar la carrera.

Todo eso dependía, por supuesto, de su habilidad en el trato social y de su conocimiento de los laberintos políticos. Para no perder la ocasión y estar a la altura de las circunstancias debían recibir la visita de un montón de gente y la casa tenía que estar presentable: se gastaron una fortuna en mobiliario nuevo y empezaron a ser esclavos de su imagen. 

Las salidas de fin de semana fueron abolidas por necesidades del guión: eran los días perfectos para las relaciones sociales, para las visitas y para participar en determinados eventos culturales en los que lo que importaba verdaderamente era lo que se comentaba en los entreactos, o en la tertulia informal de la salida.

Ana no tardó en decirle a su esposo que no le gustaba vivir de aquel modo, que quería volver a disfrutar de las cosas que realmente les hacían felices. Pero Sergio no quiso saber nada de las quejas y la acusó de querer echar a perder su carrera, pretendiendo que todo el mundo fuera tan inconsciente como ella. Ana se dio cuenta de que era inútil seguir con la conversación y prefirió guardar silencio, abrumada por el peso de su descubrimiento: lo único que le hacía verdaderamente feliz a él era seguir ascendiendo por el empinado muro del escalafón judicial.

«Luego vino lo peor», pensó Sergio, regodeándose en el dolor que acababa de producirle una esquirla de piedra que le había golpeado la frente.

Cuando el médico le dijo que no podía quedarse embarazada porque sus ovarios estaban ridículamente subdesarrollados, Ana se terminó de hundir. Durante algún tiempo trató de aferrarse a su marido, pero él estaba demasiado ocupado redactando interrogatorios y conversando con amigos a los que ella debía sonreír. En lugar de recibir consuelo debía ofrecer buena cara, y eso fue demasiado para ella. Sergio intentó ayudarla, pero de su boca no salieron más que las torpes palabras de lo funerales de compromiso.

Al fin y al cabo él también se quedaría sin hijos, pero los hijos tienen la molesta costumbre de exigir tiempo y esfuerzo, y Sergio tenía todo su esfuerzo comprometido en otra causa. Ella pensó que, aunque dijera lo contrario, Sergio se alegraba en el fondo de librarse de aquella carga y se sintió aún más infeliz. Las desgracias compartidas son siempre más tolerables que las desgracias a solas; es una idea miserable, sí, pero así somos y no vale la pena edulcorarlo con mentiras piadosas.

El sol acababa de escapar de una nube suicida que había logrado aprisionarlo unos instantes y golpeaba con renovada fuerza, tratando de recuperar el tiempo perdido en su determinación de abrasarlo todo.

Sergio sudaba a chorros, pero seguía golpeando la piedra con rabia, hiriéndose las manos con el mango de la herramienta, pero todo dolor le parecía poco y seguía picando con todas sus fuerzas hasta que se quedaba sin respiración o caía de bruces sobre la roca.

La noticia de su esterilidad sumergió a Ana en una laguna de tristeza de la que no pudo sacarla el consuelo ni la compañía de las esposas de los amigos de Sergio. Ellas se esforzaron en hacerla sentirse mejor, pero Ana no pertenecía al mundo de aquellas mujeres y se negaba tozudamente a integrarse en con él: ella era una camarera de barrio y ansiaba recuperar su mundo de diversiones poco sofisticadas, copas con poco limón y risas sin la mano delante de la boca.

Intentó hablar de nuevo con Sergio pero él había cambiado de registro. Ella le dijo que no era feliz a su lado, que estaba harta de aparentar ante sus amistades, harta de pasarse la vida haciendo cosas que consideraba estupideces, que odiaba que controlaran su forma de hablar y de vestir. Dijo muchas cosas que él sabía que eran ciertas, y Sergio se limitó a preguntarle si quería el divorcio.

Ana soltó un gemido, se dio la vuelta y se encerró en el dormitorio dando un portazo. Para llorar, supuso él.

Al poco tiempo salió de casa dando otro portazo, y al regresar se abrazó al cuello de su marido, que no se había movido del salón.

—No, no quiero el divorcio— le susurró.

—Pues entonces no te comportes como una chiquilla o no tardaré en quererlo yo— respondió Sergio, aún dolido por el eco de las palabras que había escuchado hacía unos momentos.

Ella sonrió y dijo que iba a darse un baño.

Cuando pasó una hora Sergio se extrañó de que tardara tanto. Llamó a la puerta varias veces pero no respondió nadie.

Sergio tuvo que pedir ayuda a un vecino para derribar la puerta y encontrarse a Ana sumergida en un repugnante líquido rojo.

Se había cortado las venas. Antes de hacerlo, informó al juez de su intención en una lacónica nota: la que fue a echar al correo en su ultima salida.

No hubo preguntas. No hubo problema. 

Pero aunque sus amigos trataron de convencerlo de lo contrario, Sergio se procesó a sí mismo y se encontró culpable: compró una finca en las montañas y se condenó a doce años de trabajos forzados.

Nadie pudo impedírselo: cada cual, en sus tierras, tiene derecho a picar toda la piedra que quiera.

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El ángel de las castañas

¿Habéis visto alguna vez una mariposa posada sobre el cuerno de una vaca? ¿La habéis visto desplegar suavemente sus alas mientras la vaca rumia indolente su heno?

Así era ella vendiendo castañas asadas en aquel chiringuito con forma de locomotora, en pleno auge de las fiestas navideñas, cuando el frío apretaba y apetecía, más que las castañas, el calor que desprendían. Cuanto más hermosa parecía, más ridícula resultaba la locomotora de hojalata, más grotesco el montón de periódicos viejos en usaba como envoltorios y más sucio el hollín.

Nunca supe si era la hija del dueño o sólo una empleada de paso, o si se trataba de una niña bien jugando a pagarse por una vez el curso de idiomas en el extranjero. Tampoco sé de dónde vino ni qué fue de ella después de aquella única navidad. Me hubiese gustado preguntárselo, pero nunca me atreví, quizás por no convertirla en realidad. Preguntarle por su vida hubiese sido como abrir voluntariamente los ojos en medio de un buen sueño, y nadie hace tal cosa. No me culpen.

No llegué a saber nada de ella. En alguna conversación informal, como por casualidad, me enteré de que hubo más gente que trató de conocer algún dato más sobre ella, pero no logramos averiguar más que su nombre y un par de vaguedades apócrifas, como que venía del norte y se alojaba en casa de un anciano con acento extranjero.

Al final, mis pesquisas se tuvieron que conformar con el magro resultado de que se llamaba Cristina, pero aunque han pasado los años, casi veinte, y nunca volví a verla, a veces la recuerdo todavía como el que ha visto a un ángel o ha asistido a un prodigio capaz de hacerle cambiar su concepto y su visión de las cosas.

Y quizás haya algo de eso, porque cuando la recuerdo, casi sin rostro, con una coleta larga y brillante que bien podría haber sido una aureola desplegada,tengo la extravagante impresión de haber sido uno de los pocos privilegiados a los que les ha permitido contemplar de cerca una razón par no detestar este mundo y esta época que nos ha tocado vivir.

Aquella muchacha era la imagen viva de la alegría; su sola presencia era una especie de gozo capaz de la paradoja de alegrar cualquier día y a la vez ransmitir a los hombres una especie de tristeza desasosegante: era imposible mirarla sin tener la sensación de que cualquier vida lejos de ella era una vida malgastada.

Nadie conoce el mecanismo que rige la creación de los recuerdos, ni por qué razón nos quedamos para siempre con el nombre de una marca de caramelos mientras el rostro de nuestra abuela se difumina poco a poco. Algo así me pasa con ella, porque por más que lo intento ya no soy capaz de verla detrás de aquel mostrador desgastado, sino caminando junto a la catedral, al atardecer, con un estuche debajo del brazo. Siempre deseé seguirla, con la esperanza de ver salir un clarinete o una flauta travesera de aquella caja negra, pero nunca me atreví a tanto. Y no fue por temor a que ella me viera o por lo que podría pensar de mí, sino por lo que yo podría pensar de ella: cuando después de meses enteros de zozobras se alcanza el equilibrio emocional a fuerza de sangre, hay que tratarlo con mimo y no tentar a la imaginación. Quizás fuera por eso, por el momento en que la conocía, por lo que se fijó de tal modo en mi memoria. Seguramente han oído hablar ya de muchos casos de divorcio, y de cómo las promesas de amor se convierten en declaraciones de guerra, guerra total, sin prisioneros, donde lo que más interesa no es acabar con el enemigo, sino causarle heridos y mutilados que atesten sus hospitales, aterroricen a sus civiles y entorpezcan sus movimientos.

No les aburriré con mi historia, ni expondré a su juicio mis razones ni las de mi exesposa: se lo cuento sólo para que entiendan cual era mi estado emocional y sean un poco comprensivos con esta pequeña obsesión que aún me persigue.

Entonces, se lo aseguro, aquella muchacha era para mí como una aparición celestial, o al menos ese era el efecto que me causaba. Traté de reírme, pero pronto comprendí que no había necesidad; si funcionaba contra la violencia y la ansiedad, era buena. Y funcionaba.

A eso de las nueve y media, cuando sabía que cerrarían el chiringuito, me daba una vuelta por la calle peatonal para verla alejarse. La miraba siempre a cierta distancia, en esa perspectiva que buscan los pintores para representar la perfección. La seguía con la vista hasta verla desaparecer entre la muchedumbre, o tras alguna esquina, sin llegar a saber si iba al conservatorio a interpretar a Bach o a un garaje a ensayar un concierto con sus compañeros de grupo rockero.

La imagen de la esperanza es para mí la de una persona joven con un instrumento musical, pero ella no era sólo esperanza: parecía guardar en aquel estuche el último aliento de los disparates infantiles, la solución al laberinto que lleva desde lo que uno es en realidad a lo que quiso ser siempre, sin saberlo. Cuando caminaba por la calle parecía llevar en torno suyo algo como un vapor incierto del que emergiesen imágenes sin contorno, difusas, escapadas de un espejo empañado por el tiempo. Cuando la veía dirigirse hacia el paseo, no era sólo una muchacha caminando por la playa, sino el paso de cualquier belleza por el mundo, liviana y pasajera: realidad convertida en alegoría.

Recuerdo una ocasión en que había menos gente que de costumbre haciendo cola frente al chiringuito y llegó el dueño, un tipo gordo y calvo. Ella dijo que iba a no sé dónde rápido y comenzó z quitarse allí mismo el mandilón negro para ponerse el abrigo. Era un gesto totalmente normal, pero me sorprendí a mí mismo más pendiente de sus gestos que de su cuerpo, reconociendo, y por primera vez no sólo con la mente, que es más gratificante encontrar armonía que deseo. Luego la vi alejarse y cuando me di cuenta de que la estaba mirando con demasiado descaro traté de volver a la realidad de aquella pobre locomotora falsa que sólo asaba castañas, pero los demás, los otros tres o cuatro clientes que esperaban, miraban en la misma dirección que yo.

En ese mismo sentido, aún guardo otro recuerdo de ella. Fue la tarde del día de Nochebuena, de risas y familias paseando bajo el frío. Aquella tarde hacía demasiado frío para pensar en otra cosa que no fuese taparse la nariz y guardar las manos en los bolsillos.

Media docena de transeúntes hacíamos cola para surtirnos de castañas asadas y alguien, un hombre ni demasiado joven ni demasiado viejo, un hombre que podría englobarlos a todos en la indefinición de sus rasgos, le dijo una procacidad a la muchacha. Ella ni siquiera se inmutó. Se limitó a envolver las castañas en una hoja de periódico y a esperar el pago. Pero los demás lo debimos mirar de tal modo que el hombre se retiró a toda prisa, mirando al suelo, sin recoger siquiera lo que había pedido.

Lo habíamos sorprendido escupiendo en la pila del agua bendita.

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El blog marciano

Sergei Korolsky es ruso, pero su nave lleva el emblema de la NASA y su traje espacial una bandera azul con estrellitas que no es de ningún país pero que de todos modos aporta por igual fondos para la misión y exigencias de todo tipo.

Hay más símbolos por ahí desparramados, cuidadosamente olvidados por el área visible para las cámaras, pero sus dueños dan menos la lata que los de la banderita azul: saben lo que les corresponde a cambio de lo que pusieron y no piden más.

Sergei piensa que seguramente se trabajaba más a gusto antes, cuando las misiones espaciales eran a veces secretas y las respaldaban naciones a menudo enfrentadas entre sí. Porque las naciones creen en cosas como el honor y el prestigio, y son capaces de pelear a muerte por recursos naturales o dominios estratégicos, pero en cambio no creen en conceptos como la imagen corporativa y no se ensañan con sus trabajadores por unos segundos más o menos de presencia ante las cámaras.

Korolsky es el primer ser humano en Marte. Se ha tragado un viaje de varios años, y otro que le queda para regresar, si es que regresa, porque no tiene muy claro que los cálculos se hayan hecho correctamente y la gravedad del planeta Marte no es moco de pavo. Seguro que son capaces de haberle enviado con sólo billete de ida para que construya la primera fase de la estación marciana, y luego que espere allí a que vayan a recogerle. O a que vayan a hacerle compañía.

Demasiada comida en el almacén. Demasiada agua. Lo van a dejar allí, los muy cabrones. 

Pero eso ya se verá. Faltan todavía dos años para el momento del regreso. Hasta entonces, trabajar sin descanso en la construcción de la primera colonia y escribir el blog. La misión hay que financiarla, y hay que ilusionar a los humanos con la posibilidad de una emigración a Marte. Uno de sus principales trabajos es escribir un blog, una especie de diario en internet, donde explicar cómo se vive en Marte y publicar fotografías y vivencias.

Lo último que le dijeron es que tenía alrededor de dos mil quinientos millones de visitas diarias.

Dos mil quinientos millones. Menuda animalada. Y todos pendientes de lo que siente el primer hombre en Marte, de sus pequeñas vivencias e inquietudes, de los problemas cotidianos y los inconvenientes con los que no se contaba.

Tiene que caer simpático y hacer que la Humanidad se interese. Tiene que convertir la emigración en una posibilidad agradable, y hasta deseable. Tiene que satisfacer a toda esa gente, darles su ración diaria de mito y héroe, de exotismo y aventura.

Pero no se le ocurre nada. Se pone ante el teclado y no se le ocurre nda.

Vivir en Marte es como vivir en cualquier otro lado, porque te llevas contigo todo lo que eres. Y Korolsky es astrofísico, no escritor, y después de tres días se ha hartado de los amaneceres marcianos, y después de cuatro se siente como un pez en una escafandra, observado por millones de ojos, obligado a saludar con l mano.

Y no se le ocurre nada.

Dos mil quinientos millones de seres humanos miran a diario una pantalla en busca de sus experiencias, en busca quizás de apoyo o compañía, y el caso es que a él se la bufa, porque se siente solo, y la radio no le hace compañía, y el conocimiento cierto de que figurará en las enciclopedias del futuro ya no le parece recompensa, y la desconfianza de que no va a poder volver pesa más que toda la vanidad y todo el orgullo de ser precisamente él quien ha dado el gran paso para la Humanidad.

Se sienta ante el teclado y saluda al blog. Sabe que si dice algo inconveniente se lo censurarán. De pronto, sonríe: cree haber encontrado la salida: los días que no tenga nada que decir, basta con soltar impertinencias y ya se buscarán alguien allí abajo que escriba lo que no ha escrito él.

Sí. Eso es. Él ya está en esa mierda de pedrusco que tanto interesa a los humanos porque jodieron su propio planeta. Él ya ha cumplido su parte. La crónica que la escriba el que no ha hecho el viaje. Como siempre.

Empieza a escribir.

«Hoy estoy hasta los huevos. Trabajar a solas en un sitio donde no hay nadie más no hay quien lo aguante. El que espere encontrar una vida nueva en Marte que se venga acá con otro cerebro, porque no es posible cambiar nada si no cambiamos nosotros. Esto es una mierda, como cualquier agujero de Siberia o de Arizona. Esto es una puta mierda sin esperanza de encontrar una sonrisa en la camarera que te sirve una cerveza, o un buen cantante en una bar de carretera. Esto es la cagada sin esperanza y sin sorpresas. Creedme, amigos: no vale la pena ir a ninguna parte. Si lo que buscas no está a tu lado es que es un cepillo de dientes de modelo raro o alguna mamonada por el estilo. Si es importante, seguro que lo tienes a lado o no está en ninguna parte.

Por hoy, vale. En Marte también hay días chungos.»

—Ya está. Que escriban ahí abajo lo que quieran. —se dijo Korolsky.

Pero no le censuraron. Salió tal cual y la audiencia de su blog subió a tres mil millones.

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El panelador

Luis-2 Martínez-8 llegó a la lanzadera con muy pocas ganas de subir a la estación, al cubículo, como lo llamaban los veteranos. Se embutió en el maldito traje que le rozaba en los hombros, como ya había dicho veinte veces, dos con formulario oficial y tres con quejas por escrito al buzón del departamento. Departamento en general, porque parecía que no había ningún departamento que se encargara de fallos en los diseños de los trajes. El día que vinieron a tomarle medidas le recordó aquel día que le explicaron que la encimera de su cocina, por su forma, se diseñaba con láser y que como las paredes no estaban perfectamente a noventa grados, harían los muebles con cada ángulo de cada esquina, para que encajara como un guante.

Guante, otra historia, la unión metálica a rosca segura de sus guantes era como si alguien hubiera puesto las tallas a bulto. Encajaban bien, sí, pero si la manga era talla hache, los guantes era tres equis hache y parecía que llevaba unas manoplas para el frío.

La cocina, sí, cuando llevaron los muebles, le preguntó al técnico sobre los ángulos, este señor no sabía nada de los láseres ni de los ángulos de su cocina; todo lo que trajo, que es lo que le habían encargado, estaba a noventa grados. Tras un par de videollamadas al responsable de los láseres de ángulos, éste finalmente le dijo que hablara con el contratista, que se había usado una I.A. para calcular costes y pagos y que no sabía nada más.

El señor que montó la encimera y los muebles de cocina llevaba un asistente inteligente y un pequeño robot mecánico, nada espectacular, pero montaron la cocina en una hora, encimera incluida, sólo que había un ángulo de unos doce grados de separación entre el final de los muebles y la pared. Ante mi queja, matizada y educada, se me dijo que el panelador vendría con la solución la semana que viene.

El panelador.

Me rozaba el traje en los hombros y los guantes eran un poco más grandes que mi talla, pero como cerraban bien pues nadie se molestó tampoco atender mis quejas. Total. Sólo era un ingeniero electricista y sólo iba a la estación espacial a reparar unas luces de una docena de salas, luces que parpadeaban sin motivo aparente y porque el personal científico se había quejado a la central. Yo también me había quejado de lo del traje y de lo de mi cocina. No, mi cocina no tiene nada que ver, pero para el caso es la misma mierda.

Panelador. Dos semanas después vino el panelador, trajo un panel de madera tratada con fibra de vidrio y la atornilló para que falseara los noventa grados de una esquina que mis paredes no tenían. Bueno, era la típica chapuza que da apariencia pero no resuelve el problema de por qué rayos me mandan un tipo con láseres para medir ángulos y luego nada de eso vale para nada. Lo mismo con lo del traje.

Mientras ascendía en la lanzadera hacia la estación me preguntaba por qué rayos se habían estropeado esas luces que habían costado veinte veces mi casa, sólo las luces. Supongo que alguien había llevado un medidor láser primero y luego había llegado el panelador.

No sé ni cómo siguen vivos ahí arriba.  

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El sentido final

El sentido final

La mirada de Carlos ya mostraba signos del virus, el resto del grupo lo miraba consternado, su líder comenzaba el proceso de trasformación y luego en Fuengirola, solo serían seis las personas resistiendo tras los muros del Castillo de Sohail.

Europa yacía en penumbras, solo permanecían algunos bastiones de seres pensantes diseminados por ahí, todo se había vuelto oscuro y hordas de depredadores hambrientos caminaban sin rumbo, devastando todo a su paso, un paisaje desolador.

El grupo debía afrontar la inminente pérdida de Carlos, el cerebro y músculo, el que había librado mil batallas, el de la mano tendida y el corazón abierto en un mundo que paso de gris a oscuro en días. Justo, antes de entrar a la fortaleza, su brazo quedo atrapado en la boca de una persona sin alma y en ese instante, la suya tocó la puerta para despedirse.

El líder sintió irrumpir algo desde sus entrañas, una ola de escalofríos sacudió su cuerpo, en sus venas algo se movía a toda prisa, era el mal que andaba corto de tiempo y sin escrúpulos, avanzaba hasta su cabeza para formatearle la mente y convertirle en un ser sin alma. Carlos había proyectado este momento de mil maneras distintas, aun así, el miedo se hizo presente, todos los presagios oscuros eran pequeños al entrar el diablo en tu cuerpo, sus compañeros tendrían que sacrificarlo o acabaría con ellos.

Lo veía todo con claridad dentro de la oscuridad reinante, de una u otra manera dejaría de ser Carlos y decidió refugiarse en los recuerdos antes de dejar este mundo, pero la pandemia no le dio tregua y enseguida le clavó una filosa puntada en su cabeza, arrebatándole la visión, se hizo de noche y se vio sumergido en las mismísimas tinieblas.

—¡Por Dios, no veo nada! —Grito aterrorizado—¡Háganlo pronto Por favor!

Mientras la epidemia seguía su curso y le asestaba otro golpe, le desconectaba los auriculares, el silencio le aturdió, no llego a oír las palabras de consuelo de sus horrorizados compañeros, los mismos que debatían de quien tenía los cojones de acabar con el suplicio de Carlos.

El negro absoluto no fue suficiente y de repente el olor se esfumó, ya no veía, no escuchaba ni olía, el dolor en su cabeza era infernal, los agentes del mal percutían con ferocidad en el control de mandos, abatiendo también al sabor, solo se resistía un sentido: el tacto.

Entre el dolor insoportable reconoció unas manos acariciando su rostro y el beso de unos labios en la mejilla, luego vinieron abrazos húmedos y más caricias, el terror se apoderó de Carlos, cerró los ojos apagados, resignado esperaba el inminente desenlace. En un par de segundos el presagio le atravesó la frente, un destello se llevó su alma y el miedo desapareció junto a él para siempre.

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Pico-relato

Treinta y seis niños en una habitación. Sin puertas. Sin ventanas. Ahora son treinta y cinco.

menéame