Ni Roma ni París, las dos ciudades más pobladas del Occidente cristiano, se acercaron al esplendor de Córdoba, el mayor núcleo urbano de la Europa árabe-islámica dónde había una población de casi un millón de almas en pleno siglo X. Las calles estaban empedradas y alumbradas de noche. Se podían andar quince kilómetros a la luz de los faroles junto a una serie ininterrumpida de edificios. La Córdoba musulmana era famosa por sus jardines, alcantarillas, acueductos y paseos de recreo, cuando Londres y París eran aldeas toscas y nauseabundas.
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