El cuerpo de Pedro Lillo se ha perdido para siempre y como él los de cientos de republicanos ejecutados en La Almudena. “Durante años, subíamos, como un reguero de hormigas en silencio, decenas de mujeres, niños y algún hombre, al cementerio para estar cerca de nuestros muertos. Todo eran llantos contenidos porque a los rojos tampoco les dejaban llorar”, recuerda Josué. “En la tapia siempre había restos de fusilamientos: sangre, lápices de carpintero… Mi madre solía taparlos echando tierra. No cobró pensión de viuda hasta 1980.
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