Relatos cortos
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Andando bajo la lluvia

Son las 12 de la noche en una tranquila calle del Pinar de Móstoles. Está lloviendo a cántaros. Una joven muchacha está volviendo a su casa después de estar con unos amigos, pero se está mojando, no lleva paraguas.

La mujer anda tranquila, no tiene prisa. Disfruta de la lluvia resguardándose junto a los edificios. Escucha a lo lejos unos pasos de alguien que anda con prisa, cómo si persiguiera a alguien.

 —Correrá para no mojarse—piensa, mientras aligera el paso. Las zancadas se escuchan cada vez más cerca, el individuo empieza a gritar, llamándola para que se detenga. Se vuelve. Ve a un hombre alzando algo semejante a una espada. Del susto la joven empieza a huir sin rumbo fijo. Pero él es más rápido y la alcanza. La coge del hombro, le da la vuelta y le espeta: “se te olvidó el paraguas en casa de Antonio”.

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Kumadumán

Ésta es la historia de Bakaridjan y lo que le sucedió en tiempos de los Templos Sagrados de Massala, cuando el árbol Sanké era el dios de la palabra, cuando madre sol y padre tierra bailaban al son del tambor del tiempo marcando el latido de los seres vivos.

Bakaridjan era un joven que soñaba con tallar en madera todas y cada una de las estrellas del firmamento, por las noches subía al monte Badougou Bara y miraba las estrellas. Bakaridjan las reconocía por su nombre verdadero: Dahuj (la Grande del Norte), Kabugao, Bojaé Duni (la Brillante Sangre), Cankaossono (la Perla del Sur), sabía de memoria todos sus nombres, las reconocía y las amaba. Todas las noches soñaba que las tocaba, las acariciaba, recreaba cómo eran y hacía suyas las esbeltas formas de esos dioses inalcanzables, esos que él deseaba tallar.

En el poblado muchos se burlaban de Bakaridjan. Los ancianos del poblado miraban tanto a los que se burlaban de él como al propio Bakaridjan con esa mirada enigmática que da la sabiduría y con ese silencio que todos conocían como bangao, “el silencio del sabio”, mientras la brisa de la noche olía a madera de kolimazá y a palabras silenciosas.

Una noche, un joven de su misma edad, Ségoukoro, le pidió acompañarle a ver las estrellas. Los dos, sin mediar palabra, subieron al monte sagrado Badougou Bara y desde allí soñaron juntos. Bakaridjan le contó cómo había comenzado a tallar las estrellas en madera, del cuchillo nacían las formas de cada obra mientras iba susurrando el nombre verdadero del astro. Ségoukoro le dijo que quería contar la historia de los dioses de África, soñaba con ser griot, ser el encargado de transmitir la cultura de generación en generación; sabía que sólo unos pocos elegidos por el consejo de ancianos eran llamados griots, los únicos que podían narrar la historia de los antepasados a los más jóvenes, contarles que el agua y la luna crearon del barro y de un rayo lunar a Baumbali y a Limpukonó: la primera mujer, fuerte y sabia, y el primer guerrero, noble y valiente; y que ese mismo día crearon la muerte para que los hombres no se creyeran dioses. Sólo los griots podían recordarle al consejo de ancianos, en la noche más larga del verano, cómo el cocodrilo perdió su hermosa piel dorada, lisa y bella, por pavonearse ante todos los animales saliendo del agua al tórrido sol. Cómo la vanidad hizo que su piel se le cuarteara y quebrara hasta convertirse en lo que es ahora la piel del cocodrilo; y cómo desde entonces, avergonzado por el castigo a su soberbia y altanería, cuando alguien se le acerca, se sumerge a toda prisa, dejando fuera del agua sólo los ojos y la nariz.

Un día, Ségoukoro hizo un pobre hatillo con un cuenco de madera, un pañuelo miburu y dos sandalias de piel, se despidió de su padre y de su madre y se marchó al norte, a las tierras del dios hipopótamo, tras las colinas de Niono y más allá del río Coulibalé; quería aprender en la tierra de los griots a ser uno de ellos. Bakaridjan fue a despedirlo, le dio un abrazo de guerrero para entregarle parte de su fuerza y le regaló una estatuilla de madera, la estrella Grande del Norte. Ségoukoro le devolvió el abrazo de guerrero y le recitó las palabras de su padre: "Quizambougou estará contigo, hijo mío, no olvides a los que te han amamantado, a la tierra y a la luna".

Bakaridjan siguió haciendo hermosas estatuillas de madera, las más bellas eran las que creaba cuando nadie le veía: estrellas del firmamento. Las tallaba con madera de gobeh y un sencillo cuchillo le bastaba para reproducir las formas que veía en el cielo. Pasó el tiempo, y el joven Bakaridjan creció, cada vez se acercaba más a las propias estrellas, cada muesca en la madera era más perfecta, hecha con más precisión, con el amor que sólo un maestro tallista puede sentir por la obra bien hecha. Ya conocía por su verdadero nombre a todas las estrellas que su vista alcanzaba, las del frío invierno y las del cálido verano, las del sur y las del norte, las de más allá del río Coulibalé, las del alba y las del atardecer.

Un día, un pastor que llevaba vacas desde el norte hasta el sur del río Bamtata, le contó que Ségoukoro seguía aprendiendo a ser un buen griot. El pastor le dijo que donde él vivía ahora era tierra de hombres sabios que comprarían todas sus estatuillas sin dudar un instante, ya que no existía nadie que conociera las estrellas por sus nombres verdaderos como Bakaridjan. El joven tallista eligió la más hermosa de las estrellas de madera -Akwaba, el corazón de África-, la  envolvió en tela y se la dio a un comerciante que iba todos los inviernos más allá de las colinas de Niono a vender cuencos de barro, para que se la entregara a su amigo Ségoukoro. La estatuilla de Akwaba gustó tanto que le pidieron más, nunca habían visto una estrella de madera tallada por alguien que supiera su nombre verdadero.

Bakaridjan se sentía feliz sabiendo que sus noches mirando estrellas, aprendiendo sus nombres, habían dado dulces frutos como el amibara en verano. La primavera siguiente recibió palabras de su amigo más allá del río Coulibalé, le decía que aún no era griot pero sí kumasigi -que en lengua bambara significa “el que hace sonar la palabra”-, y que mirando las estrellas había soñado con una nueva, una que no existía en el firmamento sino en su corazón, Bakaridjan también creía haberla soñado, en un momento fugaz, en un instante perdido entre la noche y el alba. Ségoukoro le contó la estrella haciendo sonar la palabra desde más allá de las colinas de Niono y del río Coulibalé, al instante Bakaridjan sabía su nombre verdadero y se puso a trabajar esa misma tarde, cortó la madera que tallaría de un árbol anciano de noebe, afiló su cuchillo en brasas de miambo, y a la mañana siguiente comenzó a trabajar la talla, despacio, respetando la madera con el cariño que sólo un gran tallador siente, modelando con cada corte, con cada hendidura y con cada muesca. Tres días más tarde ya tenía una nueva figura de madera con una estrella que nadie había visto jamás, una que decía la leyenda en idioma bambara que uniría a los pueblos de más allá del océano verde, de más allá de la roca rugiente, de mucho más allá del desierto perlado, uniéndolos para siempre con esa nueva estrella de madera, de la que sólo Bakaridjan sabía su nombre verdadero: “Kumadumán”, la Buena Palabra. 

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Pensamientos bajo el aceríneo

Estoy acostado bajo el milenario aceríneo cómo todas las tardes que tengo tiempo libre. Contemplando el vasto campo que hay alrededor, viéndolo todo, pensando en nada.

De pronto un pensamiento fortuito recorre mi cabeza, esa chica, si, esa que he visto un par de veces y casi no se nada de ella. Lo único claro que tengo es su nombre y su aspecto. Sé lo suficiente para crearme una imagen mental de su personalidad, sus metas en la vida y sus deseos más profundos. 

No puedo quitármela de la cabeza, mi mente está ocupada solo reflexionando sobre ella, en una posible vida juntos, en conocerla y compartir todos nuestros más íntimos secretos. En ser un solo ser y vivir juntos, originar recuerdos placenteros de nuestra vida juntos. Cuando pasen los años poder rememorar esa vida que hemos compartido juntos.

Son solamente ilusiones, pero me mantienen entretenido mientras estoy acostado a la sombra de este gran árbol. Creer que en un futuro podría ser feliz me ayuda a soportar esta vida, creer que dando un paso valiente y expresando mis sentimientos de una forma clara y sincera puedo cambiar mi vida por completo.

Ya está oscureciendo y es hora de que vuelva a mi casa con mi esposa.

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La leyenda equivocada (IV)

Aunque nadie quedó libre de ella, la acumulación de nieve no causó a todos los mismos problemas; hubo incluso quien dio gracias al Cielo por aquel mullido manto, pues a su amparo no eran tan duras las piedras como de ordinario, ni tan insensato saltar desde una ventana para pasar a la casa de enfrente. Así lo hizo Adalberto, con las calles desiertas y la noche en pleno triunfo. 

Tras largas marchas por los campos, comiendo el pan reseco de las alforjas o lo que se podía tomar de amigos y enemigos, cualquier cosa le parecía mejor que las campañas contra los turcos o contra los partidarios de Iancu. Recordaba todavía las escenas de espanto que se vio obligado a presenciar, y aunque trataba de borrarlo de su memoria, no lograba olvidar el infausto día en que tuvo que ordenar a sus hombres plantar estacas en el camino.

Sabía de sobra que era eso o la muerte, que el terror es la última esperanza de los que no tienen nada más, pero se preguntaba si valía la pena conquistar la libertad a ese precio. ¿De qué vale ser libre cuando no se puede escapar de uno mismo y es ahí donde está la peor cadena? Los turcos huían, sí, pero quedaba tras ellos algo mucho peor que sus caballos y sus emires: quedaba el espanto, porque cuando se desata el terror, sus fauces no reparan entre aliados y adversarios y desgarran a todos por igual. 

La nieve era un alivio para Adalberto, y no sólo porque amortiguase primero su caída y luego el eco de sus pasos. Aquel embozo blanco extendido sobre lo que había tenido que contemplar las últimas semanas era como una absolución de las tierras y los montes, condenados a la infamia de la sangre. Cuando la tierra resucitara de su letargo, tal vez no quedara de lo sucedido más que algún mal sueño. Esa era su esperanza.

Con la habilidad acumulada en una docena de asaltos por empinadas y peligrosas murallas, Adalberto encontró los salientes de la pared y trepó rápidamente hasta la ventana de Irina. Ella estaba distraída, de espaldas, peinándose ante el espejo, y el joven capitán prefirió contemplarla un instante, apoyado en el alféizar, ante de llamar su atención con un toque en los cristales.

Cuando al fin se hizo notar, Irina le abrió la ventana con más alegría y menos temor que en pasadas ocasiones, en que cualquier mirada inoportuna podía haber sido la perdición de ambos. Miró un instante a la calle y sólo pudo ver remolinos en el aire.

Luego se abrazaron los amantes como no lo hubieran hecho de haber sido lícito su encuentro. Un año entero de miradas y palabras tiernas, de caricias furtivas siempre cercenadas en flor, había impuesto sus modos y sus costumbres. Pero todo el tiempo acumulado en acopiar modales y prudencias se sintió de pronto desvalido ante el nuevo deseo en que envolvía sus corazones aquel manto blanco de abandono, de blanda irrealidad, dueño de la ciudad toda. La nieve se había convertido en señora del mundo y era inútil tratar de resistirse al influjo de su poder.

Adalberto había soñado con Irina todas aquellas noches de aullar de lobos, entre los desmembrados cadáveres enemigos y los gritos de los agonizantes. La había visto en el brillo de las corazas y en las formas de las nubes, y por ella había conseguido multiplicar su furia cuando se veía rodeado por las armas enemigas. Era su bandera y su señuelo, y por fin la tenía, la tenía junto a sí y la abrazaba con el ansia de un resucitado.

La habitación de Irina era una estancia amplia, de techo alto, suficiente para albergar las sombras de los dos amantes, una sola sombra afilándose en un lazo de locura. La luz de una vela bastaba para hacer dudar a las tinieblas de su imperio, pero un soplo de la calle acalló la posible delación y los amantes estrecharon su abrazo en la oscuridad.

Irina se zafó entonces y volvió a encender la vela, pero enseguida volvió a los brazos de Adalberto que la estrechó como si temiera que ella se le fuera a escapar para no regresar a su lado. Juntos se alejaron de la ventana intercambiando tiernas palabras, y a medida que se acercaban a la vela el brillo de los rostros y de los ojos alimentaba su pasión. El ulular de la ventisca apretó fuera como un coro de espectros, y algunos copos más duros rasguearon la ventana, pidiendo la caridad de un cobijo. Los amantes se miraron un momento, escuchando con deleite su propia respiración apresurada. 

Lo que sucede en un lugar imposible es como si nunca hubiera sucedido, y las conveniencias sociales, los eternos miedos, parecían pertenecer a otro mundo, a un mundo en que los carros rechinaban por las calles entre las voces de los arrieros, los vendedores rezagados de las plazas y los siseos de los caballeros, enfrascadas en eternas conjuras o nuevas querellas. Adalberto se atrevió a separarse un instante de ella y acariciar su costado, asiéndola finalmente por el talle. Luego la abrazó de nuevo y sorbió el aroma de su cuello con labios ávidos mientras ella se abandonaba al placer de aquel contacto, de aquel sueño al fin cumplido. 

Crujían las vigas de la casa, rechinaban por el peso de la nieve y el impulso del viento, pero nadie las escuchaba. Los amantes juntaron sus cuerpos con vehemencia, casi con fiereza, ajenos a todo lo que no fuera parte de ellos mismos. Y nada podía cumplir tal exigencia, porque era como si flotasen en el espacio sin mundo, antes de la Creación. 

Lo que ocurre en horas imposibles es como si nunca hubiera sucedido, y así quedaron atrás los pactos y los acuerdos, los compromisos de sujetar las caricias para que sólo caricias fuesen, el amor cortés aprendido en los cantos, los besos de amigo robados de los romances y los roces apenas insinuados a la espera de la respuesta de la piel, protegida y encarcelada por ropajes excesivos. Ella se sintió presa de una desconocida dulzura, pasó sus brazos en torno al cuello de su amado y lo apartó un instante para dedicarle luego un beso que era algo más que un beso. Sabía que él era un caballero, estricto cumplidor del tácito pacto que lo autorizaba a entrar en su casa y nunca daría el paso que ella insinuaba. Él era un caballero y debía ser ella quien dijese, a su manera, que aquel día había nacido para distinto. 

La llama de la vela tembló sobre la palmatoria y con ella las sombras, desdibujando la realidad, añadiendo un nuevo desmayo a las difusas lineas de los objetos. El vértigo se hizo dueño de la estancia en una forma distinta, refinada en sutilezas hasta ese día ignoradas: no era miedo a caer, sino miedo al deseo de caer.

Cuanto sucede en las horas de sueño a los sueños pertenece, y cuando Adalberto sintió en su boca los labios de su amada pensó que aquello no era posible, que tanto atrevimiento pertenecía sin duda a otra mujer, o a otra hora, o a otro pliegue del mundo de los vivos, o acaso de los muertos, pues no era posible tanta felicidad entre aquellos muros acostumbrados a la contención y a la demora.

El beso se prolongó con ligereza a la espera del siguiente, y luego de otro, y otro, mientras en la calle seguía cayendo la nieve como un tupido cortinaje de plumas. Adalberto se detuvo entonces y colocó su mano sobre el pecho de Irina, que echó hacia atrás la cabeza al sentir aquel delicioso contacto. Él era un caballero y nunca se atrevería, pero lo que ocurre en lugares apartados del temor y la conciencia es como si nunca hubiese sucedido. 

Irina, con gesto de abandono y ensoñación, como si fuese otra voluntad la que gobernaba sus actos, dejó caer al suelo su camisón y mostró a su amado su espléndida desnudez, cubierta tan sólo por su larga melena dorada.

Adalberto se apartó sobrecogido, pero enseguida volvió hacia ella para recorrer su cuerpo con manos torpes, extraviadas sin remedio entre tanta belleza. Ella se volvió hacia el espejo a contemplar su propio atrevimiento mientras él pugnaba con sus propias ropas. Irina se encontró hermosa y se entregó al deleite de verse conducida al lecho, de sentirse acariciada, de ser dueña de unos ojos que la miraban como si acabase de bajar del cielo. Juntos, sobre sábanas de lino, tensaron el arco del más dulce suplicio ofreciéndose interminables caricias.

En la calle arreciaba la nevada, acompañada por el viento, y se estiraban las exclamaciones que en sus enigmáticos idiomas dejaban escapar los tejados, las veletas de los campanarios y las piedras mal ajustadas de edificios ateridos por el frío y la vejez.

Aullaban los perros, asustados por el temporal, cuando Adalberto se colocó sobre ella y entró en su cuerpo, convirtiéndola para siempre en su futura esposa o en una desgraciada. Ella ni siquiera lo pensó. Recibió el pequeño dolor con un gesto sonriente y se entregó al delirio que socavaba su vientre.

Encendidos de pasión, exploraron juntos los secretos resortes del placer hasta que, unidos en el más hondo de los abrazos, rodaron ofuscados hacia el inevitable, ansiado abismo. Bella era Irina, muy bella, pero nunca tanto como cuando le llegó su hora y hasta la vela se pasmó, no queriendo perturbar con su temblor tanta hermosura.

Su suerte estaba echada. Ante Dios, el dios que no podría considerar aquello una ofensa a pesar de sus ministros, estaban ya unidos para siempre.

Luego vinieron las palabras amables, apenas audibles complicidades floreciendo en la única atmósfera posible. Exhaustos y sudorosos, complacida la carne y el espíritu tras el arduo exterminio del deseo, contemplaron las caricias de la paz en el espejo, empañado por los incontables años del azogue. 

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A mi también me secuestraron los extraterrestres

Iba por el campo siguiendo un margen de piedra, era una noche de primavera y me alumbraba con una linterna metálica de pila de petaca. Había llovido por la tarde así que podía hacer una buena colecta de caracoles para hacerlos con salsa, con su morcillita y su choricito. Al principio pensé que otro buscador de caracoles venía hacia mi pues me pareció la luz de una linterna avanzando. Pronto me percaté que lo que parecía una linterna se convertía en un foco y seguía aumentando, cegándome por completo. Un extraño zumbido, que subía y bajaba en intensidad lo envolvía todo al tiempo que mis pies parecían despegar del suelo, aunque no sentia ninguna tracción en mi cuerpo. La luz y el zumbido desaparecieron de repente, como si nunca hubiesen existido y me vi en una sala circular, con paredes lisas y con aspecto de cobertura de pastelito Pantera Rosa. Había alguien más. Tres figuras de aspecto humano, con la forma de tres pivones de entre 17 y 20 años me observaban. Sus cabellos eran de oro y sus vestidos, cortísimos, de plata. Pude ver que su parecido anatómico con los humanos era absoluto pues no llevaban bragas. Me transmitieron mentalmente que eran científicos del planeta Cuchipandy y me habían seleccionado al azar para una obtención de fluidos. Por medio de no se qué ingenio me vi desnudado y arrojado sobre una superficie dura pero mullida y cálida a su vez y los tres científicos se abalanzaron para obtener sus muestras. Perdí los sentidos y no se cuento rato permanecí en ese estado. Cuando abrí los ojos una sensación extraña, no desagradable, flotaba en mi cabeza y en mi entrepierna. Me asomé a un charco de lluvia y pude contemplar mi rostro, gracias a dios no era Resines.

Via -> www.meneame.net/c/16433963
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Tomorrow's Child, un relato corto de Ray Bradbury (EN)

Tomorrow's Child, un relato corto de Ray Bradbury (EN)

Relato corto de Ray Bradbury publicado en 1949.
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Iris azules

Aquella noche un enano gigante bailando al son de Lynch vió pasar camiones repletos de maderos camino de la serrería mientras Bob se acercaba y se alejaba en una danza extradimensional y una mujer flotaba en el río.

Aquella noche un hombre manco me explicó el sentido del Kwizatz Haderach.

Aquella noche me asomé a un vagón de tren abandonado y vi el horror del fuego, escuché un pájaro trinar sobre fichas de casino y mujeres con lengua hábil anudando rabitos de cereza.

Aquella noche de terciopelo azul un camión de bomberos pasó por delante de mi casa mientras un tal Perú se mofaba del deseo de una chica.

Aquella noche no conseguí dejar de beber café mientras me servían bacon crujiente en aquel bar de camareras con uniforme rosa.

Aquella noche seres de iris azules me pasaban destiltrajes por debajo de la puerta mientras un hombre comía en la mesa pollos que se movían como cabezas borradoras.

(Texto dedicado a David Lynch. Año 2000. ContinuumST.)

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Sol blanco, barro rojo

Estoy desempolvando material de cosas que escribía con 20 añitos... hace ya... un montón de años. Están en papel, escritos a mano y eran de la época en la que comenzaba a intentar trabajar en el mundo del cómic y enviaba docenas de guiones a las editoriales. Cuánta ingenuidad adolescente. Pero bueno... Por si alguien quiere entretenerse un poco. Aunque no sea un relato corto... tampoco es un artículo, así que lo coloco en este sub... porque no sé dónde podría encajar mejor. Si no es así que algún admin me diga algo o lo cambie o...

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Página 1.

Título: Sol blanco, barro rojo.

Viñeta 1.-

Texto: Recuerdas el sabor amargo del miedo.

Dibujo: El sol cae a plomo sobre unas trincheras en una zona de guerra de la I Guerra Mundial. Un día soleado en contraste con las alambradas, el barro del suelo, los charcos, huecos dejados por las bombas, humo a lo lejos.

Viñeta 2.-

Texto: Recuerdas la carta que le has escrito a tu novia y que no has podido enviar.

Dibujo: Un soldado en una trinchera, el uniforme destrozado y manchado, su fusil lleno de barro y el casco con abolladuras en algunas zonas. El soldado está inexpresivamente calmado, como ausente a lo que sucede. Detrás de él varios soldados de su compañía, uno enciende un gigarrillo, otro sacude el casco de barro y otro apunta con el fusil hacia la línea del enemigo. Son jóvenes, no tienen más de 25 años.

 Viñeta 3.-

Dibujo: Los soldados se agachan en la trinchera, las bombas caen a su alrededor levantando barro, humo y tierra.

Viñeta 4.-

Texto: Recuerdas la estatua que veías todos los días en tu pueblo, un hombre dándole la mano a otro y grabado en la piedra una frase que decía...

Dibujo: Primer plano de las manos del soldado agarrando con fuerza su fusil.

Viñeta 5.-

Texto: “... Hermano, mi brazo es tu brazo”.

Dibujo: Una bomba explota justo al lado del soldado, que es lanzando por la onda expansiva.

 

Página 2.

 Viñeta 1.-

 Texto: Recuerdas el olor a comida de tu madre cuando hacía caldo los martes y los sábados.

Dibujo: El soldado, se incorpora apoyándose en el fusil, manchado de barro, tierra, agua sucia. Mira hacia donde estaban sus compañeros.

 Viñeta 2.-

 Dibujo: En el lugar donde estaban sus compañeros ahora sólo hay un amasijo de cuerpos mutilados.

Viñeta 3.-

Texto: Recuerdas el día que te alistaste ahora con horror.

Dibujo: El soldado se acerca intentando ayudar a los que pudieran estar vivos. Todos parecen muertos.

Viñeta 4.-

Dibujo: El soldado vomita mientras a su alrededor siguen cayendo bombas. El sol brillante y limpio contrasta con lo que sucede.

Viñeta 5.-

Texto: “... Hermano, mi brazo es tu brazo”.

Dibujo: En una de las zancadas en la trinchera el soldado tropieza con el brazo de un compañero.

Página 3.

Viñeta 1.-

Texto: Recuerdas las trenzas de tu hermana, su carita tan dulce, tan sonrosada.

Dibujo: El soldado avanza por la trinchera entre el barro y el humo con pasos descuidados. Las bombas han parado de caer.

Viñeta 2.-

Dibujo: El soldado cae de rodillas en el barro manchado de sangre y comienza a llorar.

Viñeta 3.-

Texto: Recuerdas los campos de trigo de tu abuelo.

Dibujo: El soldado arroja el fusil al suelo y mira al brillante sol de mediodía.

Viñeta 4.-

Dibujo: El soldado sube por la trinchera y sale de ella, ausente, absorto, con la mirada perdida.

Viñeta 5.-

Dibujo: Avanza despreocupadamente por el campo de batalla sin rumbo aparente. Con la mirada perdida.

 

Página 4.

Viñeta 1.-

Dibujo: Sigue avanzado mientras comienzan a caer bombas a su alrededor

Viñeta 2.-

Texto: Recuerdas la carta que le has escrito a tu novia y que no has podido enviar.

Dibujo: Una esquirla de una bomba se le clava en el hombro y comienza a brotar sangre de allí.

Viñeta 3.-

Dibujo: Llega a un pequeño riachuelo que serpentea en el bosque.

Viñeta 4.-

Dibujo: Lentamente se quita el sucio uniforme.

Viñeta 5.-

 Dibujo: Y desnudo entra en el agua, ajeno a todo.

 

Página 5.

Viñeta 1.-

Dibujo: Se frota la suciedad, el barro con ganas, con fuerza.

Viñeta 2.-

Dibujo: Cruza el riachuelo y sale por la otra orilla.

Viñeta 3.-

Texto: Recuerdas el sabor amargo del miedo.

Dibujo: El soldado, en la orilla, mira al sol en el cielo haciendo parasol con la mano.

Viñeta 4.-

Dibujo: Una bala le atraviesa limpiamente la sien.

Viñeta 5.-

Dibujo: Cae al suelo muerto.

Viñeta 6.-

Dibujo: El sol brilla luminoso ajeno al drama.

 

 -FIN-

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Miserias de la era Covid

María Luisa no aguantaba más. Quizás ya llevaba tiempo hundida, puede que por problemas económicos o familiares, nunca lo sabremos. Seguramente el ambiente tan enrarecido que se respiraba durante los primeros días del confinamiento en marzo fue la gota que colmó el vaso. Y sin despedirse de sus hijos saltó por la ventana desde la onceava planta mientras los gorriones empezaban a emitir sus desafinados cánticos.

Federico salió por la puerta rápidamente sin decir ni adiós y casi tropezó con una mujer que llegaba con las bolsas de la compra. Se le veía cabreado. Jacinto, el conserje, le había dicho que en los quince años que llevaba allí trabajando no se había perdido ningún paquete, y que si ahora se había perdido el suyo le daba igual. "Le da igual"... Pero, ¿cómo tiene tanta cara este tío?, pensó. Me había costado cinco euros, pero no es por el dinero, lo que me jode es que lo perdáis, dijo antes de largarse de la conserjería, obteniendo por respuesta el silencio de Jacinto, que evitó mirarle a la cara.

Cuando Jacinto llegó al trabajo esa mañana se encontró en la entrada de la urbanización con la chica de la limpieza que lloraba aterrorizada, y balbuceando señalaba un bulto en el suelo a unos cincuenta metros. Se acercó para ver lo que era, intuyendo la tragedia, y cuando estuvo cerca reconoció el rostro desfigurado de María Luisa. Resopló sin separar los labios, y pensó... Este va a ser, posiblemente, el peor lunes de mi vida.

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Contumacia intolerable

I

Carolina Sigüenza era una dama ni demasiado entrada en años ni en fealdades excesivas. Su patrimonio se centraba sobre todo en su apellido y en la esperanza, disfrazada de repugnancia, de ser solicitada en matrimonio por un comandante francés de dragones aparentemente diez años más viejo que ella. Domar un dragón es una tentación demasiado fuerte para muchas mujeres.

Esa esperanza precisamente la inducía a desear que los suyos perdieran la guerra. Y que la perdiesen cuanto antes. No ensoñaba mejor futuro que un triunfo francés con José I en el trono y ella casada con un oficial de alto rango. Y al rey Fernando, que lo colgasen de un pino. En eso era razonable.

Pero la guerra no acababa, y menos aún después del desastre de Bailén, con lo que la dama, para no consumirse viendo pasar sus años, se hizo un poco visitadora, un bastante beata y un mucho criticona. Quien crea racionalmente incompatible este trío de atributos no conoce al ser humano.

Lo esperable en estas historias es que se muera el dragón, pero no sucedió tal: se murió la dama y de una pulmonía contraída al regresar bajo la lluvia de un partida de cartas en casa de una amiga.

Se murió la dama, afrancesada, insatisfecha y a medio descorchar.

Su entierro fue discreto. 

Sus propiedades pasaron a un convento y a un sobrino.

Su memoria pasó de largo.

II

Casi doscientos años después, en el barrio madrileño de Chamberí, una familia media, de recursos y prejuicios medios, discute acaloradamente sobre la resolución más conveniente a su problema doméstico.

La esposa quiere vender el piso.

El marido quiere llamar a la policía.

La abuela quiere llamar a un cura.

Los hijos quieren llamar a la televisión.

Cada cual tiene su propia opinión sobre el asunto, pero el caso es que hay que hacer algo.

Así no se puede seguir.

Tener un fantasma, pase.

Que sea el fantasma de una casa vecina y se aparezca en la tuya, malo.

Pero que se aparezca siempre a las horas de las comidas, ya es intolerable.

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Microrrelato

Nadie me miraba cuando quería que me vieran. Todos me abrumaban cuando sólo pedía discreción. Los humanos que me han rodeado siempre han sido como pequeños granos en la piel. Una piel que tengo curtida, pero ellos no lo saben. Hoy se me ha estropeado el frigorífico. A nadie le importaba. Ni siquiera a los reparadores de frigoríficos. ¿Por qué? Porque no les importa tu frigorífico.

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La leyenda equivocada (V)

Desde su oscuro rincón, ajado su rostro por los años y los diversos accidentes que los acompañan, también el espejo los contemplaba a ellos, maldiciendo al hechicero que le negó unos párpados que poder cerrar.

Odiaba a la vela que le impedía ignorar aquel suplicio. La odiaba con toda su alma reconcentrada y oscura, como una vieja oquedad donde en un día perdido quedó atrapada el agua, imposibilitada de buscar una vía de escape. Odiaba la llama enhiesta, triunfante en su brillo, como odia el reo de muerte a la humanidad entera que lo ha de sobrevivir. Estaba inerme, abandonado, condenado sin remedio a ser testigo de lo que hubiese preferido no imaginar siquiera. 

No podía recordar cómo había sido atrapado tras aquel cristal maldito, ni la hora ni la fecha en que había dejado su cuerpo, ni el delito cometido para merecer semejante castigo. En un último y renovado suplicio, hasta la memoria le habían robado. No podía recordar ni siquiera su nombre: sólo un vago sonido y algún retazo de conversación con algo que no era un hombre, ni una sombra, ni una luz. Algunas veces imaginaba una choza al lado de una montaña, entre pastos verdes, o el furioso correr de un río por una honda cavidad en la roca desnuda, pero no lograba encontrar un sólo detalle que le recordase a sí mismo. Sabía sólo que estaba allí atrapado, obligado a ver y a dejar correr los años, cien, doscientos ya, ¿quién sabe cuántos?

Se sabía capaz de gobernar los elementos, de pronunciar la palabra que pusiera a su servicio los vientos y las rocas, de convocar a su lado a los pájaros del cielo y las bestias de la tierra. Sabía que existía esa palabra y que en un algún momento del pasado había osado pronunciarla, pero no conseguía recordar nada más. Después de tantos años de abrasarse en el intento, había dejado ya de buscarla y se conformaba con los pequeños retazos de poder que había conseguido rescatar de su memoria.

Porque aún era fuerte. Aún conservaba parte de su dominio sobre los elementos. Quien quiera que le hubiese reducido al estado en el que se encontraba no había podía desarraigar completamente su pasado vigor. Era fuerte aún y tenía una razón para vivir: un amor que hacía soportable el dolor de su reclusión eterna. Desde que estaba ella, los días eran tolerables y ya no tan vacías las esperas. Tenía algo que esperar, una razón para no recibir la luz del sol como quien recibe un salivazo en el rostro.

Irina era todo lo que le quedaba, su único lazo de unión con el mundo, pero había llegado aquel hombre y ella se había entregado. Se había entregado con placer y ya no quedaba nada: sólo una eternidad sin esperanza tras un cristal. Días eternos y noches interminables hasta la hora de una muerte estúpida, sin esperanza de remisión, sin otro horizonte que días siempre repetidos en una habitación vacía, hasta que los muros de la casa se doblegaran por el peso de los años o la devastación del fuego. Sólo eso.

Si alguien hubiese mirado al espejo habría visto reflejarse centenares de veces la pequeña lengua de fuego, convertida en espantosa hoguera, en lumbre devoradora presta a tragarse la habitación y la casa toda, el mundo entero si era posible. Intentaba hacer salir de su ser el fuego para incendiar la casa toda, pero sólo conseguía un juego de luces propio de un bufón o un malabarista. 

Tenía que resignarse a la tortura de verlos, de ser testigo de sus caricias, indefenso, atrapado en su catafalco de cristal, vencido por una distancia tan corta y a la vez tan larga, tan fieramente insuperable como todas las que malquistan lo posible y lo imposible. Tenía todo el tiempo del mundo para apurar hasta la hez su dolor, el gran dolor de saberse condenado a mirar siempre a distancia al objeto de su amor, su condena el silencio, el perpetuo silencio que sumía sus palabras, sus requiebros, eternamente perdidos en la lisa superficie de su bruñida, brillante, implacable maldición. Pero lo peor era sentirse impotente, inerme, sin una sola oportunidad ante el rival que acariciaba su piel haciéndose dueño de los temblores, señor de los estremecimientos tantas veces ensoñados por el verdadero amante, el que juró vivir por ella tan solo a cambio de un beso, aquel beso inocente y tierno que la joven Irina, poco más que una niña, dio a su propia imagen al descubrir los encantos del alba de su cuerpo. 

Fue una mañana cualquiera, poco después de que Irina cumpliese los doce años. Su padre le había regalado un peine de carey y le había explicado que algunos países lejanos terminan en una extensión de agua tan grande que se puede tardar años enteros en cruzar de un lado al otro. En esos mares inmensos es donde viven las tortugas marinas, y con la concha de una de ellas un hábil artesano había fabricado ese peine para que ella se peinara. Irina pasaba mañanas enteras imaginando los mares mientras peinaba su melena con aquel instrumento casi mágico. Un día, regresó de pronto de sus ensoñaciones infantiles y fijó la vista en su propia imagen, como si no la hubiese visto nunca antes. Probó distintas trenzas y peinados, ensayó toda suerte de gestos y posturas ante el espejo y se encontró tan hermosa que besó sus propios labios en la fría superficie del cristal.

Desde entonces la adoraba con enfermiza constancia, anhelando la llegada de la noche, que le entregaría a la muchacha, para contemplar cómo se peinaba su largo cabello rubio, cómo se desprendía una a una de sus ropas y se ponía el camisón, antes de arrodillarse piadosamente para rezar sus oraciones.

Al principio tuvo vergüenza de verla desnuda, y aunque no podía evitarlo, sentía sobre sí la imagen de aquel cuerpo impúber como una mancha. Trató de convencerse de que la muchacha era tan sólo uno más de los objetos que a diario reflejaba en la habitación, pero todo fue en vano: la belleza de Irina crecía tan deprisa como su amor, y a fuerza de buscarlas halló razones para deleitarse en el único placer que le era dado. Tamaño privilegio lo había convencido de que era suya, sólo suya, hasta que aquella aciaga noche de diciembre entró por la ventana el apuesto capitán y deshizo el engaño, devolviendo al mundo lo que era del mundo y a Platón lo suyo: era de justicia que Irina entregara su amor a quien tuviera para ella algo más que miradas y silencio. Era natural que ella se entregase a quien pudiera estrecharla en sus brazos. Era lógico que prefiriese unos brazos de hombre a un anhelo de espectro.

Pero el alma del espejo no pudo, no quiso o no supo comprenderlo, y ebrio de rabia, de una rabia negra y mate como el basalto en que se tornan los ardientes ríos de lava, sospechó de pronto que el mismo poder que lo retenía a él podía aprisionarla también a ella. 

Tras aquel cristal había sitio para los dos: en un abismo hay sitio para el universo entero. 

Tras aquel cristal vivirían juntos eternamente, en una existencia sin fin, y la condena se tornaría recompensa, un premio aún mayor que cualquier paraíso que hubieran podido prometerle cuando aún era un ser humano. 

El espejo sintió una rendija de luz, una tímida esperanza en la negrura de su pecho, y reconcentrando su voluntad miró fijamente a Irina, tendida lánguidamente sobre el lecho, hasta que en un esfuerzo supremo pudo también él poseerla, hacerla suya para siempre, aunque de muy distinta, lejana, siniestra manera.

Los amantes no se dieron cuenta de nada. Estaban demasiado embebidos en sí mismos para tener en cuenta la existencia de algo que no fueran sus propios sentidos. Nada cambió en la habitación. No sonaron distintos los silbidos del viento ni el crujir de las maderas. No hubo avisos del Cielo ni se oyeron las risas del infierno. 

La noche continuó entre besos renovados y recién descubiertas caricias, delirantes a veces, remisas en ocasiones para acrecentar el ansia que habría de ser saciada luego.

Los primeros rayos de sol encendían ya las aristas de la nieve cuando Adalberto e Irina se despidieron.

Afuera, la nieve había dejado de caer.

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Un cotidiano agujero de gusano

La doctora Andrea Salazar comprobó la fecha en el calendario que había en la pared de su laboratorio de física cuántica en la Universidad de Míchigan. Llevaba mucho tiempo estudiando los viajes en el tiempo y por fin, después de muchos años de estudio, había llegado a la conclusión de que eran más habituales de lo que la gente pensaba
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¡Igni Ferroque!

Nicolás Montes sabía que tenía que entregar el informe de contabilidad del último semestre, también era consciente del desastre de la última lanzadera que había quedado a la deriva más allá de la Luna. El rescate había disparado la contabilidad del departamento de seguros para el que trabajaba, así que ese día no estaba de buen humor. Cansado, cerró la aplicación holográfica de administración moviendo los dedos como si fueran un molinete. Se levantó y comenzó a desvestirse camino de la ducha de vapor que todas las empresas tenían. La Ironhammer Ltd., donde trabajaba Nicolás, tenía además cubículos de sueño de última generación, una gran sala de desconexión neural, y lo que popularmente se conocía como el “cubo”; la enorme sala de realgame que poseía la compañía era lo que más le gustaba.

 En la ducha, envuelto en microgotas de agua templada, en una nube de vapor que limpiaba cada poro, que lo abrigaba cálidamente en una fina bruma de agua, comenzó a relajarse pensando en su personaje: Elionor Atmiko. La última batalla contra el semidiós Ayperos había sido tan infructuosa como dura, sus compañeros de armas Potheros Wibling y Alena Miranda habían unido fuerzas en una de las cuevas laterales para cerrar el suministro de almas que abastecía al semidiós, durante horas habían defendido esa entrada con valor y destreza, hasta que el número de diablillos de plasma se había multiplicado por cuatro y tuvieron que retroceder para poder resucitar a Potheros, cosa que hizo hábilmente la cronomante Alena. Su ducha había terminado y el secador corporal con fragancia de cedro lo había dejado como nuevo, sacó de un armario el mono rojo con cierres magnéticos que se usaba en el “cubo” y se dirigió hacia allí con fuerzas renovadas.

La sala de realgame era un cubo perfecto de treinta metros de lado, con microsensores máser repartidos en un patrón que a él le parecía aleatorio, el generador iónico que producía los 250kw necesarios para poner en marcha el ingenio zumbaba imperceptiblemente. Tras cerrar la puerta de la sala, el mono que llevaba puesto se conectó a la interfaz neuronal que tenía implantada detrás de la oreja derecha. Al instante, los sensores de seguridad comprobaron el iris, la inducción del cuerpo de Nicolás y la biometría básica. Se situó en el centro de la sala y con voz clara dijo: “Confirmación de seguridad LH.954.VL. Orden voz mía, Profesor Kayington”. Al instante, la sala entera cambió a la presentación del realgame “Swashbuckler 2 RG”, un escenario de rocas oscuras con ríos de lava en las famosas Islas Flotantes de Morr.

-Orden voz mía, Elionor Atmiko –el escenario cambió a la sala de su clan en el Castillo de Gronnar.

El patio de armas se le mostraba en todo su esplendor, los pendones con el dragón dorado sobre campo de gules ondeaban movidos por la leve brisa marina de la Costa de Fashdor, una leve llovizna salpicaba las paredes y el suelo de piedra negra del patio; la armadura le pesaba en el cuerpo, la sala construía todo de un modo físico y real combinando haces de energía en objetos sólidos con una tecnología que a él le parecía mágica; la cota de mallas, áspera y fría, le caía pesadamente sobre los hombros debajo de la armadura de acero galaar forjada por su amigo Leonor Prizi, el mejor armero del clan, quien además había mejorado -con bismuto charriano- quijotes, rodilleras, grebas y escarpes. La armadura ya no brillaba como el primer día, los golpes, caídas, quemaduras, y demás penalidades que había soportado le habían pasado factura y ahora tenía partes abolladas, erosionadas, dobladas y reparadas a martillazos. En el camino a su estancia privada, dentro del castillo, saludó efusivamente a la nigromante Alissia Takiana. Gracias al traductor universal del juego la comunicación era fluida e instantánea en todos los idiomas del planeta.

-¿Váis a intentar hoy la cueva suroeste, Elionor? –preguntó la esbelta joven de corto pelo negro y tatuajes rojo sangre en cara y antebrazos, su armadura ligera tenía un abigarrado trenzado de huesos y tendones, terminados en una corta cota de mallas a modo de faldón protector, donde el verde obsidiana y el negro mate se mezclaban con sutil y oscura belleza.

-Sí, ¿vosotros iréis al flanco norte? –respondió Elionor mientras se ajustaba la correa del codal derecho.

-Ajá, esta vez se nos unen los aliados del clan Poscramon, vendrán todos... –contestó la nigromante encaminándose hacia sus aposentos personales en el castillo.

Elionor abrió el portón de su estancia y se acercó a la panoplia de armas, esta vez había pensado usar la espada larga de Victo, la puso sobre la mesa de trabajo y de una arqueta sacó un botecito rotulado como Almizcle de Dormur, con cuidado bañó la punta de la espada a sabiendas de que haría más daño a los peligrosos diablillos de plasma, y que para el resto de cadáveres andantes que pululaban por la cueva el efecto sería el contrario, sabía que si querían bloquear el avance en esa cueva había que tomar una decisión. Añadió a su pequeño zurrón varios ungüentos curativos pensando que ahora le llegaba el turno al escudo, sopesó su Kinslayer, evidentemente pesaba más que el que había usado la vez anterior y eso le quitaría movilidad, pero debía protegerse del fuego mágico que lanzaban los pequeños engendros voladores.

Se dirigió a la sala donde se encontraba el portal galaar, allí ya estaban varios compañeros de armas, ajustándose unos a otros correajes, yelmos y botas, podía ver a Izzy Junior, el neomante; dos nuevos guerreros que habían demostrado su valor en el combate; Lahsa Matador, el elementalista; Nina Porthbow, la esbelta arquera y Red Realms, experto animalmaestro con el que había compartido cientos de aventuras en el Bosque de Cristal.

El oficial al mando de esta incursión, Martin Bayer, dio las últimas indicaciones tácticas, recomendó un par de conjuros a Lahsa, regaló un elixir de aumento de la energía a Izzy y con el saludo del clan: “¡Igni Ferroque!”, atravesaron el portal galaar.

El Bosque de Miedoverde, desde el que se accedía a la cueva suroeste, era un caos: gritos, árboles ardiendo, carreras y gente herida asistida por otros compañeros de armas. El líder de la avanzadilla, Lord Strain, tenía el escudo partido en dos, el yelmo destrozado y un brazo herido, aún así seguía dando órdenes de retirada y de ayudar a los caídos, los gritos se mezclaban en confusa algarabía “¡¿Dónde se han metido los del clan Antorcha Oscura?!”, “¡Ayuda, aquí!”, “Nigro, levanta allí cadáveres”, “¡Maldita sea, dónde está Lady Regina, ¿alguien la ha visto?!”, “¿Y los refuerzos... dónde están los jodidos refuerzos?”, “¡No puedo andar, ayuda!”. Nicolás, cogió del brazo a un arquero que cojeaba herido, sin carcaj ni arco y con la coraza de cuero quemada en algunas zonas.

-¿Qué ha pasado, arquero? –preguntó Elionor, mientras le ayudaba apoyándolo sobre una roca para que descansara.

-Los diablillos de plasma... salieron de la cueva y... quemaron el bosque –respondió el arquero cogiendo aire mientras se palpaba la herida de la pierna.

-Pero si teníamos aquí apostados a tres clanes completos... Toma, bebe –dijo Nicolás mientras diluía su ungüento en agua para dárselo a beber.

-Los diablillos... vinieron con Lord Mortenecra, era cientos de diablillos y el... maldito demonio usaba escudo de alma... en todos ellos, era imposible contenerlos, mucho menos vencerlos.

La voz de Martin Bayer se sobrepuso al caos ordenando a la gente a reagruparse para el cambio de estrategia. Las instrucciones habían sido claras, para asistir a los heridos habían llegado dos clanes alemanes, apagando el fuego estaba el clan Kill Ten Rats y el argentino Espada de Justicia, varios guerreros galegoos armados con hachas talaban los árboles en llamas para contener el fuego y que no se extendiera, había que formar una línea defensiva mientras las labores de extinción y asistencia a los heridos se llevaba a cabo. Los miembros se habían distribuido en una variante de la formación macedonia, donde la primera línea estaba formada por guerreros, guardianes y neomantes con armadura pesada, piqueros de daño sagrado en segunda línea, y en formación de media luna arqueros, paladines y cronomantes, los aleros estaban cubiertos por ilusionistas y nigromantes.

De pronto, un rayo partió el cielo en dos a la altura del pico Kex, al norte, el trueno tardó pocos segundos en llegar y un fuerte aguacero comenzó a caer, el agua dificultaba la visión; Elionor se levantó la visera y se bajó la babera, para poder ver mejor, el barro sería un problema para las armaduras pesadas así que Martin estaba cambiando las posiciones cuando al fondo del bosque el grito chirriante de diablillos de plasma hizo que todos se girarán hacia donde se había oído el espeluznante tronar agudo de miríadas de diablillos.

Elionor apretó el escudo contra su cuerpo, puso la espada en posición tercera y apretó la empuñadura con tanta fuerza que nada se la arrancaría de las manos, ya veía acercarse volando al gran grupo de enemigos, aleteando sus negras alas mientras lenguas de plasma dorado se agitaban en sus pechos y brazos. Con un graznido salvaje, aceleraron hacia ellos.

La batalla iba a comenzar y ahora Elionor sólo podía oír el potente grito de guerra de la alianza: ¡Igni Ferroque!

  

FIN

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Del bosque a la escuela

Mucha gente piensa que la historia la escriben los vencedores, normalmente es así, pero esta historia la cuenta alguien que ha sido vencido por el sistema. Durante mi corta vida me han pasado muchas cosas, he pasado mi infancia y adolescencia en el bosque de pinos que hay junto a la ladera de la montaña.

Allí la mayoría de las personas que habitan la zona son fuertes leñadores que trabajan para la empresa papelera de la ciudad. La fábrica de papel produce una gran cantidad de libros para que los niños puedan estudiar en las escuelas y tener un papel relevante en la sociedad. 

Un día me llevaron de visita a la fábrica para ver de cerca el proceso el cual convierte mi bonito hogar, el bosque de la ladera, en un montón de libros de obligada lectura para menores. Pude ver de cerca cómo introducían en las máquinas pinos jóvenes en su máximo esplendor, mutilados por sus extremidades. Solo dejan pasar por la máquina el centro del árbol, cómo si de un chupa chups sin caramelo se tratase, y en resto va a un contenedor de desechos.

La máquina transforma al dolorido pino en filamentos muy finos de celulosa, los compacta y da forma de rectángulo blanco al que llaman hoja de papel. Ahí se producen ingentes cantidades de estas hojas de papel listas para ser mutiladas y marcadas con tinta de colores en la siguiente máquina, salían más de las que a simple vista podrías contar, no se diferenciaba una de otra.

Al lado estaba la máquina que perfora un paquete de hojas y las une con hilo, dando a todas las hojas una forma de libro, cómo diciendo que todas las hojas son amigas y siempre han querido estar juntas, y en su conjunto cuenta una historia sobre algo que los niños deben enterarse antes de que lleguen a la pubertad, cómo que Carlos V estaba enfadado con su primo Luis XVI. Al final se le adjunta una portada con todos los datos del libro y una ilustración de la temática del libro, quitando toda la individualidad a las hojas.

No pude ver más allá de la máquina que hacía las portadas, me daba tantas ganas de vomitar y salir de allí que después de presenciar cómo convertían majestuosos pinos en montones de hojas para escribir historias absurdas. Salí corriendo de la fábrica tan rápido cómo un periodista rellena una noticia con el suceso del día.

Ya no me queda nada,estoy solo, separado de toda mi familia y amigos del bosque. He conseguido huir pero a que precio. Ya no soy el mismo que entró en la fábrica, ahora tengo en mi mente todos esos procesos mecánicos y químicos que hacen que los bellos árboles que nos dan vida y sirven de hogar a los animales del bosque, se transformen en simples aparatos de control mental para las nuevas generaciones de humanos. Esto no podré olvidarlo, ha marcado mi vida para siempre, pero tampoco quiero dejarlo pasar y que quede en el olvido.

Usare mi propio cuerpo para contar la historia de mi familia y amigos, todo este dolor y sufrimiento habrá valido la pena si otros seres llegan a mostrar empatía por nuestra situación, si solo uno llega a entender nuestro dolor habrá valido toda esta automutilación.

Firmado: Una simple hoja de papel.

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Fuera de norma

Sabíamos que no debimos pedirle a Norma –ahora que estaba muerta– que viniese con nosotros de viaje.

Desde muchos puntos de vista, era una idea idiota. Pero ella tampoco debió empecinarse en morir tan de prisa, antes de que llegara el verano.

Es difícil precisar cuándo pensamos en volver a reunimos todos para un nuevo viaje. Quizá la idea que ahora cuajaba la habíamos engendrado ya en el Perú, hace justo diez años. Nunca pudimos olvidar el clamor del Urubamba, la sombra de la selva, las nubes y la noche, pesando sobre nuestras cabezas.

Entonces, algunos de nosotros no conocíamos la selva, y estábamos mareados por la altura, el verano pegajoso y una sensación bastante extraña de haber perdido toda posibilidad de razonar. Nos había seducido en especial el enterarnos de que Machu Pichu no era realmente la ciudad sagrada de los incas, sino que, de allí mismo, a tres días de lomo de mula, y partiendo de lo alto de las ruinas surgía un estrecho camino de tierra que nos llevaría hacia atrás, hacia otros palacios alejados de verdad de toda civilización. En realidad las ruinas conocidas eran tan sólo una antesala, a la vez que una buena forma de esconder la verdadera morada de sus reyes. Durante siglos los conquistadores, y luego los arqueólogos, detuvieron allí su búsqueda insaciable, deslumhrados por la grandeza de la piedra y pensando que era inconcebible aun suponer algo más suntuoso.

Abandonamos Cuzco por la mañana, en un trencito lleno de indígenas sonrientes y coloridos (gallinas y patos en el portaequipaje), y franceses ansiosos de experiencias ter-cermundistas. Niños algo raquíticos gritaban ofreciendo choclos hervidos con sal, tartas de queso de dudosa higiene, y cápuli –cerezas brillantísimas y lozanas– que fueron finalmente nuestro almuerzo. Coyas rubicundas, bruñidas como diosas de la tierra, colmaban los asientos con sus faldas chillonas y dialogaban, en un murmullo incomprensible para nosotros, con hombres más pequeños que ellas y que realzaban su condición de reinas antiguas. De tanto en tanto, volaba un coscorrón hacia alguno de los múltiples vastagos que se aprovechaban del levísimo coqueteo para sacar la cabeza por la ventanilla del tren, o para escapar de la protección de la madre. Frases en aymará o inglés, o quién sabe en qué idioma de los del norte (rubísimos y lánguidos turistas apoyados en sus mochilas), acompasaban el lento avanzar por la montaña. Norma, que siempre estaba atenta a las palabras, permanecía sin embargo distante, apoyada su frente clara en el cristal sucio de la ventanilla, fuera de la algarabía general. Su cara se repetía en el cristal y nosotros sólo veíamos la extraña expresión de sus ojos marrones y grandes en los que se dibujaría la selva, y que miraban, sin mirar, hacia afuera.

El tren avanzaba lentísimo, marcando un anguloso zigzag en la ladera de la montaña, y la vegetación se hacía más y más tupida en cada repetición del paisaje –más alto, más alto–. El movimiento casi pendular nos hacía sentir como en un monstruoso columpio que terminaría por lanzarnos contra las nubes.

Ajena al paisaje de cumbres enormes y redondas, al olor penetrante del vagón, Norma charlaba con un francés, gesticulando en el intento de establecer un código común: se habían quitado los zapatos, y sus pies se rozaban, apoyados como estaban en el otro asiento. Nos llamaron la atención sus ademanes lentos, tan extraños a su forma cotidiana. Tenía los vaqueros remangados hasta las rodillas, y el francés, entre nubes de humo de cigarrillo, le miraba discretamente las piernas.

Al llegar a Aguas Calientes, dejamos en el andén a un grupo de pálidos nórdicos bastante sucios, que irían a chapotear en las termas. Los indígenas, cargados y pequeños, tomaron el camino de la montaña. Luego de una breve vacilación, también descendió el francés de Norma, que hizo un saludo amistoso con la mano y fue a reunirse con el grupo de turistas del Norte. Norma le respondió con un gesto ausente, mientras preparaba su mochila para bajar en la próxima estación. Continuamos hasta Machu Pichu, en donde nos apeamos minutos después. Caía la tarde.

La estación estaba vacía, y divisamos las ruinas en lo alto de la montaña, como un pequeño dominó de piedra volcado sobre el verde intenso. Las nubes en las que nos veíamos envueltos y la ausencia absoluta de otros seres humanos desataban nuestros sentidos, absortos ante el pasado y la selva. Nos era ignoto el sonido de lo oscuro, y en medio del clamor de la tarde que moría llegamos a reconocer la fuerza del agua del Urubamba. Impactada tal vez por la desmesura del paisaje, o dolida por el descenso del francés, Norma caminaba adelante, en silencio. Se iba desdibujando conforme avanzaba, el paso ligero, la cabeza hacia abajo: era una extraña visión en la bruma, y el ritmo de sus pasos parecía marcar la energía de su pensamiento.

Antes de desplegar nuestras bolsas de dormir sobre los bancos de la estación desierta, decidimos acercarnos al río. Cuando pusimos el pie sobre el puente que lo atravesaba, un sentimiento de veneración casi física nos poseyó. Y olvidamos el cansancio del día, el calor, el pequeño tren que nos llevara hasta allí, olvidamos todo, quizá hasta nuestro propio pasado, tal era la emoción que se hizo dueña de nosotros, tal la frescura del cauce que bramaba bajo nuestros pies.

El fragor del agua nos atraía hacia el fondo, y vimos a Norma, que se había adelantado bastante, gritando algo con las manos ahuecadas en torno a su boca. Gritaba y gritaba, con un gesto de todo el cuerpo lanzado hacia adelante, con un gesto desmesurado, pero el estruendo envolvía sus palabras. La luna llena que aparecía ahora enorme era un brillo estriado sobre la corriente del río, y la boca de Norma era otra pequeña luna, hundida, oscura, en la densidad húmeda. Luego, su cuerpo, su gesto decidido fueron perdiendo contorno en la noche casi total.

Tiempo después, todos coincidimos en que no la habíamos escuchado. Nadie se atrevió a confesárselo a Norma, aunque pasaran los años, aunque ella insistiera en que aquellas fueron las palabras más sinceras que hubo dicho jamás: Norma insistía –siempre tuvo una endemoniada confianza en las palabras–, y todos supimos que no la habíamos tomado en serio, abismados como estábamos por el pasmo de la noche, y oyendo al río sagrado.

Pero ninguno de nosotros olvidó jamás esa noche singular de Norma, y el momento que no supimos compartir gravitó extrañamente, como una culpa indecible, sobre nuestros futuros encuentros, que se irían espaciando conforme avanzara el tiempo.

Sobre esa noche se amontonaron otras, y pasaron los años, y vinieron días de éxitos profesionales, créditos a sola firma, niños y vida cotidiana agradable y libre, que nos permitía ahora volver a encontrarnos y organizar un nuevo viaje al Perú, que, lo reconocimos todos, no era ajeno a nuestro temor a envejecer.

Norma tampoco siguió siendo la misma. Como era de esperar, se dedicó a la literatura. Desde aquel tiempo siempre subyació en ella la sensación de perder lo importante de las cosas, de captar tan sólo las palabras que se dicen, olvidando todo lo demás. Ignorábamos si en su vida privada era feliz, porque guardaba su intimidad, aparentemente plácida, con cierto recelo, pero era evidente que algo escapaba siempre de su mente demasiado lúcida, y a veces, en nuestros raros y cordiales encuentros, recordaba con nostalgia aquel grito en el puente que atraviesa el Urubamba.

Ninguno de nosotros se atrevió a confesarlo. Ninguno de nosotros le dijo jamás que no la habíamos escuchado, nadie le dijo que permitimos que la noche y el agua se llevaran para siempre lo que ella consideraba su palabra más esencial. Y alguna vez hasta supusimos que sus viajes posteriores, urgentes y súbitos, tenían que ver con la búsqueda o recuperación de aquel momento, más que con el modesto deseo de ver catedrales, sentir el vértigo de la altura, o perderse en la enunciación abusiva del arte que expresan los museos de Europa.

Sabíamos que ella se iba muriendo poco a poco. Pero no solíamos pensar en ello. Porque morir, moriríamos todos, y el que alguien pudiera hacer un cálculo más aproximado nos provocaba más curiosidad que espanto, y fuimos olvidando ese plazo oscuro que se estiraba como las fases de la luna, menguando y volviendo a crecer, repitiéndose más allá de las amenazas iniciales, y conscientes de que el tiempo de la vida nunca puede ser medido igual que el que marcan las agujas de un reloj. A pesar de todo, ella insistía en que, si "sucediera lo inevitable" (y Norma se burlaba de lo tópico de la frase), pusiésemos en la tumba las palabras de aquella noche.

Pero, en general, evitábamos pensarlo. Porque a todos nos gustaba Norma. Sobre todo cuando bailaba: tenía un cuerpo denso y vibrante que nos arrebataba en el mareo de la música y el vino. Nos gustaba su intensidad inquieta, la melancolía de sus viajes, y disfrutábamos de su entusiasmo por Cortázar, y de sus dotes evidentes de anfitriona (nos encantaba reunirnos en su casa), y, por qué no decirlo, tambien envidiábamos la calma aparente de sus días contados, el embrujo estético de un final en plena juventud. Ese rostro amable y sonriente que no envejecería nunca jamás.

Norma murió una semana antes de partir. La sorprendió la muerte en un revuelo de maletas, vacunas para la fiebre, ropa de verano y pélente para los mosquitos.

Nosotros habíamos confiado en que llegara a este nuevo viaje, y así volveríamos a oír lo que nos dijo, y por fin podríamos romper el secreto y superar la vergüenza de no haber sabido escucharla. Ahora, en la extraña ambigüedad del primer silencio, nos quedamos también callados, porque a todos nos molestaba mentir (nunca lo habíamos hecho entre nosotros), y preferimos cumplir con un duelo convencional antes que hacer evidente nuestra impotencia.

Nuestros labios sellados fueron el ruego que ella, si es que estaba en alguna parte, sabría comprender. La convocamos, sí, cómo la convocamos, allí, en la extraña ambigüedad del primer silencio, con palabras mudas, con esas palabras que sólo se pueden decir a los que ya no están.

Un sol fuerte caía sobre las piedras del cementerio, un sol tupido de mediodía, que hizo que nos disgregásemos pronto, porque no hay emociones profundas posibles en medio del calor. Nos fuimos alejando y, si alguien nos hubiera visto desde lejos, habría imaginado sin duda que nuestro silencio guardaba un lugar y un tiempo a los recuerdos, pero, en realidad, nosotros pensábamos en todo lo que nos quedaba por hacer: embarcar el equipaje, falsificar la firma del pasaporte, ocupar por ella el lugar en el avión, y llegar de prisa, al caer la noche de verano, en un trencito colorido y zigzagueante, al lugar exacto sobre el río, tras el crepúsculo de verano, a la cita del Urubamba. Al lugar en donde Norma tiene que estar esperándonos.

Del libro "Una mujer en la cama y otros relatos", de Clara Obligado.

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La máquina voladora - Ray Bradbury (Relato)

En el año 400 de la era cristiana, el emperador Yuan reinaba junto a la Gran Muralla China. La tierra estaba verde, gracias a la lluvia, y se aprontaba en paz para la cosecha. El pueblo que vivía en sus dominios no era demasiado feliz ni demasiado desgraciado. Por la mañana temprano, el primer día de la primera semana del segundo mes del nuevo año, el emperador Yuan estaba bebiendo té y abanicándose, a causa de la tibia brisa, cuando un sirviente corrió por los pisos de mosaico azul y escarlata gritando:
-Oh, emperador, emperador, ¡un milagro!
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La increíble historia de Victor Souza Martínez

La increíble historia de Victor Souza Martínez

El por aquel entonces entrenador del River, el Sabio Bonaerense, Don Gregorio Mínguez López, el gran Goyito, ordenó calentar al joven delantero de 19 años en la banda, realizando cortas carreras, mientras la afición abroncaba al equipo local por no ser capaz de dar la vuelta al marcador. Pero una bala perdida de la lejana en el espacio pero presente en la afición guerra de las Malvinas le alcanzó en plena carrera, incrustándosele de lleno en el corazón, causándole la muerte en el acto.
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