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Del Valhalla a las 72 vírgenes pasando por el paraíso: las tres claves de las religiones

Desconocimiento, miedo y anhelo. Son los tres pilares que sustentan toda religión, y que han pervivido a lo largo de los milenios cambiando de forma. Estas tres claves (tan entrelazadas entre sí que muchas veces se fusionan) se encuentran en las antiguas religiones politeistas y las modernas monoteistas, aunque el objeto sobre el que se proyecten varíe conforme avanzan los siglos.

Los antiguos pueblos temían y anhelaban las lluvias, a la vez que desconocían su origen y dinámicas. Ansiaban que regasen sus campos y no degenerasen en tempestades, sentían terror por la sequía y las inundaciones, y desconocían cómo lograr que las lluvias fuesen buenas y no dañinas. Por eso nació Tlaloc en México, Frey en los vikingos o Min en Egipto. Lo mismo puede predicarse de las cosechas, las guerras, la muerte, el sol o el comercio. El hombre quiere comprender y controlar los aspectos esenciales de su vida, y los dioses eran una vía para lograr esa falsa sensación de seguridad.

¿Surgieron de forma espontánea o respondieron a la ingeniería social de las clases dominantes de cada pueblo? Si tenemos en cuenta que las religiones politeistas llamaban al pueblo a honrar y someterse a las clases sacerdotal y noble, parece que sus creadores primitivos eran conscientes de su falsedad, y las instauraron para controlar, someter y dominar al vulgo iletrado. A ello podemos sumar las recompensas que prometían. Una vida plena y grandiosa tras la muerte, pero siempre y cuando el guerrero muriese en singular combate defendiendo a su rey, o el campesino llevase una vida de abnegación y trabajo. El mito de la plenitud tras la muerte, por sí solo, habría llevado al suicidio masivo de los creyentes, así que había que ligar a esa plenitud el requisito previo de haber vivido haciendo lo que la clase dirigente esperaba de uno. Por eso al Valhalla vikingo sólo iban los guerreros caídos en batalla luchando ferozmente por sus condes y reyes.

Plenitud tras la muerte si se lleva una vida acorde con los designios de los dioses...éste es el puente que liga las viejas religiones con las nuevas. Las 72 vírgenes del Islam o el paraíso cristiano-judío. Innumerables reyes han usado este argumento (convenientemente unido a oscurantismo, represión y persecución de cualquier idea distinta) para sojuzgar a los pueblos europeos desde la Edad Media al siglo XVIII, y muchos ulemas y ayatolás siguen empleándolos en determinados países musulmanes hoy. Es más, en España la Iglesia pedía resignación y sumisión a los obreros y campesinos que pedían pan en los años 20 del siglo XX, prometiéndoles la gloria eterna si sufrían lo bastante. El mito no fue lo bastante fuerte y surgió la Segunda República, que se destruyó con bombas alemanas porque el envenenado mensaje de "vive de rodillas para alcanzar el cielo" ya no engañaba a suficientes personas.

La gran diferencia entre las viejas y las nuevas religiones es que éstas últimas miraban algo más allá del fuego, la lluvia o las cosechas, y empezaban a filosofar sobre el valor del ser humano. El hombre como espejo de Dios, el amor como mandamiento supremo, la dignidad del ser humano y el fomento de la misma como camino a la plenitud...fueron elementos que comenzaron a desarrollarse a lo largo de los siglos por los sectores más progresistas de diversas iglesias, y que entroncaron con el pensamiento de otras escuelas humanistas.

Unos dicen que Dios existe y otros lo niegan, pero todos podemos sentir y admirar la grandeza del ser humano. Su capacidad para amar, sacrificarse por un ideal, crear, ser libre, avanzar en el conocimiento, disfrutar el arte y la belleza natural...y concluir que, si existe un orden natural de las cosas, debe centrarse en la defensa y protección de todos esos bienes genuinamente humanos, cuya promoción y desarrollo es el único camino a la felicidad y la plenitud del hombre. En contraposición con los ritos vacíos y absurdos de las diversas liturgias, esos bienes constituyen un denominador común, natural y universal para todo individuo independientemente de su raza o pueblo. Todos los tenemos y su promoción lleva a la plenitud, una plenitud lo suficientemente intensa como para que no tengamos que pensar ni temer en la vida después de la muerte.

Cualquier religión se seguirá basando en los pilares de desconocimiento, miedo y anhelo. Pero si logra convertir en su piedra angular el anhelo por las condiciones que garanticen la dignidad de todo individuo, el miedo frente a las amenazas que pongan en peligro esa dignidad (y el consiguiente deseo de combatirlas) y la voluntad de usar nuestros dones intelectuales para vencer al desconocimiento, será útil para la Humanidad (igual que tantas doctrinas humanistas que caminan en el mismo sentido) y, de existir Dios, será mucho más cercana a Él que todos los camelos basados en la construcción de mitos para llenar la panza de una clase dirigente que, precisamente por su insostenibilidad, debía prohibir libros y quemar disidentes para que su endeble sistema de mentiras no cayese.

Por cierto, respecto a la vida después de la muerte, es una cuestión donde chocan dos ideas tan fuertes como contradictorias. Una es la evidencia de que si un golpe en la cabeza puede cambiar mi carácter y entendimiento, es absurdo sostener que pueda entender o sentir una vez que esa cabeza está muerta. La otra es que resulta imposible visualizar la nada o el no ser proyectados sobre uno mismo, entendiendo lo que será no pensar y no sentir para siempre cuando ahora mismo estás pensando y sintiendo. Pero, de existir un Dios que quiera que vivamos con normalidad, estoy seguro de que habrá diseñado nuestro cerebro para que jamas lo descubramos, pues eso trastocaría por completo nuestra existencia en este mundo. Y, de no existir ningún Dios, tal vez algún día podamos descubrir mediante la ciencia si hay algo tras la muerte. En cualquier caso, hoy no podemos saberlo, pero tenemos ante nosotros un mundo tan lleno de belleza y oportunidades de mejora que no tiene mucho sentido perder el tiempo con ello.